Clásicos Inolvidables (XCV): La poesía de Antonio Machado

03 abril, 2016

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La literatura nos ofrece la posibilidad de vivir un eterno presente. Antonio Machado (1875-1939) lo sintetizó mejor cuando advirtió que hoy es siempre todavía.

El Machado más intimista, el menos expansivo, lo encontramos en los rincones de sus Soledades (reflexiones modernistas, meditadas hacia 1903), Galerías (iluminadas por la poesía del simbolismo, en 1907) y otros poemas. Una profundidad introspectiva que indaga en los recovecos del ser y el sentir, por medio de unos versos intimistas y algo metafísicos que, sin embargo, nunca se opusieron a aquellos más vivaces y comunicativos de su hermano Manuel (1874-1947), con los que siempre llegaron a complementarse.

En efecto, destaca en Antonio Machado el paisaje emocional del exterior, la fusión íntima con la simbología y decodificación del parnasianismo. Y tal vez, él mismo no lo intuyera, pero su identificación con ese otro horizonte, real y físico, revestido o armonizado con la esencia de su más profunda interioridad, lo acercaron bastante al espíritu de los románticos.

Disposición que va más allá de unas meras reacciones del hombre frente a la naturaleza, como de forma algo estereotipada asume Geoffrey Ribbans (1927) en sus comentarios para la edición de Cátedra (Letras Hispánicas, 1993-2012). Ello no obsta para que en Soledades surja una poesía netamente narrativa (como en la Fantasía de una noche de abril), que proseguirá su sendero por Campos de Castilla (1917), hasta desembocar en la composición última de las Poesías Completas (1936).

Por ello, sobresalen los poemas al borde Del camino, con paradas en los vericuetos del pasado histórico y las lindes de lo mortecino; siempre en consonancia con el tiempo soñado. Ambos espacios, pasado y soñado, a la búsqueda de una realidad última, empapada de sed espiritual.

Pero si bien es cierto que Antonio Machado añora la juventud, no necesariamente añora la juventud perdida. Un personal desapego se traslada a su aversión a la universidad (284) y, paradójicamente, hacia “todo lo francés”; inaudito por ser “catedrático” de dicho idioma. Aunque será el propio autor quien aclare dicho misterio al asegurar que “no tengo vocación de maestro”, de igual modo que nos recuerda que “no soy muy sociable, pero conservo afecto a las personas(Soledades, págs. 31, 285). Declaraciones imprescindibles para conectar con la verdadera e indivisible forma de ser del poeta y su persona.


Realmente, no suele tenerse en cuenta la capacidad fabulesca o de ensoñación de Antonio Machado. Y es curioso, porque su culto al sueño expresa -buena parte de- una realidad que le sugiere imágenes de gran originalidad. Como arquetipos junguianos, los machadianos también participan del acervo colectivo. Ellos son el tiempo, las calles (o mejor, la calle; colectiva pero siempre singularizada), el reloj, los referidos sueños (ahí queda la presencia de unos seres como las hadas, en las galerías LXI en adelante…), el camino (el de la vida o el de los mismos sueños), el elemento agua (el mar, la fuente, la noria…), un árbol, un lienzo, un retablo, o el espejo, cuyo reflejo puede traducirse en ambigüedad, ingratitud, deformación grotesca o contemplación de todo lo enigmático.

Lo corrobora el hecho de que “la belleza no está en el misterio –en el deseo de racionalizarlo, añado yo-, sino en el deseo de penetrarlo”, tal cual explica el propio Machado en carta a Miguel de Unamuno (1864-1936; S, 282). De este modo, Soria queda convertida en un destino inesperado, el punto de partida de un nuevo ciclo; el arcano cero. En ella, quiere el poeta ir más allá de una reiterativa personificación tanto de ideas como de ambientes, tan constante en la poesía de esa y (casi) todas las épocas. Para la tarde, la noche, el otoño o la primavera, la emoción nunca es transitoria, sino trascendente. Una fuente convierte en mágico cualquier recuerdo, ya sea real o imaginado.


No quiero decir con esto que Antonio Machado sea un poeta de la fantasía, tal cual la concebimos hoy, pero sí que esta dimensión -o galería- convivía dentro de sí. La referida capacidad trascendente, bañada por el haz de lo no visible, se evidencia cuando el autor asegura que “yo veo la poesía como un yunque de constante actividad espiritual(ref. citada, S, 281); a lo que añade, “soy creyente en una realidad espiritual opuesta al mundo sensible (…); creo que se debe crear una fe que no tenemos(S, 285).

Lo cual explica cómo, más que en cualquier otro poeta, los cambios de humor se incrustan en la obra de Antonio Machado, de forma -ahora sí- bastante visible, pasando de la exaltación desbordante, casi sarcástica, al abatimiento más pesaroso. Y es que, que no se perciban las causas últimas de un autor, no significa necesariamente que su obra no esté bien ensamblada o se ajuste a su razón más esencial; máxime cuando, como es el caso, ha sido el propio poeta quien ha expresado sus motivaciones por medio de su correspondencia personal.

Porque de lo que Antonio Machado huye es de la esterilidad fantasiosa, pero en modo alguno de la fantasía o el ensueño. Es un cantor siempre dispuesto a una bien intencionada aunque algo ingenua vida militante, de la que, en consecuencia, acabará decepcionándose como cualquier hijo de vecino o de la mar; legado que constituye todo un cúmulo de símbolos siempre prestos a ser tergiversados de forma partidista, cuando de hecho, si por algo se distinguió el poeta fue por haber sabido poner en tela de juicio sus opiniones. No en vano, “el problema nacional me parece irresoluble por falta de virilidad espiritual(S, 19). Nada como acudir a las fuentes originales para aclarar todas las desviaciones.


Por su parte, Campos de Castilla fue editado por vez primera en forma de libro por la editorial Renacimiento, en abril de 1912, aunque posteriormente fuera revisado y ampliado hasta su edición (casi) definitiva de 1917. Respecto a los avatares en la confección del corpus de la obra, estos son abordados por el mismo hispanista de Soledades, en su introducción a la edición de Cátedra (Letras Hispánicas, 1989-2007).

Ciertamente, se produce una evolución en la trayectoria de cualquier autor, pero en general, estoy de acuerdo en que la personalidad del mismo es un elemento permanente (S, inicio y 47). De este modo, prosigue en el Machado de Campos de Castilla ese interés por la poesía narrativa, por las tierras y personajes de España -populares o anónimos-, iniciado en Soledades, galerías y otros poemas. Lo hace en los versos de Las encinas, Orillas del Duero, Los olivos, Del pasado efímero, El mañana efímero, Un criminal, Campos de Soria, Recuerdos…, y por supuesto, en el fabuloso romance La tierra de Alvar González, al que ya se refiriera en su reseña nuestro compañero Luis J.

Y es que personalidad y carácter son nuestros compañeros de viaje. Cuando el profesor de francés marcha a Soria en el año 1907 y se dispone a comenzar -o proseguir- otra etapa vital y creadora, no puede sustraerse de una nueva rememoración -o incursión- en el ya citado y primordial elemento agua, como sucede con la lluvia de En abril, las aguas mil.


Respecto al pasado histórico, este oscila entre el regeneracionismo más referencial y acrítico -más positivo en la teoría que en la práctica- y el desprecio hacia los que se desentienden, o incluso reniegan de dicho pasado: ni el pasado ha muerto / ni está el mañana –ni el ayer- escrito (C, 48).

Por lo tanto, luchar de forma activa en una España nueva, de extremos antagónicos, locuaces y lenguaraces, conlleva el conocimiento previo y personalizado de aquellos contenidos que han determinado la vieja. En el caso de Antonio Machado, este anhelo incide de forma particular en su (re)conocimiento del pasado (pese a todo, algo mediatizado a veces por la compra hispánica de toda mercancía referida a la Leyenda Negra u otros prejuicios). De este modo, el pretérito ofrece al caminante la posibilidad de maduración y renovación de temas y mitos clásicos, incluso cuando, a partir de 1913, tras la muerte de Leonor Izquierdo (1894-1912), el poeta sevillano se centre más en una escritura en prosa.

Pero la España arcaica que fenece y disiente sí es rechazada por el poeta. La lectura correcta de las sobadas y malinterpretas “dos Españas” machadianas aluden a una España que muere y a otra que bosteza (C, 83); una imagen mucho más específica y moderna que la que se ha dado por sentado a un nivel sociocultural.


Como bien recuerda Ribbans, resulta curioso constatar cómo, siendo Antonio Machado uno de los más relevantes poetas españoles, es consciente de la imposibilidad de vivir en lo profesional de la actividad literaria. Su principal fuente de ingresos se la proporcionará la docencia, y una actividad nutre a la otra, pese a su escasa vocación. Nunca se acomodó a la sociedad bien pensante de reuniones y agrupaciones (C, 15), así como a la vida bohemia que conllevaba un hipócrita desfile de etiquetas literarias o el despliegue de poses en congresos y seminarios. De aspecto desaliñado pero conversación productiva, su independencia material y espiritual le impidió, finalmente, quedar sometido de por vida a ninguna ideología; incluso cuando aún no era consciente de ello.

Frente a cierta saña regeneracionista, logros artísticos aparte, hacia mucho de lo idiosincrático, Antonio Machado parte en pos de una realidad e identidad española, apartándose progresivamente de todo tipo de posicionamientos exacerbados (sin duda, el peor legado del 98); sabiendo oponer, matizar y contrapesar una serie de certidumbres y comprensiones hacia el sentir español, junto con un respeto implícito hacia su legado.


Es en Campos de Castilla donde encontramos su conocido Retrato, con el que da inicio a un renovado y fundamental “encuentro con lo esencial castellano”. Así como el delicioso y atemporal Poema de un día, sentida descripción de la tarde-noche de una jornada de invierno. Junto a la virtuosa intención de hacer que sus alumnos pensaran por su cuenta –ideal frustrado por tantos y tantos docentes-, así como de transmitirles, no sus pareceres sino sus informaciones -sin deformaciones-, va tomando cuerpo el apócrifo pero veraz Juan de Mairena (“1865-1909”), mientras se van asentando aquellos poemas en los que, parafraseando a Saul Bellow (1915-2005), Antonio Machado nos muestra todo lo que ocurre en esos momentos en los que parece no suceder nada.

Es Antonio Machado un poeta progresivamente embebido en el paisaje, como marco de referencia vital; primero como espectador, y luego, como un privilegiado intérprete. El escenario natural, forma y fondo, se transforma en una sustancia objetiva y autónoma (si bien, no convengo en que esta quede separada totalmente del “paisaje del alma”; más aún, el poeta avanza como un paseante sobre el tiempo histórico, convertido en una renovada figura romántica).

Un empuje narrativo que se manifiesta de forma sobresaliente en el mencionado La tierra de Alvar González, obra maestra de un Machado que va culminando su trayecto por campos convertidos en museos, y que a veces se mira en la Laguna Negra (nombre y apellidos de resonancias míticas y hasta cinematográficas), para constatar que también los castillos, los cielos, los árboles y las aguas fueron jóvenes alguna vez.

Laguna Negra, extraída de MandalaCorporation.com
Junto con Galerías, soledades y otros poemas, Campos de Castilla da forma a dos etapas distintas pero complementarias de la mejor poesía española. La que resulta imperecedera por haberse sabido corresponder con su pasado, aún con la vana esperanza de un lento y cíclico transcurrir de los días azules.

Escrito por Javier C. Aguilera


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