Aún de forma bien intencionada, el perjuicio que han hecho y siguen haciendo todos los volúmenes “top-ten” es incalculable. La manía de constreñir la historia del cine, en el caso que nos ocupa, en función de “las mejores películas de tal género” o “las favoritas de fulano” hacen que el incipiente aficionado se encuentre con que existe todo un iceberg cinematográfico cuya base es tan colosal como desconocida. Ello no obsta para que cada uno de nosotros atesore su propia memoria cinéfila.
Al mencionar a la compañía cinematográfica británica Ealing muchos adjetivos se nos vienen a la mente: profesionalidad, modestia, personalidad, inventiva, excentricidad, espíritu innovador. La empresa sostenida por Michael Balcon (1896-1977) pronto se hizo célebre gracias a que sus películas de corte realista conectaban bien con las clases más populares.
Aunque fuera este un realismo pasado por el filtro de lo fabulesco y lo cómico, tan positivista como idealista, al menos en lo que a las comedias, ciertos melodramas y películas de aventuras se refiere, puesto que la producción se completaba con relatos de raigambre bélica y policíaca.
El hombre vestido de blanco (The man in the white suit, General Films-Rank, 1951), producida por Balcon y escrita por el realizador Alexander MacKendrick (1912-1993), John Dighton (1909-1989) y Roger McDougall (1910-1993), según una pieza teatral de este último, es justamente una de sus comedias más empíricas y reflexivas.
Humeantes fábricas y máquinas son la antesala de un paisaje tan externo como interno; concretamente, el de la fábrica textil en la que trabaja Sydney Stratton (Alec Guinness). Pero no lo hace en uno de sus laboratorios, como a él tanto le gustaría, sino como encargado del material, primero, y empleado de almacén después. Claro que esto no ha sido impedimento para que se haya colado de rondón en uno de estos laboratorios y haya instalado allí un artefacto que dificultosamente (los éxitos de los personajes Ealing suelen ser trabajosos) se revelará revolucionario.
En realidad, Stratton es un ingeniero experimental de profesión e inspiración, todo un emprendedor autónomo al que mandamases y el resto de empleados apenas conocen. En efecto, Stratton es apenas visible en la empresa, mucho antes de confeccionar su sorprendente invento: un resplandeciente y duradero tejido, cortesía de los efectos especiales de Sydney Person (-) y Geoffrey Dickinson (1892-1955), que además nunca se ensucia.
Un visionario y concienzudo trabajador que, como otros en su estilo, recibe ayuda tanto de su perseverancia como de la casualidad, y al que, como responsable de una idea literalmente brillante (una brillantez que simboliza la pureza tanto del personaje como del invento), le es arrebatado el descubrimiento. En este caso, tratando de enterrarlo. Sucede que, contra todo cándido pronóstico, los controladores del mercado lo rechazan, al tiempo que los sindicatos, de igual modo que ha venido sucediendo con las “carísimas” energías renovables o los “poco prácticos” coches eléctricos.
Apadrinados por sir John Kierlaw (el recordado Ernest Thesiger), estos custodios del mercado textil puesto en entredicho “entran en pánico” al advertir que se corre el riesgo -desde sus parámetros- de desnivelar la balanza de los mercados. Aunque supuestamente una cosa sea la prosperidad comercial y otra el afán por acumular dinero. Pensando que a Stratton lo retienen para explotar su invento -que es precisamente lo que los industriales pretenden evitar a toda costa-, los obreros de las fábricas amenazan con la huelga y con ese tipo de movilizaciones llamadas pacíficas. En esta coyuntura, el único amigo que tendrá el sufrido inventor será la hija de su jefe, Daphne Brinley (Joan Greenwood). En suma, y abriendo el abanico, se nos plantea la cuestión peliaguda de si, en efecto, todos los avances científicos resultan ser “convenientes”.
Ciertamente, el dinero no significa nada para Stratton. Él pretende salvaguardar en todo momento su genuina independencia en pos de hacer partícipe al resto de la sociedad de sus desvelos; al menos, hasta que la ilusión se descompone a causa de tantas presiones y se acaba difuminando por las industriosas calles fotografiadas por Douglas Slocombe (1913-2016).
En este sentido, El hombre vestido de blanco es una resplandeciente fábula confeccionada a medida de la Ealing, con la hechura de unos imaginativos medios y la simpática sisa de característicos como Michael Gough (1916-2011), empresario y novio de Daphne, o Miles Malleson (1888-1969), que interpreta al atónito sastre que toma las medidas del fenomenal invento.
Escrito por Javier C. Aguilera
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