ESPECIAL HALLOWEEN 2017
Con su pragmático magnetofón como único testigo leal, el arrojado periodista Carl Kolchak (Darren McGavin) refiere en El vampiro de la noche (The Night Stalker, ABC, 1971, estrenada al año siguiente) unos acontecimientos sorprendentes, cuya veracidad solo ha de ser juzgada por los destinatarios de su relato, sean lectores o espectadores.
Pero antes de adentrarnos en ellos, me gustaría señalar que la calidad de los productos ofrecidos por la televisión no es una cosa reciente, aunque sí el hecho de que las actuales series están tomando, por derecho propio, el lugar del cine (o para ser más precisos, de las películas que se exhiben en una sala comercial). Hago esta distinción porque, tradicionalmente, el verdadero cine de calidad siempre contó con unos guiones admirables sobre los que edificarse. Algo que no sucede con todas las series ni, por descontado, con todas las películas que se estrenan, por muy aparatosos y mediáticos que sean sus debuts. Cierto es que sigue habiendo buenos actores y directores, pero no así buenos guiones (o no tantos como se presume). Con lo que, el resultado cinematográfico final siempre se resiente, pues no basta con ser efectivo visualmente (cuando se es). De hecho, cuando el libreto falla, por estar deslavazado o resultar inconsistente, toda la estructura se viene abajo.
Ello, insisto, si no descarrila la propia puesta en escena, que es el otro caballo de batalla caído en el cine actual. Porque, aunque guiones deficientes también han existido en el pasado, no era infrecuente que sus inconsistencias se salvaran con nota gracias a la talentosa labor de un buen realizador. No les resultaba tan difícil, como parece ahora, el tomar las riendas de una película. Y aunque el resultado no fuera un producto colosal o apabullante, que no todos han de serlo, sí emergía una historia muy manejera y disfrutable (muchas de ellas ya son tenidas por películas de culto, pero esta es una distinción que proporciona el tiempo, y no ningún crítico de los que se avergüenzan del cine de género). Hecha esta aclaración, que consideraba oportuna, prosigamos por donde lo dejamos.
Buen ejemplo de un producto que, con todas sus limitaciones, sugiere y estimula (y doy fe del impacto que obtuvo cuando se emitió por televisión española a mediados de los ochenta) es este “acosador” tenebroso, que resulta ser una auténtica criatura de la noche. Se trata de lo que, por entonces, denominábamos un telefilme, aunque no en un sentido peyorativo. Tan es así, que fue escrito por el gran autor de ciencia ficción Richard Matheson (1926-2013), en torno a unos personajes creados por Jeff Rice (1944-2015), como actualización de lo que, en tiempos, fueron los cócteles de monstruos de la Universal, distribuidora final de la película. En esta ocasión, se trata de un vampiro trasladado al siglo XX, y de un “científico loco”, a lo Jekyll y Hyde, en la siguiente aproximación que veremos.
La estructura se focaliza en la figura de Carl Kolchak, un periodista de investigación que acostumbra a narrar los hechos haciendo uso de la voz en off, como sucede en los relatos detectivescos (en la versión al castellano, con el añadido de la estupenda voz del doblador español Rogelio Hernández [1930-2011]). Kolchak trabaja en el Daily News de Las Vegas (EEUU), escenario novedoso y sugestivo, pero también terrible, pues un escurridizo asesino está dejando un reguero de cadáveres femeninos por toda la ciudad.
Kolchak brega contra viento y marea. Un viento y unas mareas que, en este caso, se corresponden con la procelosa actitud de su editor jefe en el periódico, Vincenzo (Simon Oackland), y la ventolera del resto de representantes de la ley, que no de la justicia; a saber, el sheriff Butcher (el entrañable Claude Atkins, ¡por otros papeles!), el fiscal de distrito Thomas Paine (Kent Smith; lo mismo), y el jefe de la policía, Masterson (Charles McGraw). Sectores que confabularán tanto como el mismo asesino con tal de no salir mediáticamente perjudicados debido a su inoperancia. De hecho, se trata de ese tipo de funcionarios y políticos que están convencidos de que los problemas del entorno comienzan y terminan en sus cargos. Aterrados por la posible pérdida de los mismos, mucho más que por el propio vampiro, habrán de dejar de reír bajo el peso de las evidencias. Al menos, durante un tiempo.
De este modo, Kolchak se enfrenta, no solo al criminal, sino a la incomprensión, la torpeza y, por qué no, la envidia de sus representantes; del mismo modo que las víctimas lo son doblemente, por el asesino y por la impericia de estos custodios del poder. Así, la libertad de Kolchak se ve amenazada de continuo, como profesional del periodismo y como ciudadano de a pie. Sinceramente piensa que, si algo ha sucedido, es porque debe de ser posible. Aunque su iracundo jefe le advierta que no te metas a policía.
Este superior resulta ser un energúmeno insoportable, genuflexo ante el poderío político y fiel sirviente de la manipulación (una conducta vampirizada, podríamos decir). No solo no considera a Kolchak en lo que vale, sino que, además, se permite abroncarlo por su “mala conducta”, esto es, por su referida independencia e integridad.
Condenado a ir de un lado a otro sin encontrar su sitio, como un vampiro en vida, Kolchak es otro tipo de outsider. Será mejor que acepte las reglas, le recuerda el alcalde (refiriéndose a las suyas, naturalmente). La necedad de las autoridades hará que sea el valeroso periodista quien se enfrente, cuerpo a cuerpo, con el asesino que, como decía, resulta ser un vampiro auténtico, y no un sanguinario o perturbado imitador. Más aún, lo que Kolchak observa con los ojos, como los balazos de la policía que este ser recibe sin inmutarse, también lo capta su cámara de fotos (unas pruebas comprometedoras que, como en otros volátiles asuntos, acaban por desaparecer). Dispuesto a emplear la conocida estaca y el martillo, Kolchak corre el irónico riesgo de convertirse, por esta acción, en un criminal premeditado. Al periodista no se le dejará de recordar que, en asuntos de vampiros, ¡existe un enorme vacío legal!
El vampiro de la noche fue producido por el realizador en ciernes Dan Curtis (1927-2006), del que nos alegramos de que al fin figure en nuestro blog. Escribió algunas de las páginas en celuloide más memorables del género de misterio y terror, sobre todo, en la fructífera década de los setenta. No obstante, en esta ocasión, Curtis ejerció únicamente de productor y confió la realización a un veterano de la televisión como John Lellewyn Moxey (1925). La simpática presencia del actor Elisha Cook, Jr. (1903-1995) redondea esta afilada narración, donde sobresale el recurso (de guión) del robo de la sangre de un hospital por parte del vampiro, la inspección visual de un ataúd repleto de tierra llevada a cabo por Kolchak, y la imaginería clásica del crucifijo y el poder redentor del sol.
Tal fue el éxito de El vampiro de la noche, que no tardó en surgir una secuela, esta vez, bajo la dirección del propio Dan Curtis. El resultado fue El estrangulador de la noche (The Night Strangler, ABC, 1972, estrenada al año siguiente). De nuevo, Kolchak nos pone en antecedentes acerca de las víctimas y de unos hechos que fueron manipulados, aunque en esta nueva aventura, el paisaje, no menos atractivo, es el de la ciudad de Seatle, en Washington, a la que se ha trasladado.
Conviene aclarar que, si bien El estrangulador de la noche repite argumentalmente algunos de los esquemas de la anterior, incorpora novedades suficientemente interesantes. Por ejemplo, el enojoso personaje del editor-jefe Vincenzo, que es vuelto a encarnar por el mismo actor -como sucede con el personaje principal-, se ve bastante matizado, aunque sus modales no hayan mejorado en exceso. Al punto de que es el quisquilloso editor quien, trabajando en otro periódico (no menos hostil a la libre información), vuelve a contratar a Kolchak, confiándole este nuevo misterio relacionado con la extrañísima estrangulación de algunas mujeres en plena noche.
El guionista Richard Matheson añade, junto a los mecanismos narrativos ya descritos, tales como la voz en off del protagonista, otros aciertos, como la incorporación, no por breve menos estimulante, de personajes como el archivero Berry (Wally Cox), que echa una mano al periodista a lo largo de su investigación, o la doctora en paleontología Crabwell (Margaret Hamilton), que le habla del elixir, no solo de la vida eterna, sino de la fusión del hombre con el universo. A ello se añade el terrorífico retrato robot ofrecido por una testigo, o la magnífica idea de una ciudad subterránea bajo la actual Seatle, donde mora el criminal, como parte de ese pasado que se pretende enterrar, pero que comunica con el presente.
La extraña punción y pérdida de sangre de las víctimas vuelve a colocar el suceso en los límites de lo sobrehumano, en un trance que se repite matemáticamente cada veintiún años, de forma consecutiva. Una feliz ocurrencia que conecta los asesinatos con otros crímenes no resueltos del pasado, y que personalmente, me retrotrae al magnífico capítulo de la serie Star Trek (1966-1969), escrito por Robert Bloch (1917-1994) y titulado El lobo en el redil (Wolf in the Fold, 1967). La longevidad del asesino queda al descubierto, en tanto que su rostro no es mostrado al público hasta el final de la película. No tratándose, como ya he dicho, de un estrangulador al uso, sino de un verdugo cuyos atributos físicos van más allá.
A Kolchak le son confiscadas las pruebas otra vez. No en vano, el personaje se está enfrentando continuamente a la “versión oficial” de los hechos (nada que ver con la casta mediática que padecemos). Asimismo, al igual que en el anterior relato, destaca en la secuela la presencia de un actor relacionado con el género. Esta vez, la aparición invitada se corresponde con la elegante y enjuta figura de John Carradine (1906-1988), como pérfido director del Daily Chronicle, periódico para el cual trabaja ahora el bueno de Kolchak, y en el que, como también he señalado, su único aliado será el archivero Berry; representante del internet de nuestros días, es decir, toda una mina de información para el que sabe buscar (si bien, con una mejor estética y el inestimable olor de los libros). Por suerte para nuestro periodista, sino las leyes, al menos las pruebas y los hechos sí le darán la razón.
Investigador de lo sobrenatural, en la línea del profesor Hesselius de Sheridan LeFanu (1814-1873), el Thomas Carnacki de William Hope Hodgson (1877-1918), o el John Silence de Algernon Blackwood (1869-1951), el periodista Carl Kolchak, sostenido con habilidad y convicción por el actor Darren McGavin (1922-2006), debe de tener su espacio particular en la memoria de los aficionados al género. Un género ya honorable, tan literario como visual, donde, como recuerda la doctora Crabweb, incluso tiene cabida un mortífero émulo del conde de Saint-Germain (1703-1784). Será por ello que el inestable estrangulador de la noche recrimina a Kolchak: usted ha profanado mi mundo.
Escrito por Javier C. Aguilera
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