Clásicos Inolvidables (CXII): El altar de los muertos y otros relatos, de Henry James

26 octubre, 2016

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En un apartado hotel, junto al mar, pasa unos días el señor Dencombe. Para entretenerse, sentado en un banco, ojea la flamante edición de la que, hasta la fecha, ha sido su última novela, pues tras una dolencia (más anímica que somática y, en cualquier caso, sin especificar), apenas recuerda nada de esta. Dencombe accede pues a su propia obra casi como lo haría cualquier lector. Para él, todo es un descubrimiento, habida cuenta de que, como hemos señalado, últimamente no se siente muy dichoso, no a causa de la novela, sino del propio oficio de escribir. Pero hete aquí que un joven médico, apasionado de la literatura y al servicio de una acaparadora condesa, también está leyendo su libro en el momento en que ambos coinciden.

Este es el punto de partida de La edad madura (The Middle Years, 1893), uno de los relatos de que se compone el libro El altar de los muertos, tal cual fue editado -e imagino que reeditado- por Valdemar (Club Diógenes, 1999). Como se observa, el antedicho trastorno, más emocional que físico, se traslada al propio título del relato, ya que en lugar de “mayor” por razones de edad, Dencombe lo es a causa de un malestar ontológico, motivado por cierta sensación de incertidumbre, consciente de que se le había marchitado toda candidez en su relación con la literatura y se le había ido demasiada parte de su vida en producir demasiado poco de su arte.

Pero la madurez no llega necesariamente con la edad o cuando más la necesitamos, sino a través de las distintas experiencias de esa “edad madura”; momento que no se corresponde, como decimos, con la vejez: Hugh es más joven y pese a todo, hace ver a Dencombe aspectos en los que este no había reparado, ofreciéndole una perspectiva complementaria de sus creaciones. A pesar de su inexperiencia en otros ámbitos extra-literarios, Hugh es un personaje maduro, en tanto que Dencombe se siente desgastado por los años y la profesión (y por la sorpresiva reflexión que conlleva la recapitulación de su vida artística, más allá del circo editorial que la rodea).

La relación de amistad con el joven doctor, portador de una magia que no era de este mundo (pese a lo cual únicamente somos testigos de sus resultados benéficos), descubre en Dencombe su primera y única oportunidad. En esencia, La edad madura es un relato acerca de la relación entre el autor y su obra, junto a la recepción (personalizada) que se hace de esta; aunque podemos aventurar otra lectura más velada y discutible, por la cual dicha relación se hace extensiva al sentir admirativo, e incluso amoroso (paterno-filial, sobre todo), de los propios personajes de Hugh y Dencombe.


En El altar de los muertos (The Altar of the Dead, 1895), George Stransom celebra cada año su aniversario de boda en homenaje a su esposa fallecida (de unas fiebres, el día posterior a la boda). Henry James (1843-1916) especifica que jamás había olvidado, pero al contrario que Funes, el memorioso, de Borges (1899-1986), George solo pretende tener presentes a aquellos que han significado algo importante en su vida (y no toda fuente de conocimiento). De este modo, desea hacer algo por ellos en vida, permaneciendo en comunión con “los otros” (sic).

En su meditado y excelente retrato psicológico de este nuevo personaje, James puntualiza que Stransom no tenía la religión que ciertas personas a quiénes había conocido querían que tuviese. Lo que no impide que sea el particular portavoz de un componente trascendental netamente humano. Todo un recorrido el suyo, no libre de “incidentes”, como el encuentro fortuito, en plena calle, con su antaño desconsolado amigo Paul Creston, que ahora se ha vuelto a casar, burlando así la viudedad. Para George Stransom, el que alguien “rehaga” su vida de tal modo es sinónimo de ingratitud hacia las personas con las que hemos compartido la vida; en definitiva, del frágil y equívoco carácter de algunos congéneres.

Pero realmente, ¿quiénes son los vivos y quiénes los muertos? Parece una frontera indeterminada en un escenario que, reitero, es más psíquico que corpóreo, en contraste con el indiferente mundo. A lo cual, se añade el fallecimiento de un querido amigo de juventud con el que, tristemente, George se enemistó. De todo ello dan cuenta sus meditaciones y sentimientos en el interior de una iglesia, donde ahora el sonido originario recobraba fuerza. Hasta ese momento, la capilla dedicada a los muertos de George Stranson solo había sido interna.

Altar de los Muertos mexicano
La señora Jane Highmore anhela, por una vez en su vida profesional, un fracaso comercial como Dios manda, con objeto de legar una obra genuinamente artística. Una premisa irónica que hunde sus raíces en la experiencia de su hermana, casada con un talentoso escritor, lo que en este marco de referencia equivale a decir que con un fracasado, pues sus libros son tan nobles y sublimes que no gozan del favor de un público que solo vive -literal y literariamente- para las exitosas mediocridades.

Es el alegórico y solo en parte dislocado escenario en el que transcurre La próxima vez (The Next Time, 1895), cuyo título hace referencia a las ocasiones en que el frustrado escritor trata de amoldar su talento a los criterios y exigencias del público lector. De este modo, se narra en flashback la trágica historia de Ralph Limbert (casado con Maud, la hermana de Jane), un escritor de éxito literario aunque no comercial, en una narración que corre a cargo de un crítico amigo de la familia. Pero la habilidad de James reside, además, en el hecho de conferir un tono de suspense y un carácter biográfico a los hechos. 

Finalmente, la esperada y “trivial” novela de Limbert resulta ser un triunfo demasiado horrible, casi un hecho luctuoso en esta refinada diatriba contra los gustos del respetable, extensible tanto a escritores como a críticos “de la memoria”, melómanos atonales o espectadores de la post-televisión. Es Ralph Limbert un personaje tan desarraigado como adelantado, la viva imagen de la frustración. Su condenación es que es incapaz de escribir tan mal como los demás, ya que el genio lo desbarata todo.


Lady Emma relata la enigmática forma de obtener dinero de la joven Lavinia. Se ha enamorado del apuesto aunque confiado Marmaduke, que en un viaje a Suiza conoce a los Dedrick, matrimonio que al igual que el protagonista de El altar de los muertos, venera a su hija fallecida (allí era la esposa).

En esta colección o antología, los relatos están dispuestos de mayor a menor contenido psicológico -carga la tienen todos-. Es por ello que Maud-Evelyn (Ídem, 1900) presenta unos diálogos bastante más vivaces. Sus personajes son los de una historia y un tiempo antiguo, si bien, en esta ocasión, no conocemos “personalmente” a los instigadores del sorprendente suceso, sino los efectos colaterales en el resto de protagonistas.

Proseguimos, y mejor suerte que el escritor Ralph Limbert no parece tener Morgan Mallow con sus esculturas, en el último y más abstracto de los relatos, El Árbol de la Ciencia (The Tree of Knowledge, 1900). Aquí, el cronista se mantiene a cierta distancia material, no así narrativa, ya que podemos considerarlo uno de los intérpretes “de soporte”. Se trata del crítico de arte Peter Brench, padrino del hijo de Morgan, Lance Mallow, que desea ser pintor, aunque su interés sea más un recurso literario para desvelar toda suerte -entre concreta e indefinida- de celos y anhelos ocultos dentro del grupo familiar (y amical).

Cuadro de Hans Baluschek
Todos estos personajes giran en torno a la consecución de una pasión artística que, aunque se concreta (la escultura, la escritura o la pintura), no supone ningún sosiego, sino una pura frustración, en ese ambiente común a todos los relatos en el que se cuestiona sarcástica o sobriamente el papel del artista en el engranaje de la sociedad; así como las “funestas” consecuencias de saberse un creador con talento, barrido por dicha atmósfera social (en un universo ajeno a las subvenciones, por descontado).

A lo cual se añade la incapacidad de comunicarse de dichos personajes, salvo por medio de insinuaciones encubiertas o eufemismos, aunque no por ello los sentimientos que les atañen dejan de ser menos reales o de estar menos claros, pese a los vaivenes emocionales.

Escrito por Javier C. Aguilera


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