De las presentes narraciones de François-Marie Aronet, apodado Voltaire (1694-1778), que hoy comentamos, Cándido (Candide), Micromegas (ídem) y Zadig (ídem), se desprende que toda suerte es mudable, e incluso cíclica: sus protagonistas se topan con unos personajes a los que conocieron por aparente casualidad y cuyo destino siempre ha variado (para mejor o para peor). Hasta el punto de que el movimiento de dichos personajes marca el ritmo del relato; más pausado en Zadig, casi frenético en Cándido.
A través de un estilo claro y conciso, Voltaire es testigo del paso de la religiosidad monárquica que aún perdura en el siglo XVII a un siglo XVIII ferozmente crítico. Es en estos momentos cuando surge el racionalismo cartesiano, por el que todo es explicable por medio de la razón: lo que en un sentido estricto es cierto, aunque sin dejar de tener hoy en cuenta que tal razón no debe limitar su campo de acción a lo visible y palpable (o a lo que el ser humano ve y palpa) o a una racionalidad que entiende por único y verdadero solo lo axiomático (es decir, lo que nuestra racionalidad, anclada a un tiempo y espacio determinados, resuelve; algo que se ha demostrado ilusorio con cada cambio científico de paradigma).
La aplicación de esta racionalidad obedece a un espíritu reformista, a una razón universal que pretende enderezar todo lo que resulta contrario a ella, como bien recuerda Elena Diego (-) en su espléndida introducción para Cátedra, Letras Universales (1988-2009). No obstante, en el balance de lo positivo destaca el riguroso conocimiento del universo y de otras ciencias relacionadas con el ser humano (como la antropología); al menos, en un periodo de la historia en que esto era bastante necesario. Pero no debemos olvidar que uno de los mayores exponentes de esta tendencia, Isaac Newton (1643-1727), fue un científico que no renegó en absoluto de sus conocimientos independientes o paralelos (fueran alquímicos o astrológicos).
Ciertamente, la ciencia pretendió destituir a las creencias tradicionales (en su más amplio espectro), pero estas poseen un lugar irremplazable que es constitutivo al ser humano, y actualmente no entran en contradicción (salvo para las ideologías más reduccionistas) con el aparato científico-empírico. Por el contrario, el ser humano está sometido a las leyes de la naturaleza, pero también a las de su naturaleza, y esto es más difícil de cuantificar, medir o analizar. Repito lo que he comentado en otras ocasiones: como ciudadanos estudiosos y curiosos del siglo XX-XXI, debemos quedarnos con lo mejor que cada época nos ofrece, tratando de sortear los errores cometidos en el pasado (para lo cual se hace necesario el tener conocimiento de los mismos, desde luego). Un bagaje que incluye lo mejor del racionalismo, tan ineludible y fructífero en su acontecer histórico.
Como Newton, Voltaire representa un puente conciliador entre las posturas del clasicismo y la modernidad (sin que esto quiera decir que lo clásico no participe de la categoría de moderno). Un enfrentamiento cuya reacción acabará desembocando en un Romanticismo igualmente necesario.
De hecho, es un camino arduo pero infatigable el del cosmopolita escritor francés. Y conviene recordar que, para los filósofos de la Ilustración, el interés particular siempre redundaba en un beneficio general (contradiciendo la estulticia con la que muchos tratan de tildar la libertad connatural al individuo de mero individualismo, por el hecho de no querer someterse al yugo de las ideologías más coercitivas que, aún hoy, persisten infatigables distorsionando la realidad). Por el contrario, Voltaire entiende que todo provecho, propio o encaminado hacia el bien común, procede del individuo, y no de ninguna colectividad o institución ideológica. Tan lo sabía que, como muchos de sus personajes, tuvo las luces y el acierto de cambiar su rumbo intelectual primerizo.
Una vez, en 1718, cuando determina que sin independencia económica no puede existir libertad de acción. Y otra, tras un enfrentamiento que le obliga a exiliarse en Inglaterra, en 1726, cuando dicha estancia le abre los ojos en lo intelectual y artístico, traduciéndose en una mayor apreciación del respeto y la tolerancia. Del polemista populista y vocinglero nace así un filósofo, que posteriormente aumentará sus estudios con las disciplinas de la metafísica, la física o la astronomía. Voltaire regresa a Francia en 1728 y obtiene éxito como autor teatral, siendo incluso nombrado académico y poeta oficial de la corte. Tras la muerte de su amiga y protectora Madame du Chatelet (1749), prosigue su andadura vital hasta Prusia, con el rey Federico II (1712-1786), Potsdam, Lorena, Alsacia y Suiza, en busca de seguridad, tranquilidad y libertad (Introducción). Tiempo ha habido de cuestionarse acerca de unos seres humanos incapaces de conocer el fondo de las cosas, sus encarnizados sistemas, o el misterio y finalidad de asuntos como el mal y el dolor.
Una vez, en 1718, cuando determina que sin independencia económica no puede existir libertad de acción. Y otra, tras un enfrentamiento que le obliga a exiliarse en Inglaterra, en 1726, cuando dicha estancia le abre los ojos en lo intelectual y artístico, traduciéndose en una mayor apreciación del respeto y la tolerancia. Del polemista populista y vocinglero nace así un filósofo, que posteriormente aumentará sus estudios con las disciplinas de la metafísica, la física o la astronomía. Voltaire regresa a Francia en 1728 y obtiene éxito como autor teatral, siendo incluso nombrado académico y poeta oficial de la corte. Tras la muerte de su amiga y protectora Madame du Chatelet (1749), prosigue su andadura vital hasta Prusia, con el rey Federico II (1712-1786), Potsdam, Lorena, Alsacia y Suiza, en busca de seguridad, tranquilidad y libertad (Introducción). Tiempo ha habido de cuestionarse acerca de unos seres humanos incapaces de conocer el fondo de las cosas, sus encarnizados sistemas, o el misterio y finalidad de asuntos como el mal y el dolor.
En todo trayecto humano hay momentos de desesperanza o duda, focalizados en las creencias y religiones, la superstición y el fanatismo, pero no necesariamente en la espiritualidad. Como ya advertimos en El asno de oro de Apuleyo (125-180 d.C.), la noble intención de la caricatura debe ser constructiva y obligarnos a leer entre líneas.
Cándido, por Delpatire, Dufranne y Bodanovic |
Como adelantaba, el autor hace gala en todo momento de un estilo escueto pero muy eficaz y literario, que destila la gracia y ternura de toda la evolución de Cándido. Es bastante frecuente que Voltaire emplee el pretérito imperfecto de indicativo (por ejemplo, ayudaba), pasando a continuación al pretérito perfecto (comió) o al presente de indicativo (le golpea) en una misma frase. Y otro elemento filológico fundamental que lo distingue es que los resultados son sumamente entretenidos. Algo así como un naturalismo sardónico que expone la crudeza y la estupidez del hombre.
Sorteando todas estas dificultades, Cándido, al que se había educado para que no juzgara nada por sí mismo (XXV), logrará alcanzar el equilibrio entre la justa bondad y la necesaria capacidad crítica y analítica que determina la independencia. Especialmente sardónico es el implacable retrato de la idiosincrasia gala durante la estancia del personaje en París (XXI y XXII). Y es curioso, como dije, constatar cómo a lo largo de su recorrido europeo y americano, Cándido se reencuentra con personas a las que creía desaparecidas, en lo que casi parece ser un rasgo estilístico; nuevamente, a hombros de lo clásico y lo moderno (sin distinción).
Micromegas, por Frank Paul |
Zadig o el destino, historia oriental (1748) comienza con una epístola del protagonista a una sultana (en realidad, Madame de Pompadour [1721-1764], favorita de Luis XV [1710-1774]), para, a continuación, dar paso al cuento biográfico del joven babilonio que responde a tal nombre.
Se trata de un relato de corte fabulesco pero que, al fin, atrapa de igual modo la esencia de los humanos (las ocasiones de hacer daño se presentan cien veces al día, capítulo El envidioso). Seducido por la reina Astarté, Zadig se ve en la necesidad de huir hasta Egipto, donde tras un breve periodo como esclavo, entra al servicio de un mercader árabe llamado Setoc. Uno de los episodios cruciales lo hallamos en La cena, momento en el que comensales de distintas razas enarbolan sus prejuicios y hacen acopio de sus supersticiones, exponiendo una serie de rasgos culturales tan antitéticos que solo son superados por la posterior búsqueda de un basilisco, al que se atribuyen propiedades sorprendentes o por el tabú que afecta a las consortes reales de ojos azules. Más tarde, en tierras sirias, Zadig entra en contacto con el bandido Argobad. Pero el joven babilonio sigue sintiendo un profundo amor hacia la reina Astarté, con la que finalmente se reencuentra en Siria.
Voltaire, por Daniel Paz |
En efecto, todos estos personajes acaban por reflexionar por sí solos debido a la providencia de sus contingencias y veteranía; y nada tan valioso como esto les es legado. Al fin y al cabo, los hombres hacían mal en juzgar un todo del cual solo percibían una pequeñísima parte (capítulo El ermitaño).
Es este señalado capítulo el más malévolo de todos, en cuanto a un posible determinismo de los acontecimientos (totalmente opuestos al azar). En este sentido, nuestra libertad también podría estar sujeta a un trazado previo. Sin duda, una exposición sorprendentemente avanzada y atenazadora. El mal respondería a un bien que no se nos alcanza. Idea lacerante que es esgrimida por Voltaire sin perder nunca su sentido de la ironía.
Escrito por Javier C. Aguilera
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