En toda relación amorosa hay momentos de altibajos, ¡sobre todo si uno vive en un piso de apartamentos donde se interponen cinco enormes tramos de escaleras!
El mundo de la pareja puede considerarse una querencia especial del dramaturgo Neil Simon (1927). El vínculo con el otro ha sido contemplado por él desde varios ángulos, desde la pluralidad poliédrica que planeta una obra como California Suite (Ídem, Herbert Ross, 1978: hago referencia a las versiones cinematográficas), hasta la inesperada gestación de un enamoramiento, en La chica del adiós (The Goodbye Girl, Herbert Ross, 1977), la laboriosa convivencia de dos amigos antitéticos, en La extraña pareja (The Odd Couple, Gene Saks, 1968), o la amarga visión de la vejez (o de la intransigencia agravada con la vejez), que estructura La pareja chiflada (equívoco título en castellano de The Sunshine Boys, Herbert Ross, 1975). Incluso, si entendemos ese otro como el cuerpo de las fuerzas armadas, en la biográfica Desventuras de un recluta inocente (Biloxi Blues, Mike Nichols, 1988), o como la Ciudad en mayúsculas, a la que se enfrentan el superviviente urbanita de El prisionero de la Segunda Avenida (The Prisoner of Second Avenue, Melvin Frank, 1975) o el inexperto matrimonio de Los encantos de la gran ciudad (The out-of towners, Arthur Hiller, 1969).
Gran genio y talento el de Neil Simon, como también demuestra la divertida y atinada Descalzos por el parque (Barefoot in the park, Paramount, 1967), puesta en escena de la pieza teatral del dramaturgo (1963), a cargo de Gene Saks (1921-2015), bajo la producción de Hal B. Wallis (1899-1986), y adaptación del propio Simon.
Los protagonistas son unos recién casados: Corie (Jane Fonda) y Paul Bratter (Robert Redford), cuyo osado periplo comienza en el Hotel Plaza de Nueva York y se desenvuelve en los márgenes de un estrecho y desamparado apartamento de la Calle 10, en la misma metrópoli. Él está comenzando a ejercer su oficio de abogado, y ella el de cabeza de familia.
El autor define muy bien la personalidad de sus personajes desde un primer momento. Él es responsable y cumplidor, cohibido y ordenado; ella, cariñosa y alocada, imaginativa e imprevisible, y posee cierta tendencia a tomárselo todo por la tremenda. Hasta que sobreviene la madurez de la experiencia. Cosa de familia, porque su madre, Ethel (la entrañable Mildred Natwick), pese a ser una persona de costumbres establecidas y algo rígidas, acabará por entrar en relación con otro desprejuiciado vecino del edificio de su hija: el exótico y enérgico señor Velasco (un simpático Charles Boyer). Don Juan sin excesivos recursos (en cuanto a lo económico se refiere), pero de buen corazón, y que comparte el vitalista optimismo de Corie (su vida es ejemplo de ello).
Los desposados son inseparables, pero sobre su amartelado arrobamiento sobrevuela la sombra del desencanto. Un choque de caracteres que les conducirá a su primera trifulca tragicómica. Esclarecedora pero amarga, aunque por suerte, superada con la debida comprensión y transigencia hacia ese otro, como suele ocurrir en todas las comedias de Neil Simon. Este ha sabido expresar con claridad y elegancia el hecho de que, en una relación, cualquiera que sea, ha de perdurarse más allá de la algarabía de las sábanas; si, como dicen los poetas, se tiene cierta vocación de eternidad.
En cualquier caso, esto no podrá llevarse a término mientras no se produzca la necesaria borrasca. Escritor y realizador también saben expresar físicamente dicha idea por medio de un agujero en el techo del apartamento. Lugar que, a diferencia de lo que acontecía en La extraña pareja, es mucho más angosto, aunque sí se mantenga la idiosincrasia (s)impar de sus habitantes (el tamaño del espacio no importa).
Los climas variables de esta relación se expresan tanto a través del diálogo como de la atmósfera fotográfica que proporciona Joseph LaShelle (1900-1989). De este modo, la ciudad siempre parece depender del color con que se mira. Es un proceso equiparable al que sufre la madre, dispuesta a salir de su adocenamiento en cuanto la ilusión vuelve a formar parte de su plan de vida.
Aparte de que, toda unión entre dos personas supone un nuevo existir y una nueva forma de ver las cosas; la misma que hace a Cori contemplar la realidad con otros ojos, comenzando por la apretada y abigarrada vivienda. Al fin y al cabo, un hogar lo hacen tales personas y, probablemente, no haya mejor definición para el amor que esta.
Al irse redefiniendo la convivencia tras la gresca, Corie adquirirá un mayor grado de responsabilidad y Paul algo más de fantasía. Cambios de los que será testigo un cauteloso empleado de la compañía de teléfonos, encarnado por el inolvidable Herbert Edelman (1933-1996), y que devuelven al joven matrimonio a la senda de la aventura, haga frío o calor.
Escrito por Javier C. Aguilera
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