A lo largo de nuestra vida, admiramos a personas muy diferentes, comenzando quizás por nuestros padres, por algún familiar, siguiendo con los ídolos usuales que copan televisión y medios de comunicación, después quizás algún artista particular, sea literario, musical o plástico. Hay ocasiones en que esa admiración comparte lazos de amistad y entonces puede surgir una relación única. Una relación de mutua complicidad. Este es el sentimiento que Luis García Montero (1958) desprende con gran facilidad en Mañana no será lo que Dios quiera (2009). En la que fue la primera novela del poeta granadino encontramos narradas la infancia y primera juventud de otro poeta, esta vez asturiano, Ángel González (1925-2008), quien le contó su historia a García Montero, aunque lamentablemente falleció durante la escritura de la obra.
La primera cuestión a la que hacer frente en la lectura de esta obra es catalogarla, si acaso fuera necesario. Estamos ante una novela que entremezcla textos y rasgos de muchos otros formatos o géneros, como el ensayo, con una introducción reflexiva algo tediosa, dado que refuerza de manera continua las mismas ideas valiéndose para ello de un tono poético que estará también presente en el desarrollo.
Obviamente, también es una biografía, al menos parcialmente: solo abarca una determinada etapa vital del protagonista, cortándose de manera abrupta poco antes de adentrare en el mundo poético con Áspero mundo (1956), y hay momentos recreados o ficcionados, aparte del uso de ciertos elementos que recuerdan al realismo mágico, como las voces de los fallecidos interviniendo en la vida cotidiana. Junto a la narración, podemos encontrar tanto fotografías como poemas Ángel González, estos últimos insertos bien con una justificación biográfica, bien con la unión entre los sentimientos del poeta adulto y del niño que el poeta fue.
Por último, es una obra sobre la guerra civil española, dado que gran parte del libro está dedicado a la vivencia del protagonista durante esa etapa de nuestra historia, siendo la que mayor espacio ocupe, y con el recuerdo de otras narraciones sobre la infancia en esa etapa, al estilo de Las bicicletas son para el verano (Fernando Fernán Gómez, 1977), aunque en este caso centrado en Oviedo, con la ocupación ejercida por el coronel Antonio Aranda y el sitio al que fue sometida la ciudad por las fuerzas republicanas, tratando de recuperar el feudo.
Ángel González y Luis García Montero |
Solventada esta cuestión, lo que encontramos en Mañana no será lo que Dios quiera es el retrato de una familia, los González Muñiz, con el foco centrado en el pequeño de la familia, Ángel, el futuro poeta español. Aunque el libro se divide en capítulos que van avanzando cronológicamente, el narrador no dudará en adelantar acontecimientos, hablar de forma general de ciertos acontecimientos o dar cierta personalidad propia a cada capítulo. Así pues, aunque el foco se centra en la infancia de Ángel, también abarca su historia familiar, incluyendo el uso de documentos reales que conforman la carpeta azul, un acierto narrativo que no solo es empleado por credibilidad, sino que también se convertirá en un recurso literario constante, y la intrahistoria de Oviedo.
En los primeros capítulos se trazarán con cierta rapidez la historia de sus padres, sobre todo del pedagogo que fue Pedro González Cano, fallecido cuando Ángel contaba con apenas dieciocho meses. Un hecho trascendental para la familia dado que les obligaría a realizar cambios imprevistos. Debemos señalar en este punto la buena caracterización de cada miembro de la familia, que logran sentirse reales, aún cuando se podría haber caído en clichés: la madre trabajadora y entregada, el hermano estudioso y tranquilo, el hermano más inquieto y combativo, la hermana constante y de carácter más dócil y el rey de la casa, el hermano menor, cuidado por todos. En esos momentos de intimidad y sentimiento, Luis García Montero consigue recrear con acierto y gran sensibilidad, propias de su escritura poética, todas las emociones que quiere causar y recordarnos: la mirada infantil del pequeño Ángel, que particularmente nos ha recordado a los fragmentos que Pérez Galdós (1843-1920) dedica a Luisito en Miau (1888), las ocasiones dramáticas producidas por las muertes cercanas, las discusiones cotidianas o los cambios que se producían en el interior del protagonista conforme crece.
En algunas ocasiones incluso proyecta una reflexión sentimental o emocional que no tiene por qué coincidir con la realidad concreta del niño protagonista, pero que se relaciona con la del niño universal, o incluso con la del hombre. Ahí tenemos, por ejemplo, la descripción de algunas fotografías donde aparte de detallarlas, ofrece una interpretación de sus elementos en relación a los acontecimientos coetáneos de la imagen, aunque en realidad se trate de un análisis emocional propio de un adulto. En definitiva, consigue crear un ambiente cotidiano donde las relaciones de esta particular familia se sienten reales y naturales, hasta propias del lector, alejándose así de la fría biografía objetiva.
Ahora bien, aunque podemos admirar la forma poética que emplea García Montero en numerosas ocasiones, esta puede ralentizar demasiado el ritmo de la narración, sobre todo cuando el autor se empeña en reiterar una misma idea en exceso, tratando no ya de describirla, sino casi de diluirla para que resulte evidente al lector o para que le cause mayor sopor. Este último aspecto no suele ser habitual en toda la novela, incluso podemos considerar que se encuentra concentrado tanto al inicio de la obra como en el tramo final. Precisamente, donde mejor funciona es cuando los hechos narrados necesitan ganar en gravedad y profundidad, sentirse humanos. Por ello, debemos destacar el capítulo que el autor dedica a las víctimas de la guerra, con especial atención a uno de los hermanos de Ángel; una injusticia que cala aún más por la capacidad poética que desprende el texto.
En los primeros capítulos se trazarán con cierta rapidez la historia de sus padres, sobre todo del pedagogo que fue Pedro González Cano, fallecido cuando Ángel contaba con apenas dieciocho meses. Un hecho trascendental para la familia dado que les obligaría a realizar cambios imprevistos. Debemos señalar en este punto la buena caracterización de cada miembro de la familia, que logran sentirse reales, aún cuando se podría haber caído en clichés: la madre trabajadora y entregada, el hermano estudioso y tranquilo, el hermano más inquieto y combativo, la hermana constante y de carácter más dócil y el rey de la casa, el hermano menor, cuidado por todos. En esos momentos de intimidad y sentimiento, Luis García Montero consigue recrear con acierto y gran sensibilidad, propias de su escritura poética, todas las emociones que quiere causar y recordarnos: la mirada infantil del pequeño Ángel, que particularmente nos ha recordado a los fragmentos que Pérez Galdós (1843-1920) dedica a Luisito en Miau (1888), las ocasiones dramáticas producidas por las muertes cercanas, las discusiones cotidianas o los cambios que se producían en el interior del protagonista conforme crece.
En algunas ocasiones incluso proyecta una reflexión sentimental o emocional que no tiene por qué coincidir con la realidad concreta del niño protagonista, pero que se relaciona con la del niño universal, o incluso con la del hombre. Ahí tenemos, por ejemplo, la descripción de algunas fotografías donde aparte de detallarlas, ofrece una interpretación de sus elementos en relación a los acontecimientos coetáneos de la imagen, aunque en realidad se trate de un análisis emocional propio de un adulto. En definitiva, consigue crear un ambiente cotidiano donde las relaciones de esta particular familia se sienten reales y naturales, hasta propias del lector, alejándose así de la fría biografía objetiva.
Ahora bien, aunque podemos admirar la forma poética que emplea García Montero en numerosas ocasiones, esta puede ralentizar demasiado el ritmo de la narración, sobre todo cuando el autor se empeña en reiterar una misma idea en exceso, tratando no ya de describirla, sino casi de diluirla para que resulte evidente al lector o para que le cause mayor sopor. Este último aspecto no suele ser habitual en toda la novela, incluso podemos considerar que se encuentra concentrado tanto al inicio de la obra como en el tramo final. Precisamente, donde mejor funciona es cuando los hechos narrados necesitan ganar en gravedad y profundidad, sentirse humanos. Por ello, debemos destacar el capítulo que el autor dedica a las víctimas de la guerra, con especial atención a uno de los hermanos de Ángel; una injusticia que cala aún más por la capacidad poética que desprende el texto.
Ángel González con su madre María Muñiz y su hermana Maruja (1934) |
Sin duda, lo mejor de la novela es el aspecto humano y personal, un retrato cuidado y cariñoso hacia el protagonista. Lamentablemente, existe una evidente contradicción en la visión que se aporta de las circunstancias de índole más social o política. Por una parte, considero que la más acertada, se aboga por hablar de personas que toman decisiones, que se equivocan o que aciertan, incluso de bandos que hacen acciones que pueden perjudicar a inocentes, sin diferenciar entre buenos y malos. Podemos encontrar, por ejemplo, cómo se transmite tanto la desconfianza o el odio que causan algunos militares como la lástima de la situación de otros, ahí tenemos la historia de Mohamed, o cómo se recuerda con cierta pena a un vecino fallecido de forma casual a pesar de ser falangista. Y, a la par, no se ocultan ninguna de las injusticias cometidas por el bando nacional, ni la depuración sin sentido sufrida por Maruja o la apurada situación de quienes se ocultaban en España de la represión, al estilo de los hombres topo que retrataron otros autores como Francisco Ayala (1906-2009) en La cabeza del cordero (1949) o Alberto Méndez (1941-2004) en Los girasoles ciegos (2004).
Pero por otra parte, no se duda en llegar a conclusiones que anulan lo anterior: parece ser que ejercer una revolución contra el partido que gobierna solo es válido según el color político de los protagonistas, que, en ocasiones necesarias, no existen personas, sino enemigos, que hay ciertos crímenes, como robos de dinero o posesión ilegal de armas, que son justificables o que carecen de importancia para el narrador, que solo los menciona sin juzgar, a diferencia de otras acciones que sí condena, aunque pudieran ser menores en magnitud. Hasta llega la ocasión en que el narrador se permite juzgar como republicano a un hombre que ayuda a los protagonistas con su carreta, aunque no tenga ninguna otra aparición o relevancia en la historia o nada importe su afiliación política para realizar tal acto, mientras que se considera nacional a otro personaje por el mero hecho de ser injusto con los protagonistas; es decir, que adjudica afiliaciones políticas según la bondad o la maldad del personaje en concreto. Este carácter incongruente del narrador resulta llamativo y lastra el buen tono, más medido, crítico y justo, que se logra en la mayor parte de la novela.
Oviedo durante la guerra civil |
Una vez narrados los acontecimientos relativos a la guerra civil y mostrada las consecuencias inmediatas en la familia, el libro dedica sus últimos capítulos al retiro en Páramo de Sil al que se vio obligado Ángel por una tuberculosis. La trama en este punto va decayendo en interés, a pesar de que ahí comienza realmente los primeros intentos poéticos del protagonista. Tampoco colabora en esta circunstancia un cierre abrupto de la acción, sin un clímax como hubiera podido ser la publicación de su primer poemario, sustituido por una escena de carácter más personal, un diálogo entre Ángel y Luis en un presente inventado al finalizar esta obra, donde el protagonismo recae en el narrador.
A pesar de sus defectos, Mañana no será lo que Dios quiera logra erigirse como una novela biográfica con un carácter muy personal, un homenaje poético que, en algunos tramos, va más allá de Ángel González y trata de alcanzar a aquellos niños que sufrieron la guerra civil y mostrar a las familias que no combatían, pero que sufrían la batalla y que sufrieron las consecuencias. La cercanía y el cariño de García Montero con el poeta ovetense resulta evidente en su voz narrativa, que se permite que el poeta le interrumpa, como si dialogasen, para corregir, para detener algún momento o para dar una explicación que matice lo contado. Y así, al final, incluso el protagonista se convierte en una de esas voces vivas que proceden de otro lugar.
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