Cuando nos embarcamos a descubrir una de sus obras basadas en hechos reales, siempre debemos plantearnos si existe un auténtico interés por conocer no solo esa historia, sino también si merecerá la pena el enfoque que le haya otorgado quien la traslada, ya sea a texto o a pantalla.
Algunas de estas historias no pasan de lo anecdótico, otras se entremezclan con unas circunstancias sociales e históricas que resultan atractivas, aumentando tal atracción si los protagonistas se relacionan con esos hechos, aparte de, por supuesto, los personajes determinantes en ciertos sucesos célebres o históricos así como el habitual biopic. Determinando mejor el tipo de obra ante la que nos encontramos hoy, debemos referirnos a todas aquellas que hablan de un viaje hacia el estrellato, el descubrimiento de un don que cambiará para siempre la vida del protagonista. Un tipo de obra que puede caer de manera fácil en tópicos usuales.
La situación que se vive en el conflicto palestino-israelí es bastante compleja, por lo que es necesario en primer lugar señalar que no hablaremos aquí de ello más allá de lo que nos permite la propia película que reseñamos: Idol (2015).
Partimos de este comentario porque la obra pertenece al director palestino Hany Abu-Assad (1961) y se ambiente en Gaza, lo que nos puede llevar a caer en discusiones más relacionadas con la realidad que con el análisis cinematográfico. Sobre todo porque Abu-Assad ha tratado en anteriores ocasiones temáticas relativas al conflicto con gran aceptación de público y crítica, por ejemplo, con Paradise Now (2006).
Algunas de estas historias no pasan de lo anecdótico, otras se entremezclan con unas circunstancias sociales e históricas que resultan atractivas, aumentando tal atracción si los protagonistas se relacionan con esos hechos, aparte de, por supuesto, los personajes determinantes en ciertos sucesos célebres o históricos así como el habitual biopic. Determinando mejor el tipo de obra ante la que nos encontramos hoy, debemos referirnos a todas aquellas que hablan de un viaje hacia el estrellato, el descubrimiento de un don que cambiará para siempre la vida del protagonista. Un tipo de obra que puede caer de manera fácil en tópicos usuales.
La situación que se vive en el conflicto palestino-israelí es bastante compleja, por lo que es necesario en primer lugar señalar que no hablaremos aquí de ello más allá de lo que nos permite la propia película que reseñamos: Idol (2015).
Partimos de este comentario porque la obra pertenece al director palestino Hany Abu-Assad (1961) y se ambiente en Gaza, lo que nos puede llevar a caer en discusiones más relacionadas con la realidad que con el análisis cinematográfico. Sobre todo porque Abu-Assad ha tratado en anteriores ocasiones temáticas relativas al conflicto con gran aceptación de público y crítica, por ejemplo, con Paradise Now (2006).
El argumento remite a una versión alterada de la vida de Mohammed Assaf, habitante de Gaza que ganó el programa Arab Idol celebrado en Egipto en 2013 tras haberse dedicado a cantar en bodas. No obstante, Idol diverge en dos momentos vitales clave que, a su vez, bifurcan la propia película en dos historias distintas tanto en tono como en resultado. Por una parte, en 2005 vemos la infancia de Assaf con sus primeros pasos en el mundo de la música gracias a la banda que creó junto a su hermana Nour y dos amigos. Por otra parte, viajamos a 2012 donde encontramos a un Assaf ya adulto tratando de triunfar en la música a través de programas televisivos, para lo que tendrá que huir de Gaza y llegar a Egipto para concursar en Arab Idol. Dos tramas bien distintas.
La primera nos remite a las aventuras de la infancia que viven en un ambiente que no acaban por comprender. Historias de amistad con bicicletas, pequeños trabajos, objetivos comunes y momentos de compañerismo así como de rencillas. Hay secuencias que saben fusionar ambas realidades, como el momento en que los niños viajan en bicicleta junto a las vallas que determinan el territorio permitido, aquel en el que pueden seguir jugando, o cuando deciden negociar con un contrabandista, ignorando el peligro que les rodea dentro de la burbuja de la infancia. Si bien es cierto que existe una falta de profesionalidad del reparto, algo evidente en los niños, se logra cierta entereza en este primer tramo gracias a estos contrastes y a un drama íntimo en mitad de un drama social que no se muestra de forma directa.
En este sentido, podemos ya adelantar que no existe una reflexión auténtica sobre lo que acontece en Gaza, dado que el retrato de la situación es tanto blando como ineficaz; aunque seguramente no era la intención del director centrarse en el apartado social, le resta importancia a las acciones posteriores de su protagonista como portador de esperanza. Con todo, no está exento de crítica, por ejemplo, al adoctrinamiento religioso de carácter radical con uno de los amigos del protagonista o también gracias al cautivador personaje de Nour, que sirve para reflejar la desigualdad de la mujer ante el rol a desempeñar en la sociedad. El empeño e ímpetu de este personaje se contrapone a la conformidad y casi desgana de Mohammed, dado que ella reconoce en su hermano el talento. No obstante, llegado el momento dramático de esta primera parte, los sueños y las ilusiones se comienzan a desvanecer. Como también empieza el declive de la película.
De la historia que antes parecía intuir un laberinto de emociones, nos encontramos en 2012 con un personaje hastiado de su realidad y anodino para el espectador. Mohammed, reconvertido en taxista, no prospera en el mundo de la música limitado por su situación en Gaza. A su vez, la fuerza y convicción de Nour, desvanecida en esta segunda parte, provoca que toda la aventura del protagonista por llegar a Arab Idol esté invadida no solo de previsibilidad, sino también de cierto desinterés. No notamos ánimo en el protagonista por alcanzar su meta sino como algo secundario a huir de donde está, por lo que conforme avance en la dirección de convertirse en un icono, más irreal nos parecerá el tramo final. Precisamente, el ritmo vertiginoso de las últimas secuencias, donde se entremezclan y acumulan temas como la presión mediática, la unión fraternal árabe o hasta una subtrama romántica, rompe con la construcción meditada de la primera parte, sintiendo que no existe una conclusión decente.
A todo ello debemos añadir la distancia que existe entre la música occidental y la música árabe. Salvo que entendamos ese tipo de música, debemos afrontar el problema de no conectar emocionalmente en ese terreno, vital en una película sobre un cantante. También hubiera colaborado en esta cuestión la decisión de subtitular las canciones, lo que, aunque no acabaría con la distancia cultural, nos ayudaría a comprender el contenido de las canciones del protagonista. A su vez, resulta curiosa la decisión de haber traducido con el término Dios al Alá que deberían mencionar los personajes por su religión o la adopción de ciertas expresiones que deberían haberse adaptado a su contexto real.
Escrito por Luis J. del Castillo
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