Como la Rebeca de Daphne du Maurier (1907-1989), la Eloísa imaginada por el dramaturgo Enrique Jardiel Poncela (1901-1952), no hace “acto de presencia” en su obra Eloísa está debajo de un almendro (1940) y, sin embargo, el personaje se las compone para estar presente a lo largo de la misma, además de para poner título a la comedia. Su efigie intemporal hace que, pese a no figurar físicamente en escena, sea una de las protagonistas principales, sobre la cual giran todos los demás, aún sin saberlo.
En sus deliciosas parodias sobre Sherlock Holmes, Jardiel Poncela trató de aclimatar el racionalismo britano al ambiente y enjundia castellanos. Y como bien recuerda Enrique Gallud Jardiel (1958), en Jardiel, la risa inteligente (Editorial Doce Robles, 2014), el escritor presenta una relación totalmente nueva entre el autor y el lector, que hoy podríamos calificar de interactiva (pg. 157); por lo que, lo interesante de esta técnica estriba en su poder psicológico sobre dicho lector (168). También ¡Haz reír, haz reír! (Renacimiento, 2015), de Víctor Olmos (1935-), ha abundado recientemente en la vida y la obra del comediógrafo español.
Eloísa está debajo de un almendro (Cifesa, 1943) está basada en la obra teatral de Enrique Jardiel Poncela, para cuya adaptación el dramaturgo se hizo cargo de los diálogos (de forma no acreditada). La vuelta al hogar del enérgico pero imaginativo Fernando (Rafael Durán) pone en funcionamiento un mecanismo, inherentemente humano, de sobreentendidos y pleonasmos; juegos que alcanzan no solo al lenguaje, sino también a la imagen (teatral y cinematográfica), y en los que intervienen el tío de Fernando, Ezequiel (Alberto Romea), y la familia Briones al completo, encabezada por la tía Clotilde (Guadalupe Muñoz Sampedro), hermana de la desaparecida Eloísa, y por Edgardo (Juan Espantaleón), capaz de viajar sin salir de casa, al estilo de quien lee un buen libro u obra de teatro.
Una carta del padre fallecido pone patas arriba la reglada existencia de Fernando, recién graduado en leyes, ya que como comenta su tío Ezequiel, “es de familia estar algo desquiciadillo”. Circunstancia de la que participa la mencionada familia Briones, a la que pertenece Mariana (Amparo Rivelles), hija de Edgardo y la “viva imagen” de la que fuera el gran amor del padre del joven.
Parte de la trama se sitúa en un enclave extraordinario, un castillo perdido en plena provincia de Madrid. Una presencia espectral más, que nos retrotrae al escenario propuesto por Edgar Neville (1899-1967) en su inmediatamente posterior y magistral La torre de los siete jorobados (España Films, 1944).
Buen conocedor del medio, Rafael Gil (1913-1986) emplea los elementos del lenguaje cinematográfico para traducir a imágenes el teatral. Como el montaje o el empleo del plano-contraplano, la cámara fija, el desplazamiento lateral o travelling, las grúas o la elipsis; por ejemplo, cuando las hojas de un calendario sobrevuelan la imagen haciendo notar, no solo el paso del tiempo, sino también el cambio de humor de los protagonistas. Entre el equipo de técnicos, destacan profesionales como José Antonio Nieves Conde (1915-2006), aquí ayudante de dirección; Alfredo Fraile (1912-1994) encargado de la fotografía, el músico Juan Quintero (1903-1980) y el excelente decorador Enrique Alarcón (1917-1995).
El sentido del humor de Jardiel procuró siempre trazar su propia vía, pero solapándose con la tradición -al menos, con la vertiente menos anquilosada-, más que apartándose de ella. Y es que, con demasiada ligereza se cae en una serie de tópicos o clichés al clasificar su obra, pues que esta se las ingeniara para trascender una época no significa, necesariamente, que estuviera al margen de ella. Como si en su condición de “adelantadas”, las creaciones de Jardiel no hubiesen supuesto ningún éxito de público; lo que, pese a esporádicos tropiezos, no es cierto. Y es que otra cosa han sido las impresiones de determinada crítica española, ésta sí eternamente quisquillosa; y ahí nos estaríamos acercando más a la realidad de los hechos.
De este modo, el comediógrafo parte en todo momento de lo mejor de una tradición, a menudo despreciada con ideológica displicencia, para aportar su propio ingenio; esto es, una nueva forma de observar la realidad.
Por tanto, adelantado sí, pero desapegado en modo alguno. Incluso como precursor de un nuevo estilo adyacente, reinventor de alegres dobleces lingüísticos, Jardiel formó parte de una generación que eclosionó sin necesidad -gran virtud- de desprenderse de una personalidad propia o un patrimonio común. Lo inverosímil, lo sorpresivo -más que lo “irreal”-, lo fantástico y el suspense, forman parte de ese gracejo y personalidad que contemplaron la vulgaridad de la humanidad subvirtiéndola, redecorándola.
Toda una carpintería teatral de elegante y desbocado ambiente aristocrático, además de sano cinismo, a la que, por desgracia, sigue sin ayudar mucho la impostada pose de algunos actores, cuyas formas de abordar piezas de estas características se circunscribe a no parar de gesticular o dar voces. Afectaciones evitadas en todo momento por la profesionalidad y simpático dinamismo de los intérpretes que dan fuste a la referida versión cinematográfica, entre los que se cuentan, junto a los ya mencionados, Mary Delgado (1916-1984), como la esquiva y desconcertante Julia, hermana de Mariana; Ana de Siria (c.1885-1951), como la imponente tía Micaela Briones; Angelita Navalón (-), en el papel de la criada Práxedes; Juan Calvo (1892-1962) y Joaquín Roa (1895-1981), encarnando a los criados Leoncio y Fermín, respectivamente; Emilio Ruíz (-), haciendo lo propio con un comisario, y José Prada (1891-1983), interpretando a Dimas, el incógnito marido de Julia. Sin olvidar la simpática presencia de Enrique Herreros (1903-1977), como un acomodador de cine. Un desparpajo que se traslada a una imagen que, a su vez, sabe cómo proporcionar un endiablado ritmo al argumento.
De este modo, Rafael Gil participa de esa modernización de la escena, al transferir las virtudes de la obra teatral a la película. No en vano, también es obligación de cualquier artista que así lo desee, volver a hacer soñar y, como el propio Jardiel Poncela recordaba, ¿por qué contemplar en escena una realidad que vemos en la calle todos los días?
Muchas veces, esta capacidad fabulesca ha sido menospreciada por los adalides de lo sociológico (y pienso en determinados críticos contemporáneos o en los censores –pasados o presentes-, mucho más que en los propios dramaturgos), como si dicha competencia quedara al margen de la sociedad, o no formara parte de un compromiso de lo más valioso y particular.
Expresado de otro modo, el teatro de Enrique Jardiel Poncela, y la fiel traslación cinematográfica de Rafael Gil, forman parte de una obra creativa mucho más rica en ideas que en ideologías. Por suerte para el lector y el espectador de los siglos venideros.
Escrito por Javier C. Aguilera
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