El estar con uno mismo es un lujo cada vez más escaso y valioso. Pero lo que entendemos como paz del espíritu no es algo que tenga que estar reñido con la rutinaria ejecución de las obligaciones diarias, ni haya de proponer la renuncia hacia todo aquello que, de bueno, nos presenta el mundo actual. La amenaza proviene, más bien, del colectivismo más rancio, de las ideologías de la manada, que desembocan en la imposición de determinados tópicos intelectuales y morales que, bajo la dictadura de lo cultural y políticamente correcto, obliga a la aceptación de estos principios -más bien finales- bajo pena de ex comunión académica o social.
No sé hasta qué punto occidente se ha desespiritualizado, y no me refiero a ninguna creencia religiosa en concreto, sino al conocimiento e información que proporcionan la cultura y la historia (en las que se enmarca la deriva de las religiones), pero lo que sí sé es que es tarea de cada persona el tratar de formarse lo mejor posible. Frente a esos menesteres de la vida está el placer de lo “pequeño” y lo cotidiano. Por ejemplo, entre lo mejor de internet se encuentra el acceso a la información libre; entre lo peor, la manipulación de dicha información, o el que muchos ignorantes y aburridos hayan hallado en el medio su lugar en el mundo, por vía de la impunidad.
Junto a ello, el autoconocimiento es algo que se anhela en todas las culturas. No en vano, se cuenta que los discípulos de Brahma instaban a este a preservar el alma de los humanos, ora bajo tierra, ora bajo las aguas. Pero Brahma observaba que, tarde o temprano, estos darían con ellas a través de sus avances tecnológicos, y que, por lo tanto, convenía preservarlas mejor. De este modo, decidió que el lugar idóneo sería el interior de cada uno: allá donde ningún ser humano se atreve a mirar.
Como nos recuerda la contraportada del libro dedicado al poeta árabe Gibrán Jalil Gibrán (1883-1931), editado por Valdemar (Club Diógenes, 2004), la primera obra literaria del autor fue quemada en una plaza pública, siendo él mismo desterrado por el gobierno de su país y excomulgado por su iglesia. Sucedió en los tiempos en que El Líbano fue invadido por los turcos. Dotado para el dibujo y la pintura, las obras en prosa más relevantes del escritor libanés se hayan contenidas en dicho volumen.
Estas son El loco (1918), El profeta (1923), Arena y espuma (1926), y las póstumas El vagabundo (1932) y El jardín del profeta (1933). Todas ellas, en traducción de Mauro Armiño (1944), que recuerda en su prólogo la personal búsqueda de la felicidad de Jalil Gibrán, así como la de un dios individual del que todos formamos parte. Hasta el amor carnal está trascendido por dicho espíritu.
Comenzando por El profeta, diremos que este responde al nombre de Almustafá, pero también al del buscador de infinitos, externos e internos. A través de su conocimiento, personal pero transferible, las personas que se reúnen en el puerto para despedirle, extraerán las últimas gemas de sabiduría de quien aún continua con su búsqueda. Tales como que el matrimonio constituye la memoria silenciosa de Dios o que es necesaria, sin detrimento de una buena educación, la plena libertad de pensamiento de los hijos.
A través de los conceptos visuales que proporcionan algunas imágenes, como las de unos pilares o unas flechas, Almustafá reflexiona acerca de cómo no puede haber libertad en tanto uno se humilla ante un tirano o ante aquello que nos tiraniza. El profeta explica que el yo es un mar infinito, y pone de manifiesto las múltiples facetas del placer o la religión. De tal modo que, el buen maestro no obliga a que entréis en la casa de su sabiduría; os guiará hasta el umbral de vuestro propio espíritu. No en vano, cada uno de vosotros ha de estar solo en su conocimiento de Dios y en su conocimiento de la Tierra, pues Dios está en las cosas buenas que nos rodean, como la naturaleza; lo que sois vosotros habita en las montañas y vaga con el viento.
A su vez, los relatos breves pero intensos de El loco representan la complementariedad de unos opuestos que se dan la mano. Razón que explica que la libertad pueda derivarse, incluso como condición sine qua non, de la soledad (de una soledad no forzada, naturalmente). La sutil ausencia de diferencias entre locura y razón (por parte del que medita) es el irónico núcleo reflexivo del que emergen, entre otras, la alegoría de la guerra, y más aún de la llamada guerra santa, que se agazapa en una ciudad tenida por tal. O entre los mencionados opuestos, el antagonismo que se profesan el “dios del bien” y el “dios del mal”, para los humanos que los increpan o reverencian.
En efecto, para el “loco” la naturaleza humana es bipolar, ambigua, nunca granítica, como evidencian narraciones como la de los dos sabios que detestan el saber del otro (Los dos eruditos), así como Los dos ángeles guardianes o Los dos cazadores. Unas naturalezas humanas desincronizadas entre sí e insatisfechas (Cuerpo y alma, de El vagabundo), pero que aún han de enfrentarse a un mundo de sensaciones, estados y capacidades, contemplados como entidades vivas (tales como la tristeza). Todas ellas aportan una valiosa experiencia, si sabemos apreciarlas, aunque nuestros sentidos nos condicionen y, a veces, no se presten a ello, como nos muestra el relato El ojo. No se trata este último de un símbolo más. Precisamente, para los ojos de El vagabundo, las apariencias son siempre engañosas y los vaivenes de la suerte, un eterno descontento. Los extremismos son reprendidos y la bondad se revela particular y discreta.
De este modo, el ser humano y la naturaleza que lo envuelve vertebran El vagabundo, anécdotas y fábulas de un caminante, relatadas a la familia que lo acoge. Un pensamiento admirable recorre este libro y fulmina todo el colectivismo ideológico: no hay gobernantes, solo existen los gobernados que se gobiernan a sí mismos (El rey). Pese a todo, y prosiguiendo con las dualidades, en El vagabundo la historia es cíclica y nunca escarmentada. Solo queda la contemplación lúcida de una naturaleza fabulosa, en su doble acepción de fabulada y sorprendente (relato El loco).
Una verdad poliédrica que vuelve a aparecer en La tierra de Zaad o en Lady Ruth, cuando esta es inventada. Al igual que sucede con la primordial búsqueda de la divinidad, en Encontrar a Dios (y otros tantos relatos).
Todo un recorrido que desemboca y se condensa en los pensamientos y aforismos de Arena y espuma, nueva dualidad y, al mismo tiempo, complementariedad. Arena y espuma es un compendio de literatura sapiencial, por medio de máximas y recetas morales.
Finalmente, en El jardín del profeta, Almustafá ha regresado a su isla de origen. Allí queda, solo, en el jardín de sus padres, antes de darse nuevamente a los demás. Entre otras cosas, para advertir: compadeceos de la nación fragmentada y troceada, y en la que cada trozo se juzga así mismo una nación. El profeta prosigue su viaje iluminando otros territorios y trayectos. Ojalá que fuerais menos perezosos para encontrar senderos hacia vuestros yos más vastos; (…) os enseño a conocer vuestro yo más amplio, ese yo que contiene a todos los hombres.
Y sin pedantería, pero de forma harto inteligente, frente a quiénes equiparan dedicación y auto conocimiento a indigencia e inmaterialidad, Almustafá les recuerda que… me dicen: Has de elegir entre los placeres de este mundo y la bienaventuranza en el otro. Y yo me digo: He elegido los placeres de este mundo y la bienaventuranza en el otro, porque en mi corazón tengo por cierto que el Supremo Poeta solo escribió un poema de ritmo y rima perfectos.
Escrito por Javier C. Aguilera
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