Que los niños hacen preguntas comprometedoras y sueltan las verdades del barquero, caiga quien caiga, es un hecho casi luctuoso. Y este es el punto de partida que toma, para subvertirlo, el escritor inglés John Wyndham (1903-1969), en su excelente novela corta Chocky (1968; Minotauro, 2010). Sin duda, los niños también poseen una gran imaginación; circunstancia que, como la anterior, también es tomada como excusa por el autor, ya que el fenómeno del que es objeto el joven protagonista del libro es auténtico.
Matthew ha cumplido los doce años, y cual no será la sorpresa de sus padres, amigos y tutores, cuando este comienza a sobrepasar su nivel de conocimientos. De la experiencia del amigo imaginario, de la que fue partícipe su hermanita Polly, Matthew accede a un caudal de información que es fielmente descrito por David, el padre del aventajado alumno.
Esta plétora de erudición no se debe a Google, sino a Chocky, una inteligencia venida del espacio exterior, y que encuentra su morada, siquiera por un señalado espacio de tiempo, en la mente del muchacho. Y privilegio de la edad, la interacción con el ser extraterrestre resulta ser para Matthew lo más natural del universo.
El caso es que Matthew muestra un espíritu crítico muy desarrollado (II), lo cual coloca a los padres en situación bastante descolocada. Por ejemplo, cuando el chico se empeña en conocer la génesis de los bebés, y la razón por la cual hacen falta dos sexos para ello. Lo que responde, y ahí está la gracia, no solo a la natural curiosidad del muchacho, sino a la necesidad de saber del alienígena.
Una anécdota que en la adaptación televisiva de la novela (Chocky, Thames, 1983) está dramatizada (en tanto que, en el libro, el dato solo es referido de pasada). Por cierto, que fue esta una de aquellas series memorables, inquietantes y desconcertantes que tanto abundaron en los ochenta.
Una anécdota que en la adaptación televisiva de la novela (Chocky, Thames, 1983) está dramatizada (en tanto que, en el libro, el dato solo es referido de pasada). Por cierto, que fue esta una de aquellas series memorables, inquietantes y desconcertantes que tanto abundaron en los ochenta.
A través de la narración del progenitor, y de la forma más accesible y consecuente, se escribe una novela que atesora frescos diálogos, con conversaciones que parecen monólogos (los que el chaval mantiene con Chocky). Por medio de ellos, conoceremos los orígenes familiares de Matthew (capítulo I) y seguiremos el hilo de sus aventuras como lo que en ufología se conoce por contactado.
Entre estas, su curiosidad por el comportamiento de otros animales (II), su apabullante competencia en física y matemáticas (III), alguna que otra pelea en el colegio (IX), el salvamento acuático de Chocky-Matthew (VII), o los interrogatorios a cargo de una serie de médicos interesados en el caso (IV, V y IX). Precisamente, el último de los especialistas consultado por la familia se conduce de forma extra-profesional. La sesión la refiere el propio paciente en retrospectiva; de este modo, el lector tiene conocimiento de ello al mismo tiempo que el padre (recordemos, el narrador), no siendo testigo presencial de los hechos. Como tapadera, el informe psicoanalítico de dicho médico no tiene desperdicio, y pone en evidencia el doble rasero de los mecanismos oficiales (algo que complace a personas como la madre de Matthew; representante de lo ordinario y lo colectivo, y personaje que carece de la menor imaginación).
Dibujo de Danhellez |
Pero Chocky también es inexperto, como se nos revelará finalmente. Al fin y al cabo, tan solo tiene unos veinte años de un posible total de doscientos. Su intención es honesta y, aunque parezca lo contrario, no invasiva. Consiste en servirse de Matthew, como avanzadilla, para beneficio de toda la humanidad. Recordemos, además, cómo en buena parte de la mejor ciencia ficción, lo expuesto se formula principalmente para poner al descubierto las flaquezas o grandezas de los terrícolas (la única especie que, hasta el momento, conocemos). Siguiendo esta línea, la idiosincrasia humana es lo que aquí queda en solfa y se analiza de forma indirecta. Por ejemplo, mediante la misiva del religioso que hace prevalecer su exclusivista visión doctrinal, suprimiendo a todos los intermediarios (VIII). No en vano, es mucho más fácil creer en espíritus malignos que en buenos espíritus (VII).
Por otro lado, las sorprendentes y estilizadas pinturas que Matthew realiza son una perfecta simbiosis, que se adecua a su nueva forma de entender y mirar las cosas, mental y físicamente (VI). Una adaptación no traumática para este, aunque sí para sus padres. Es la pureza de la mirada de los niños, donde reside una mayor claridad y sinceridad.
Fotograma de la serie homónima |
En definitiva, ello supone un recurso que nos habla de la naturaleza humana, más que especula acerca de la del alienígena, de la que poco sacamos en limpio, salvo que es muy distinta a la nuestra. Particular acierto de John Wyndham. Lo cierto es que, en este ámbito de la ciencia ficción, se puede maniobrar sin salirse de los límites de la lógica, y enjuiciar el proceso de Matthew como una circunstancia ajena a la concienzuda explicación psicológica antes referida: todas las interpretaciones a este nivel son infructuosas por pura lógica. Lo cual, está en consonancia con el hecho de que los seres más siniestros resulten ser los “ellos” humanos, que abducen y sonsacan al muchacho.
Escrito por Javier C. Aguilera
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