La suerte a veces te encuentra, pero lo más habitual es que haya que salir a buscarla. Así lo entiende el leñador Adam Pontipee (Howard Keel), residente en el territorio de Oregón, que por inspiración de Plutarco (45-120 d.C.), aunque sin conocer aún este dato, desciende al pueblo desde la granja perdida en la montaña en la que vive con sus hermanos, en busca de aprovisionamiento. Un suministro en forma de alimentos… ¡y una esposa!
Primero de forma intuitiva, por parte de Adam, y luego, gracias al relato del historiador romano, contenido en un libro de la que será la escogida por el granjero -y viceversa- como compañera, Milly (Jane Powell), el resto de los hermanos Pontippe proceden al rapto de otras tantas muchachas casaderas. Un trance resuelto con inolvidable gracia, producto de una errónea traducción del original, pero de resultados presumiblemente más felices. Todo un regalito de Reyes para las sorprendidas aunque finalmente resueltas jóvenes. Al fin y al cabo, como Adam le recuerda a Milly, ¡en el este habrían tenido que padecer un inacabable proceso amoroso!
Pero estamos en el oeste, y un ímpetu juvenil y pionero hace que lo improbable e inusitado se convierta en real. Hasta la naturaleza del entorno se muestra a favor de los enamorados secuestradores (que ya conocieron a las chicas previamente), tal y como sucede con esa frontera que delimita el desfiladero, esto es, que separa a los hermanos Pontipee del resto de los habitantes del pueblo. Sin duda, una demarcación que precisa de colonos, ¡en todos los sentidos!
El cuento original que inspiró Siete novias para siete hermanos (Seven brides for seven brothers, MGM, 1954) se tituló The Sobbin’ Women (Las sabinas). Una obra de Stephen Vincent Benet (1898-1943) que fue adaptada por Albert Hackett (1900-1995) y Frances Goodrich (1890-1984), los mismos guionistas de Qué bello es vivir (It’s a wonderful life, Frank Capra, 1946), con la colaboración de Dorothy Kingsley (1909-1997). La historia se sitúa a mediados del siglo XIX, pero los sentimientos, habilidades, pretensiones y anhelos son los mismos que han acompañado al ser humano desde el principio, como ya dejó constancia el propio Plutarco, aún con distinta finalidad.
En este sentido, es modélico el baile en forma de duelo, previo a la construcción de un granero (o de su intento). Un cortejo musical repleto de destrezas e ingenio, en el que resulta fundamental el trabajo de edición de Ralph E. Winters (1909-2004) y la dirección artística de Cedric Gibbons (1893-1960) y Urie McCleary (1905-1980). Así como resultan imprescindibles los estupendos efectos especiales de Arnold Gillespie (1899-1978) y Warren Newcombe (1894-1960) en la secuencia del alud. Todo ello, grácilmente orquestado por un joven pero experimentado Stanley Donen (1924).
Más que un flechazo o amor a primera vista, a Milly le mueve un sentimiento de precursora determinación, de empatía e incluso de gratitud. Una situación no tan elemental como aparenta. Como recuerda la tendera del pueblo (Marjorie Wood), la mejor coyuntura no es la de una mujer sola entre siete montañeses cochambrosos. Pero a Milly la relativa soledad de su nuevo emplazamiento no le molesta hasta el punto de no aceptar el reto. Su ingenuo pero nunca ridículo idilio con Adam nos devuelve la pureza básica del amor, que, como el buen cine es imperecedero, así como la lucha por su mantenimiento, cuando existe la debida voluntad para ello.
Adam es el mayor de los hermanos Pontipee, y sus modales son rudos pero en absoluto irrespetuosos o carentes de sinceridad. En cuanto a Milly, después de que se le caiga el himeneo encima, al darse cuenta de su auténtica situación, sabrá poner orden en la casa y refinar a sus inquilinos, pues su autoridad es siempre respetada. Donen compone, por primera vez en su carrera, los planos en cinemascope, por medio de delicados y expresivos movimientos con la cámara, de un sutil acercamiento o alejamiento, o a través de la grúa y otros desplazamientos laterales, en los que la naturaleza humana y medioambiental se fusiona, pues ambos poseen un valor primordial.
La exteriorización del sentimiento por medio de la coreografía de Michael Kidd (1915-2007), casi siempre contenida y sobria, es ejemplarmente viva y comunicativa. De hecho, a la modestia impuesta por razones presupuestarias, se superponen el buen oficio del productor Jack Cummings (1900-1989), las canciones de Gene de Paul (1919-1988) y las letras de Johnny Mercer (1909-1976), los fondos paisajísticos (ya que la película finalmente se filmó en estudio) de Matthew Yuricich (1923-2012) y la espléndida fotografía en formato ancho de George J. Folsey (1898-1988; si bien, se realizó una segunda versión en el formato habitual).
Así ocurre, por ejemplo, con el transcurrir de las distintas estaciones y de las circunstancias anímicas de las jóvenes casaderas, expresadas por medio de la música. En definitiva, se trata de una sobriedad exultante de talento, honesta y divertida, que es por lo que Siete novias para siete hermanos ha acabado venciendo el paso del tiempo, como toda obra de arte.
Escrito por Javier C. Aguilera
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