Adaptaciones (LVIII): Sherlock Holmes (XI) Ian McKellen

28 abril, 2016

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MISTER HOLMES, DE BILL CONDON

El mundo anglosajón aprecia y mima a sus clásicos, aunque a veces los examine bajo la colectiva y distorsionada lupa de la corrección política. Pululando por el vernáculo ambiente universitario me he dado cuenta de dos cosas. La primera, de lo poco que se favorece y estimula la creatividad y potencialidades del individuo, a diferencia de esos otros países donde cualquier persona con un mínimo de talento casi destaca “a la fuerza” en el ámbito que sea, o bien puede establecerse sin necesidad de mendigar una subvención. 

Y la segunda, dicho sea con todas las excepciones que se quieran, ya que no me refiero solo a personas vivas, lo poco que se conoce a los autores españoles allende nuestras fronteras. Más allá de Cervantes (1547-1616), Velázquez (1599-1660) y Picasso (1881-1973), o con suerte, algún otro como Buñuel (1900-1983) o García Lorca (1898-1936), lo cierto es que, ya sea por culpa nuestra o por el chovinismo foráneo, el desconocimiento de la cultura española -y más concretamente, de las letras-, es apabullante (fuera de los ámbitos académicos más especializados y recónditos). El mundo franco-anglosajón ha sabido copar el mercado artístico y, dada nuestra desidia hacia estas cuestiones, ha hecho muy bien. Nada nuevo bajo el sol… de España.

Según la biografía ficticia de W. S. Baring-Gould (1913-1967), Sherlok Holmes de Baker Street (Sherlock Holmes of Baker Street, 1962; Valdemar, Club Diógenes, 1999), nuestro célebre personaje vivió entre los años 1854 y 1957, alcanzando la rotunda y muy provecta edad de 103 años (Gould sitúa la fecha del nacimiento y la defunción en el mismo día: el seis de enero); lo que no está nada mal, aunque siempre se pueda mejorar.

Anota el biógrafo que había llegado a esa edad gracias a la tranquilidad de espíritu y al sistema de vida que había aprendido de los lamas del Tíbet. Pero había otra parte aún más importante… (pg. 360), que Gould relaciona con los benéficos efectos de la jalea real, objeto de estudio de los últimos años del recluido detective. Atendiendo a esa “otra parte muy importante”, y dejando al margen la supuesta “tranquilidad de espíritu”, Mister Holmes (AI/BBC Films, 2015), elucubra acerca del más trabajoso cometido del afamado investigador.

Basada en la novela -que desconozco- de Mitch Cullin (1968), A slight trick of the mind (2005), adaptada para la ocasión por Jeffrey Hatcher (-), la película cuenta con la entonada fotografía de Tobias Schliessler (1958), la ambientación y decorados de Martin Childs (1954), que junto con el vestuario suele ser el contrafuerte de este tipo de producciones; más una partitura, algo anodina -como casi todas en la actualidad-, de Carter Burwell (1955). 


Nada más dar comienzo la historia, somos testigos del innato afán observador de Sherlock Holmes (Ian McKellen), a lo largo del camino que le lleva de vuelta a su vivienda campestre. El metódico comportamiento de las abejas, en un irónico giro argumental por parte de su creador -¡o testaferro!- Arthur Conan Doyle (1859-1930), es ahora el motivo de atención de tan cartesiana mente. La residencia está -recientemente- guardada por el ama de llaves y cocinera, Mrs. Munro (Laura Linney) y su hijo Roger (Milo Parker), y a este refugio retorna Holmes con el ánimo de tratar de recordar el último caso en que intervino, tras el (tercer) matrimonio de John H. Watson (1847-1929: según Baring-Gould) y la finalización de la Gran Guerra (1914-1918). Una investigación que tuvo como objeto la localización de una esposa “trastornada”, Ann Kelmot (Hattie Morahan), de la que se decía que había sido “embrujada” por la inofensiva musicóloga Madame Schirmer (el punto exótico lo marca la tempestuosa Frances de la Tour).

Para detener, o incluso revertir, los estragos que la edad está haciendo en su memoria, Holmes ya ha partido, poco antes, hacia el Japón, con la intención de hacerse con los secretos de un remedio botánico capaz de hacer frente a dicha pérdida. Lo cierto es que el asunto en cuestión está formalmente resuelto, aunque no anímicamente superado, un detalle que Holmes no puede recordar. En realidad, lo que desea averiguar son los motivos de su voluntario exilio, mientras aún le queden fuerzas. Un retiro propiciado por el referido asunto, del que únicamente conserva la culpa como secuela de sus errores.

McKellen ofrece la buena composición de un Sherlock Holmes que se ha de debatir entre el personaje enérgico y concienzudo de sesenta y pico de años, y el apagado aunque en cierto sentido revitalizado, de noventa y tres; el redimido ocaso de una “gloria” que si no murió joven ni dejó un cadáver bonito, sí vivió deprisa. La decrepitud y senilidad confieren un marcado acento humano al personaje, aunque como tenemos ocasión de comprobar, el núcleo argumental del relato se centra en la búsqueda de esa humanidad nonata. De hecho, su postrera y automática huida -elegida para no hacer daño a nadie más-, será el esforzado inicio de una toma de conciencia.


Pese a ser un personaje de ficción, el presente Sherlock Holmes no gusta de la misma. Pero de hecho, ¿constituyen imaginación y razón dos esferas tan divergentes? En los relatos literarios, el propio Mycroft achaca a su hermano un exceso de inventiva. Y es que, como bien señala Ann Kelmot haciendo alusión a sus hijos -igualmente- no nacidos, los muertos no se encuentran tan lejos de nosotros. Un posicionamiento trascendente que, todavía, el Holmes puramente empírico no se halla capacitado para comprender y mucho menos compartir. Su ausencia “de humanidad” lo equipara poco menos que a una bien engrasada aunque implacable maquinaria deductiva.

Sherlock Holmes solo se ha concentrado en los valores de la lógica, de igual modo que confiesa no haber llorado nunca por los difuntos, al menos exteriormente, pues tal ritual forma parte de una serie de lugares comunes. Nunca he empleado mucho la imaginación, prefiero los hechos, declara con ahínco. Razones más que sobradas para que no guste de la fantasía, y por las cuales no se muestra capaz de apreciar, en todo su significado, el sustrato simbólico que se despliega a su alrededor, en el Japón que visita tras la guerra (esta vez, la Segunda). El detective es, en efecto, producto del racionalismo científico más ventajoso pero sobrecogedor, y del positivismo más cerebral y descarnado. Pese a todo, su naturaleza, común al resto de los mortales, le hará descubrir, en curiosa analogía con el lógico vulcano Mr. Spock de Star Trek, la película (Star Trek, The Motion Picture, Robert Wise, 1979), que la compensación del intelecto no es suficiente.


Dicha naturaleza humana es un misterio que con frecuencia escapa a toda lógica. De este modo, Sherlock Holmes, que puede decirse que ha dedicado su vida -en muchos sentidos- a esta última, tomará conciencia de uno de sus fracasos (sino, el fracaso), cuando manifieste que “había deducido bien los hechos y el caso, pero había fallado al no comprender los significados”.

Su nueva visión de la muerte se presenta por partida doble, contemplada en la figura de la mujer con la que entra en contacto y en la del joven Roger. Por ello, es fundamental la relación que se establece entre el detective y el muchacho. Ciertamente, los niños necesitan que se les preste atención, como emplean ese otro mecanismo que es la imitación, al hallar un referente con el que sentirse identificados y que acentúa su natural carácter. De este modo, cuando el detective ve su comportamiento -lo que los demás han debido observar en él- reflejado en el niño, esto le pone en guardia. Pese a todo, será el del venerable anciano un proceso en el que, como es obligado, no ha de perder sus “esencias” más constitutivas, como demuestra su descripción clínica al detallar los efectos de las picaduras de las abejas.

En cuanto a los adultos, bien se infiere que son como niños. La madre de Roger siente celos de Mister Holmes, con lo que la deriva vital afecta, aún en distinta intensidad, a los tres personajes principales de la narración. En atención a este periplo, y como el despertar de todo un proceso anímico y espiritual, Sherlock Holmes culmina su viaje fabulando, es decir, haciendo uso del fingimiento (mintiendo, si se quiere, aunque por una buena causa). Su primera incursión en la ficción será una invención de la que conocemos sus efectos, pero no -y este es otro acierto argumental- hasta qué punto se ajusta a la realidad de los hechos. Un acto en el que, además, subyace un tardío aunque sincero reconocimiento hacia la labor y el legado de su amigo y compañero Watson.


Dejando aparcado el exceso de flashbacks con los que el realizador Bill Condon (1955) se empeña en organizar la historia, y que a veces lastran la narración morosamente, lo cierto es que Mister Holmes propone un interesante juego meta-literario, en el que el protagonista se contempla a sí mismo como un personaje más de ficción, pese a que, como hemos destacado, hasta entonces se ha caracterizado por detestar lo que esta representa.

Por ello, la película depara otra vuelta de tuerca, no por inesperada menos grata, a pesar de (casi) arruinar una idea brillante, como es la de ver al gran detective asistiendo a la proyección de una película centrada en su persona. Esta no deja de ser una obra amanerada y superflua, que sobrevuela una circunstancia que, a mi modo de ver, habría ganado mucho más si la proyección en cuestión hubiese hecho referencia a una muestra artística de mayor calado (que las hay, como tuvimos ocasión de confirmar en nuestra serie de artículos dedicados a la figura de Sherlock Holmes en el cine). ¿Qué habría pensado nuestro detective entonces?

Escrito por Javier C. Aguilera

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