La literatura hispanoamericana, y más en concreto la argentina, ha encontrado en Jorge Luis Borges (1899-1986) a un referente casi inevitable. Un autor que dedicó su vida al mundo cultural y literario sumergiéndose en obras de todo el planeta, ejerciendo de traductor y escribiendo desde poesía hasta ensayos y relatos, siendo siempre una esponja capaz de absorber toda clase de conocimientos. No cabe duda de que un autor así se podía dar en Argentina, un país que bebe de la tradición europea por no haber podido contar con una base indígena fuerte, algo que afirmó el propio Ernesto Sábato (1911-2011), que señalaba que la cuna de Argentina le quedaba lejos.
Quizás por eso, Borges decidió tomar conciencia de todo lo ajeno y, a la vez, dudar de todo. De esa duda, de esa cantidad de información que manejaba, creaba su literatura. De forma semejante a Julio Cortázar (1914-1984) daba cabida a una realidad fantástica, pero basada en la falta de creencia en la realidad y, por tanto, en una ficción engañosa. En su vida fue capaz de desarrollar con amplitud ideas que en otros textos contradecía, acumulando como un anticuario posturas y tradiciones sin quedarse con ninguna, siendo pura erudición, pero erudición descreída. Una actitud literaria que le acompañaría desde sus inicios hasta el final.
Por ello, es fácil reconocer el espíritu borgiano de Ficciones (1944) o El Aleph (1949) ya en la que fue su primera obra narrativa, Historia universal de la infamia (1935). tras empezar a inclinarse por la prosa después de su etapa más poética y vanguardista. Esta obra recopila ocho historias cortas, la mayoría publicados con anterioridad en la prensa argentina, y Etcétera, una colección de entre cinco y ocho cuentos según la edición. El nexo común de los ocho relatos principales es la narración de un hecho delictivo, muestras ejemplares de delincuentes de los que se agrupan unas pocas escenas vitales. Precisamente, el propio Borges critica en el primer prólogo de la obra algunas de las características usuales de estos relatos, con especial atención a la reducción de la vida de un hombre a unas pocas escenas, además del uso de enumeraciones o de la brusquedad narrativa, esto último relacionado con el esquema formal que rige los siete primeros relatos, con títulos insertos entre los fragmentos, tratando de parcelar la historia. La excepción, aparte de los cuentos que conforman Etcétera, la encontramos en Hombre de la esquina rosada.
Jorge Luis Borges |
De esta forma, cada una de las historias acude a un personaje histórico y recogido a su vez en alguna fuente de autoridad que Borges también recopila al final de la obra, como si estuviéramos ante un estudio real sobre la infamia, en un juego metaliterario semejante al que otros autores han empleado, como Vila-Matas en Historia abreviada de la literatura portátil (1985) o el propio autor argentino en relatos posteriores. En efecto, las obras citadas existen en su mayoría, pero el material original o real es alterado y ficcionado, alterando datos o reelaborando la acción a fin de recrear un relato literario. En este sentido, se reafirma el ideal borgiano de que la literatura juega sobre sí misma, como entre espejos, basándose todo en textos primigenios imposibles de encontrar.
Así pues, se parte de la historia real, ya alterada seguramente por las fuentes a las que acude el escritor argentino, para ser modificadas con una intención literaria. Ahí tenemos, por ejemplo, el supuesto carácter universal de esta historia, que remite a personajes de distintos lugares del mundo. Sin embargo, resulta llamativo que, en realidad, la mayoría se relacionan con un tipo de personaje exótico o cinematográfico. Encontramos desde personajes anglosajones, como el impostor Tom Castro o el cacique Monk Eastman, y, más en concreto, norteamericanos, con vaqueros como Billy el Niño o esclavistas como Lazarus Morell, hasta piratas o samuráis, remitiendo a lo oriental, con Ching o Kotsuké no Suké, incluyendo, finalmente, al mundo árabe, con Hákim de Merv y la mayoría de cuentos de Etcétera. Tan solo Hombre de la esquina rosada remitirá a la propia Argentina.
La viuda Ching, pirata, ilustración de Alberto Breccia (1919-1993) |
Ese exotismo que mencionamos se relaciona bastante con la mención a Robert Louis Stevenson (1850-1894) que hace Borges como influencia en el prólogo, junto a las películas del director austríaco, aunque con carrera en Hollywood, Josef von Sternberg (1894-1969), y los cuentos de Chesterton (1874-1936), quien solía tomar hechos ordinarios para proporcionarles simbolismo. Las muestras sirven a los propósitos de Borges y aunque podrían parecer enciclopédicas, como ya hemos señalado, no son fidedignas, sino que se ficcionan. Una de las características más usuales en los relatos es su ironía, así veremos el sarcasmo hacia fray Bartolomé de las Casas (1474-1566) por proponer traer esclavos negros para sustituir a los indígenas en contraposición con Lazarus Morell, quien prometía la libertad a los esclavos para luego poder revenderlos, o el relato de un impostor que pierde su identidad real incluso en el título, además de perder su brillante futuro por no ser el auténtico cerebro tras su fingida y nueva realidad. En definitiva, el conjunto es una relación de historias desgraciadas, el único fin posible a unos antihéroes que se identificaban claramente con la maldad.
Por otra parte, el relato más peculiar de la obra es Hombre de la esquina rosada, dado que rompe con el esquema impuesto por los demás y se aleja de lo exótico para acercarse al terreno propio del poeta. Con una voz narrativa en primera persona caracterizada por su lenguaje porteño y rural, nos remite al ambiente festivo de una taberna de los suburbios de Buenos Aires, con unos personajes que nos recuerdan a los gauchos, herencia de Martín Fierro (José Hernández, 1872). La narración se detiene a contar el desafío entre dos líderes, mostrando cómo imperaba la ley del más fuerte y el tipo de relaciones machistas que se ejercían con total libertad. Pero a la vez, la muerte está siempre presente y a nadie sorprende tratar con los muertos. En este sentido, podemos relacionarlo con el mundo similar que Juan Rulfo (1917-1986) retrató en El Llano en llamas (1953), aunque en esa ocasión se tratase de México.
Con estos elementos, se nos plantea un relato con final metaliterario, donde, como ya hiciera Cervantes (1547-1616), Borges se introduce a sí mismo hacia el final, otorgándole mayor realismo a lo narrado y un tipo de distancia bastante recurrente en sus relatos posteriores. Además, consigue un giro final que otorga un sentido de venganza al relato y convierte una historia local en un acontecimiento universal al quedar entrelazado con el resto de historias. Después de todo, toda la infamia reunida en este volumen bien podría darse en cualquier lugar y en cualquier época.
El hombre de la esquina rosada II, ilustración de Alberto Breccia (1919-1993) |
Por último, la sección Etcétera remite casi por completo al terreno árabe, prosiguiendo con el ambiente exótico pero alejándose de la infamia de los anteriores relatos. En este caso, se reconstruyen ciertos relatos de origen arábigo, algunos pertenecientes a Las mil y una noches, como es el caso de La cámara de las estatuas o Historia de los dos que soñaron. Estos cuentos suelen tratar elementos esótericos con cierta lección moral, aunque todo barnizado por los intereses del autor argentino, que presta atención a determinados elementos: la máscara, la impostura, el sueño y la premonición, el honor y la burla, la creación artística, la vanidad o las creencias. Ese foco es el que individualiza y personaliza la pieza con respecto al original, no tratándose solo del rescate de un fragmento, sino convirtiéndolo en un nuevo texto.
Quizás la atadura que el propio Borges pone a estos textos le restan valor respecto a otros relatos posteriores y, aunque Historia universal de la infamia ya nos augura la clase de autor ante el que estamos y el que llegaría a ser, no se trata de su mejor obra. Con todo, más allá del juego de tratar de adivinar qué hay de real y qué de ficción en estos textos, o de tratar de buscar todas las referencias o símbolos dejados por el autor argentino, se trata de una lectura bastante interesante que convierte en arte el lado b de nuestra humanidad.
Escrito por Luis J. del Castillo
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