Lo cierto es que el mundo amoroso está muy mal repartido. Por eso, dormidos o despiertos, todos soñamos con amores imposibles, consumados, anhelados o pasados (aunque no superados).
En Los límites de la interpretación (1990; Lumen, 1992), Umberto Eco (1932-2016) nos recordaba que cuando llegamos a comprender el destino de los protagonistas literarios, comenzamos a sospechar el nuestro, ya que pensamos la realidad como dichos protagonistas piensan la suya. La narración sugiere que quizá nuestra visión del mundo actual es tan imperfecta como la de los personajes narrativos. He aquí porque estos se convierten en espejos supremos de la “real” condición humana (pg. 227; las comillas son mías). Y es ahí donde el lenguaje entronca con esa otra zona oculta y mágica, que de ordinario se nos escapa pero que para muchos de nosotros es preciso desentrañar para poder trascender un sin número de circunstancias. Al fin y al cabo, ¿cómo inciden los seres del bosque en nuestras vidas o en nuestros sueños?
El caso es que Hermia reclama no ya el derecho de amar libremente, sino el de mirar por sí misma. Al hacerlo así, la pena para tal desobediencia, según la ley de Atenas, es el eterno celibato o una condena a muerte. Cruel ley que los jóvenes amantes pretenden que no ha de darles alcance en el bosque cercano a la polis. De este modo, queda establecido dicho espacio como un lugar casi sagrado. Solo este entorno mágico hará posible evitar la desdicha de tener que elegir por los ojos de otro. Pero antes de su partida hacia bosque aparece Helena, la muchacha que ha sido rechazada por Demetrio, y a la cual Hermia y Lisandro hacen participe de sus planes. Precisamente, es Helena el personaje que nos proporciona el parlamento más maduro y conmovedor acerca del sufrimiento amoroso.
A estos personajes “de carne y hueso” se suma la parte festiva de los menestrales, que ensayan y representan una obra de teatro dentro de la misma obra. Una función que es, así mismo, burla y tragedia. Razón por la que la parte “real” de este Sueño de una noche de verano transcurre a dos tiempos que se van alternando, el noble y el plebeyo. Dos segmentos terrenales, puesto que los mágicos son muchos más y se entrecruzan de continuo en el espacio escénico del bosque. En él habitan los inmateriales reyes de las hadas Oberón y Titania, que también están atravesando una crisis de pareja (prefieren la compañía de otros), así como el zumbón y chacotero duende Puck (también conocido por Robin), al que Oberón solicita que elabore una serie de conjuros florales, con las consecuencias que todos hemos de temer.
El alma enamorada queda así sometida al capricho de la parte mágica de la naturaleza, lo que es contemplado como un sueño muy vívido por parte de los mortales. Ambos aspectos, amoroso y mágico, se sitúan más allá del cuerpo. Por lo tanto, y siguiendo con las dualidades que se nos proponen en la obra, dos naturalezas (la de los humanos y la de los habitantes del bosque) que cohabitan en dos espacios (el “real” y el forestal). Ambos planos se erigen en el escenario donde se desarrollan los juegos y engaños de todos los seres que habitan los planos de la Tierra, los visibles y los invisibles.
William Shakespeare |
No es la única edición que presenta esta característica exegética, pero en cualquier caso, con ello se denota que no se trata de ningún sueño en concreto (el sueño), sino uno de tantos; es decir, que nos hallamos ante una de las posibles interpretaciones de ese mundo mágico. El otro factor lo polariza el ser humano, con su eterna carga de pesar, envidia, remordimiento, plenitud, insatisfacción, etc. Finalmente, Egeo habrá de acomodar su voluntad a la de Teseo.
Hermia y Lisandro (1870), de John Simmons |
Aquí el bosque se muestra como un ente orgánico, poblado por todo tipo de animalitos, que poco a poco queda envuelto por la niebla. Y pese a la inconcreción de los trajes de época, que oscilan entre lo ateniense y lo renacentista, sobresale el extraordinario disfraz de rucio que porta Rueca (el pletórico James Cagney), el despertar de Puck entre la hojarasca (el personaje es sostenido admirablemente por un fantástico Mickey Rooney) y una secuencia de apertura en la que, a modo de un musical, se expresan los sentimientos y adversidades amorosas a través de los rostros y los gestos.
Por su parte, El sueño de una noche de verano (Midsummer Night’s Dream, Fox), de 1999, traslada la acción de la obra de la Atenas clásica a una población campestre y centroeuropea del siglo XIX. El problema es que el verso del XVI no casa bien con las imágenes decimonónicas (ni siquiera con las bicicletas). Pese a todo, tiene esta versión dirigida por Michael Hoffman (1956) la habilidad de conferir dinamismo y gracia a la representación de los artesanos que acontece en el quinto acto (el más flojo y prescindible de la obra). Además, destaca el contraste visual que se produce entre ambos bosques, el soñado y el real, junto con algunas breves escenas de transición, generalmente a cargo del personaje de Rueca (un magnífico Kevin Kline), carentes de diálogo pero muy expresivas y bien insertadas.
Sigo pensando, pese a todo, que la lectura más gozosa de la obra es la que proporcionó Woody Allen (1935) en su minusvalorada pero notable La comedia sexual de una noche de verano (Midsummer Night’s Sex Comedy, Orion-Warner, 1982).
Escrito por Javier C. Aguilera
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