En el ser humano hay espacio para el peor acto de maldad y para el mejor acto de bondad. La cara y la cruz del ser humano se presenta en las formas más inesperadas y nos golpea de forma constante, tanto para bien como para mal. Con el tiempo, nos hemos ido acostumbrando a las malas noticias, a lo desagradable, a una brutalidad que aceptamos con normalidad. Y así nos rodean las historias de asesinatos, guerras y demás locuras ejercidas por la mano de una persona igual que nosotros. Nos podemos hacer los sorprendidos, pero al cabo de los días tan solo será una página más del periódico que tirar. Como la acción anónima de quienes deciden actuar en favor de los demás.
En fechas navideñas resulta sencillo envolvernos de cierta calidez sustraída de la nostalgia de una época más inocente de nuestra vida y del deseo de recrearlo con quienes nos rodean. También parece convertirse en el momento propicio para querer un cambio de rumbo en la vida, de cara al año que está por nacer. Una ocasión idónea para realizar examen de conciencia, repasar nuestro pasado para evitar repetir en el futuro los mismos errores. Y tratar a la vez de conseguir algún acto que nos reconforte como tan solo lo hacen las buenas acciones.
Quizás por todo ello, y a pesar de las excepciones existentes, la Navidad es también un buen terreno para la ficción tierna, conmovedora y catártica. Para los cuentos con los que reconfortarnos de toda la crueldad que ha hecho mella en nosotros a lo largo del año, aún cuando creemos que la ignoramos.
En fechas navideñas resulta sencillo envolvernos de cierta calidez sustraída de la nostalgia de una época más inocente de nuestra vida y del deseo de recrearlo con quienes nos rodean. También parece convertirse en el momento propicio para querer un cambio de rumbo en la vida, de cara al año que está por nacer. Una ocasión idónea para realizar examen de conciencia, repasar nuestro pasado para evitar repetir en el futuro los mismos errores. Y tratar a la vez de conseguir algún acto que nos reconforte como tan solo lo hacen las buenas acciones.
Quizás por todo ello, y a pesar de las excepciones existentes, la Navidad es también un buen terreno para la ficción tierna, conmovedora y catártica. Para los cuentos con los que reconfortarnos de toda la crueldad que ha hecho mella en nosotros a lo largo del año, aún cuando creemos que la ignoramos.
El malogrado Satoshi Kon (1963-2010), cuya trayectoria vital y profesional fue cercenada por un cáncer de páncreas, dejó en sus últimas palabras publicadas una única mención a una de sus películas y era, precisamente, la que hoy comentamos: Tokyo Godfathers (2003). Acertaba a mencionar el director que en la vida no parecen producirse milagros tan casuales como los que acontecen en la trama, pero que, por su propia experiencia, incluso en nuestra realidad hay espacio para esas maravillosas coincidencias. Este hecho resulta curioso, dado que en la carrera de Kon, esta obra se podría considerar una pieza menor al compararlas con la complejidad de otras películas como Perfect Blue (1997) o Paprika (2006). Incluso que seguramente sea la menos personal, a pesar de basarse en una de sus historias y haber coescrito el guion con Keiko Nobumoto, dado que no estuvo solo en la dirección, sino que compartió ese puesto con Shôgo Furuya, habitual animador de Ghibli cuya incursión como codirector en esta cinta ha sido la única de su carrera hasta el momento.
Viajamos hasta una Navidad indeterminada en Tokio, que empieza a estar cubierta por la nieve. Allí conoceremos a tres vagabundos que conforman un peculiar grupo: el gruñón Gin, un hombre adusto, con demasiado gusto por el alcohol, pero de buen corazón, el travesti Hana, dada a los excesos dramáticos y con ilusiones maternales truncadas, y la adolescente Miyuki, que huyó de su hogar y mantiene una actitud incrédula y poco afectiva. Los tres malviven como pueden, recibiendo ayuda de asociaciones religiosas, como se nos muestra en el prólogo con una organización cristiana, o rebuscando en la basura. Será en una de esas incursiones, mientras discuten entre ellos, cuando descubran a un bebé abandonado. Tras debatir la situación, los tres emprenderán la búsqueda de sus padres, una búsqueda que les llevará también a desvelarse a sí mismos.
El argumento nos puede recordar a Tres padrinos (John Ford, 1948), aunque si bien hay quien ha observado esta relación, considerándola casi como una adaptación, ambas obras tienen un carácter personal e independiente, a pesar de sus semejanzas. Precisamente, Tokyo Godfathers sabe erigirse como un cuento navideño al estilo de algunas obras reconocibles bajo este género, como Qué bello es vivir (Frank Capra, 1946). El hecho que origina la trama es considerado desde el inicio por los personajes como un crimen horrendo, el abandono de una vida inocente a la muerte. Uno de esos acontecimientos que encabezan ocasionalmente el telediario y que nos sobrecoge y sorprende siempre. Y aunque lo lógico, como se remarca en varias ocasiones a lo largo de la película, hubiera sido acudir a la policía, nuestros protagonistas deciden buscar una respuesta a la pregunta clave: ¿por qué?
Esa será la pregunta que sobrevuela toda la narración. No debemos olvidar que estamos ante tres vagabundos que representan por sí mismos motivos de rechazo para la sociedad, como también se encargarán de recordarnos ciertas escenas, incluyendo las llamadas de atención por su mal olor. La cuestión será descubrir cómo acabaron así y enfrentarse por tanto a su pasado como no lo habían hecho antes, todo a raíz de una decisión que altera sus vidas cotidianas. Las casualidades también se prestarán para que se produzcan los reencuentros necesarios, incluyendo actos sorprendentes de los que logran salir ilesos, como un atentado contra un miembro de la yakuza, un camión estrellándose en una tienda o una alocada persecución por la ciudad que aumenta la emoción y la intensidad del último tramo.
No obstante, la calidad de Tokyo Godfathers no reside tanto en lo que podríamos esperar de cualquier cuento navideño, como el examen de conciencia, la buena suerte o el final redentor, sino también en cómo muestra las relaciones de sus personajes y el otro lado de la sociedad que esperábamos ver, un lado oscuro, de rechazo y hasta de violencia sin sentido. En este sentido, no hay polarización entre buenos y malos, sino personas que se equivocan, pero que tienen la oportunidad de rectificar. El mejor ejemplo de ello será Gin, que comenzará tratando de exponer una versión trágica de su vida para engañar a Hana, pero en el fondo para tratar de salvarse, de evitar recordar que tomó decisiones que le llevaron a la autodestrucción.
El momento determinante será cuando se enfrente a una representación de su futuro, como si acaso se hubiera encontrado con el fantasma de las navidades futuras de la célebre obra de Dickens. Por su parte, la actitud melodramática de Hana le sirve para ocultar sus verdaderos sentimientos, sentimientos que no requieren de exageración, sino de intimidad. Por último, Miyuki se enfrentará de forma continua a lo que significan las relaciones entre padres e hijos, no solo en lo que significa ser una hija y sentirse defraudada por su padre, sino también en lo que significa el amor hacia la descendencia, a pesar de cualquier diferencia. Los tres se convierten en los sorprendentes héroes de una historia que atraviesa momentos poco creíbles, pero que entran dentro de la lógica de los milagros que no comprendemos. Y que hasta nos hacen sonreír por su candidez.
Aunque el dibujo no resulte tan agradable como resultan, por ejemplo, las películas del estudio Ghibli, siendo en este sentido más cercano al de Akira (Katsuhiro Otomo, 1988), no le falta calidad; al contrario, brilla en este apartado. Para empezar, la recreación de la ciudad de Tokio es sorprendente, sabiendo no solo mostrarnos su paisaje urbano, sino también sus diferentes ambientes vitales. Por otra parte, la expresividad de sus personajes, que pueden llegar a resultar grotescos sobre todo en el caso de Hana, pero que logra adaptar a la perfección aquello que quieren transmitir en cada momento.
En conclusión, un viaje que pretende regocijarnos, pero sin ocultarnos los lados más ásperos de nuestro mundo. Se erige así como un prisma de posibilidades con el que es casi imposible no llegar a sentir cierta empatía. Uno de esos cuentos para adultos ideales para esta época que, sin llegar a buscar la trascendencia o la profundidad de otras obras, optan a quedarse como un referente en su género y en nuestra memoria.
Escrito por Luis J. del Castillo
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