Resulta llamativo el hecho de que casi todos los personajes principales de Imitación a la vida (Imitation of Life, Universal, 1959) posean un prejuicio. Más grave en unos casos que en otros, pero como fiel reflejo de la vida misma. Además, no deja de parecer cosa de la predestinación el que dos personas que han de influenciarse mutuamente se conozcan por casualidad; en este caso, en una populosa playa, entre un continuo trasiego de gente. Ellas son Lora Meredith (Lana Turner) y Annie Johnson (Juanita Moore), que tratan de localizar a sus respectivas hijas, extraviadas entre una multitud que, sin duda, porta sus propios problemas personales. Metafóricamente o no, las niñas están perdidas para las madres.
Se da la circunstancia de que Annie es una mujer de color cuya hija puede pasar por mulata o, como ella asegura abiertamente, por blanca, lo que constituye uno de los ejes centrales del drama (todos recordamos el caso de algún célebre cantante a este respecto: la vida imitando al arte). Ya existía una versión anterior de la novela de Fannie Hurst (1889-1968), dirigida por John M. Stahl (1886-1950), y más correctamente traducida del original al español como Imitación de la vida (Imitation of Life, Universal, 1934).
En la presente, somos testigos de cómo se va conformando una familia que, estructuralmente, no es la convencional. Estamos en el año 1947 y tanto Annie como Lora buscan un empleo. Ambas comparten, así mismo, la ausencia del marido. De la primera, sabemos que la abandonó antes de que la niña naciera, y de la segunda, que es viuda (probablemente, como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial; Lora solo comenta que su esposo fue un director teatral), y que pretende ser actriz de teatro por encima de todo (salvo de su dignidad; otros sacrificios sobrevendrán). Tiene cierta prisa en ello, pues se comenta que ha empezado con algunos años de retraso; justamente desde que enviudó.
En la presente, somos testigos de cómo se va conformando una familia que, estructuralmente, no es la convencional. Estamos en el año 1947 y tanto Annie como Lora buscan un empleo. Ambas comparten, así mismo, la ausencia del marido. De la primera, sabemos que la abandonó antes de que la niña naciera, y de la segunda, que es viuda (probablemente, como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial; Lora solo comenta que su esposo fue un director teatral), y que pretende ser actriz de teatro por encima de todo (salvo de su dignidad; otros sacrificios sobrevendrán). Tiene cierta prisa en ello, pues se comenta que ha empezado con algunos años de retraso; justamente desde que enviudó.
Ya en estos primeros momentos se vislumbran los crecientes riesgos: la hija de Annie, Sarah Jane, rechaza la muñeca de color que le ofrece Susie Meredith (los personajes están interpretados, respectivamente y en distintas fases de la vida, por Karin Dicker - Susan Kohner, y Terry Burnham - Sandra Dee). De igual modo, el fotógrafo Steve Archer (John Gavin), pretende a Lora como si fuera un agente artístico, con exclusividad. Al mundo de la búsqueda de empleo se suma el mundillo de las imposiciones en las potenciales relaciones de pareja y el inframundo de los representantes que tratan de aprovecharse de las aspirantes; de esa necesidad de hallar un trabajo.
Ahora han transcurrido once años, la acción pasa a situarse en 1958, pero eso no significa que los problemas e idiosincrasias de los personajes hayan disminuido, al contrario. Las chicas se hallan en plena adolescencia y Lora ha debido hacer frente al narcisismo de algunos autores (en este caso teatrales, pero es extrapolable), junto a otras concesiones que lleva parejas la ambición, una vez ha alcanzado el éxito. El dramaturgo David Edwards (Dan O’Herlihy) lo deja claro desde el principio cuando señala, aún desde el sarcasmo, que siempre me enamoro de mis actrices. Por su parte, Lora, que sí acabó por entregarse a David, lo hizo con conocimiento de causa. Los personajes de Imitación a la vida son reales, para lo bueno y para lo malo.
Y por mor a ese realismo, llegarán otras etapas del camino, como la que hace que Lora trate de avanzar en su carrera olvidando a quienes la auparon (Edwards); o más adelante, la que supone la constatación de que hay algo que no te da el éxito. Lora no lo termina de concretar en un primer momento, aunque intuye de qué se trata antes de obtener la confirmación por boca de su hija. Son estos los primeros síntomas de la madurez que proporcionan los años. En este sentido, no falta un solo “tópico”: Edwards, al igual que Steve, desea monopolizar a la actriz, aunque a diferencia de este, para su trabajo; Susie se encapricha del referido y volátil Steve, al novio de Sarah (Troy Donahue) se le va la mano con los prejuicios raciales, y esta última acaba renegando de su propia sangre.
Por otro lado, el personaje más íntegro (aunque no perfecto), Annie, piensa que el casamiento y la muerte son los grandes acontecimientos de la vida. Para una persona de sus creencias (baptistas), supone una fuerte impresión la contemplación de la hija en un tugurio llamado Harry’s Bar. Pese a todo, la segunda vez que esto sucede, esta vez en un local de variedades de Los Ángeles, la sufrida Annie procederá de otra manera. Solo desea la felicidad de la hija, aunque esto suponga tener que renunciar en público a su condición de madre.
El caso es que, con la edad y los reveses, todos aprenden, como se suele decir, una lección: Susie sufre el primer desengaño, Steve parece aceptar -mal que le pese- la profesión de la persona a la que ama (sin que eso signifique que la relación se haya allanado por completo), Lora prioriza sus intereses familiares y profesionales, Annie da autonomía a la deriva emocional de su hija y Sarah comienza a “gestionar” su odio y egoísmo; en definitiva, a comprender la raíz de su dolor en una sociedad que se haya dramáticamente polarizada en la cuestión racial (no es el mundo de los estados del sur el mismo que el del bullicioso Nueva York). Claro que esta madurez no llegará a tiempo a todos ellos. El (relativo) fracaso de ambas madres estriba, precisamente, en que descubren que han dado todo a sus hijas. Lo propio de quien ha debido soportar grandes privaciones.
Comenta el realizador Douglas Sirk (1897-1987) en el esclarecedor libro de entrevistas de Jon Halliday (1939), Douglas Sirk por Douglas Sirk (1971; Fundamentos, 1973; Paidós, 2002) que la imitación de la vida no es la vida real. La vida de Lana Turner es una imitación muy barata. La chica (Susan Kohner) elige la imitación en lugar de ser una negra. La película es una obra de crítica social, tanto de los blancos como de los negros. No puedes escapar a lo que eres. Añade muy certeramente que en Imitación a la vida no crees en el final feliz, y no se pretende realmente que lo hagas (pgs, 179-180).
Fue la última película de Sirk, por decisión propia. Una retirada algo temprana, aunque como él mismo recordaba, a veces pensaba en regresar por el placer de estar de nuevo en el plató, llevar las riendas de una película, luchar contra las circunstancias y las historias imposibles; esa extraña fascinación de sueños soñados por cámaras y hombres (pg. 185).
Debemos anotar finalmente la actuación de la gran cantante Mahalia Jackson (1911-1972), que de forma (in)directa nos retrotrae al contenido de la magistral pieza de Duke Ellington (1899-1974), Black, Brown and Beige (1958), testimonio de aquellos duros años para buena parte de la población de color norteamericana.
Escrito por Javier C. Aguilera
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