Existe toda una colección de novelas que se distribuyen entre la población a golpe de obligatoriedad. Es decir, dejando aparte cualquier tipo de valoración, son libros que pasan de instituto en instituto como la pólvora, que entran a las familias por recomendación, o imposición, de los centros, y que por su éxito suele repetirse a lo largo del tiempo, llegando a toda una generación. No es extraño que a numerosos estudiantes andaluces, por no ampliar en exceso el espacio, les suenen títulos como Las lágrimas de Shiva (César Mallorquí, 2002), Sin máscara (Alfredo Gómez Cerdá, 1996), Nunca seré tu héroe (María Menéndez-Ponte, 1998) o algunos clásicos como el Lazarillo de Tormes (1554), Platero y yo (Juan Ramón Jiménez, 1917) y El principito (Antoine de Saint-Exupéry, 1943).
Reitero, no valoramos el contenido de esos libros, sino simplemente queremos apreciar la distribución que se da de ciertas obras. La razón de que traigamos a colación esta cuestión reside en que hoy comentamos una obra cuya existencia parece ir ligada precisamente a este circuito, como bien demuestra una breve búsqueda por la red: La tejedora de la muerte (1992).
Reitero, no valoramos el contenido de esos libros, sino simplemente queremos apreciar la distribución que se da de ciertas obras. La razón de que traigamos a colación esta cuestión reside en que hoy comentamos una obra cuya existencia parece ir ligada precisamente a este circuito, como bien demuestra una breve búsqueda por la red: La tejedora de la muerte (1992).
La novela está escrita por Concha López Narváez (1939), perteneciente a esa estirpe moderna de escritores dedicados al mundo de la literatura para niños y jóvenes. No son pocos en España, aunque puedan resultarnos desiguales, tanto en calidad o en tipo de trayectoria. Por mencionar algunos: el célebre Juan Muñoz Martín (1929) de Fray Perico o El pirata Garrapata, Alfredo Gómez Cerdá (1951), César Mallorquí (1953), Laura Gallego García (1977), Jordi Sierra i Fabra (1947) o Elvira Lindo (1962). Muchos son los actuales lectores que han llegado al mundo del libro gracias a estos autores, por lo que no entra aquí el desprecio. Ahora bien, ello no resta que podamos valorar sus obras literarias como con cualquier otro autor, manteniendo siempre el respeto hacia quienes ponen su empeño en la escritura.
Como sucediera, por ejemplo, con El océano al final del camino (Neil Gaiman, 2013), en La tejedora de la muerte, Andrea nos narra un capítulo de su vida ligado a la infancia y a un misterio que, si bien casi había olvidado siendo adulta, retorna para cerrar las dudas del pasado, un pasado inevitable de resolver. Cuando nuestra protagonista era niña y vivía junto a su familia en el pueblo, antes de mudarse a la ciudad, ocurrió un misterioso suceso relacionado con una mecedora que se movía sola, una repentina tormenta y el terror de su madre, que siendo una mujer con problemas nerviosos, quedó marcada por aquel acontecimiento al punto de cerrar para siempre la habitación de su hija.
Sin duda, la trama mezcla elementos de misterio e intriga con algunos elementos de terror suaves. Nos podría recordar a algunos relatos de fantasmas, incluyendo su brevedad, donde no hay espacio para el desarrollo de personajes y donde el centro de atención es o bien la resolución del misterio, al estilo de la novela negra, o bien el susto de los personajes. La profundidad, los detalles, los matices argumentales y, sobre todo, la manera en que se cuenta son elementos que hacen brillar una buena historia de este estilo. Pero si todo queda reducido al mero argumento, contado de manera simple con un par de recursos (un flashback inicial y el uso del diálogo y el sueño como forma de descubrimiento), sin añadir mayor sustancia, lo que nos queda es un relato entretenido, cuya lectura prosigue por las ganas del lector de descubrir el misterio, pero sin nada que quede después.
En resumidas cuentas, Andrea es la protagonista absoluta de la historia: conocemos su perspectiva y sus detalles vitales según nos los narra, pero apenas intervienen más personajes ni su desarrollo nos llama la atención. Es más, ella misma nos revela que había casi olvidado aquel misterioso acontecimiento, y por el final podemos suponer que tampoco va a alterar en nada su futuro, casi más interesada en olvidar y no compartir su descubrimiento. Una metáfora de lo mismo que podríamos sentir con esta novela: un misterio que llega a nuestra vida y que nos deja sin más que el impacto final, que tampoco nos hará plantearnos nada especial.
Incluso su resolución peca de ciertas incoherencias. Para empezar, la figura misteriosa central, la tejedora de la muerte, retrasa en exceso su aparición en el relato, y en el momento en que aparece sirve para mostrar el enfrentamiento entre el escepticismo de Andrea con la superstición de María Francisca. Sin embargo, la protagonista cae en la duda con relativa facilidad, realiza un experimento que considera científico y, sin embargo, obtiene un resultado fantasioso, que también resulta incomprensible, dado que la propia lógica de lo que ocurrió en su infancia rechazaría que ella pudiera reencontrarse con la tejedora de la muerte, algo tan solo comprensible desde la propia memoria. Ahora bien, lo que al final se nos plantea casi es una vivencia astral, por lo que el relato acaba por tratar todos los frentes sin decantarse por ninguno y sin que parezca cambiar en demasía la actitud de la protagonista. Y, para colmo, lo apuesta todo a ese único elemento.
Así pues, la novela es entretenida en ese aspecto, una propuesta atractiva para una tarde tranquila y que engarza con aquel placer que nos proporciona de forma semejante los relatos de terror y las novelas negras. Sin embargo, está claro que se ha confundido la sencillez que a veces requiere el público infantil o juvenil con la simpleza. No es la primera vez, ni es la única obra que lo hace, pero al menos podemos considerarla un puente interesante para otras novelas más ricas que sigan una línea similar. Quizás algún joven lector de La tejedora de la muerte se acabe por sumergir en Edgar Allan Poe (1809-1849), descubra tarde o temprano a Lovecraft (1890-1937), se acerque a El sabueso de los Baskerville (Arthur Conan Doyle, 1902) o le sirva para engarzar con los misterios de Agatha Christie (1890-1976) y seguir, quién sabe, hasta Raymond Chandler (1888-1959). Si sirve para ello, podemos darlo por bueno, aunque consideremos que se ha desperdiciado una buena oportunidad.
Escrito por Luis J. del Castillo
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