La puesta de largo del mundo de los superhéroes dio comienzo con Superman (Ídem, Warner Bros., 1978), cuando los productores Alexander e Ilya Salking (1921-1997; 1947, respectivamente), contrataron a Richard Donner (1930) como realizador de la primera y segunda entregas modernas de nuestro personaje. Para ello, el realizador de La profecía (The Omen, 1976), insistió en el apartado técnico como parte indisociable de todo el conjunto artístico. Aun así, una de las características que distingue a Superman de otras producciones, es que no somete los aspectos humanos y narrativos a la efectividad (cuando no tiranía) de los efectos especiales. Ambos alcanzan la necesaria compatibilidad, no justificándose las escenas en función de lo que se pueda ofrecer técnicamente, sino integrando los efectos a las necesidades del relato escrito; inmiscuyendo, de paso, al espectador, en una historia de fantasía totalmente realista.
Esta adecuada interacción entre escritura y efectos ópticos permite que Superman (un Christopher Reeve nada sobreactuado), vuele sin tropiezos cinematográficos, con un estilo elegante y contundente, que convierte la película en el emblema quintaesenciado del género de los superhéroes.
Dejando al margen los ingresos de Marlon Brando (1924-2004), por su acertada participación, y otras eventualidades más anecdóticas, muchos aspectos destacan en la producción de Superman. El autor de El Padrino (The Godfather, 1969), Mario Puzo (1920-1999), comenzó a confeccionar el guion a mediados de los setenta. Más tarde, Tom Mankiewicz (1942-2010) fue comisionado para estructurar y pulir el material, hasta que David Newman (1937-2003) y su esposa Leslie (1939), junto con el futuro e interesante realizador Robert Benton (1932), se encargaron de darle forma definitiva, tanto a la primera como a la segunda parte. En concreto, Mankiewicz dotó de personalidad y profundidad a los personajes, por medio de unas laboriosas reescrituras, evitando así que la historia deviniera en una mera tira cómica.
Como se recuerda en el prólogo, en junio de 1938 aparecía Superman, gracias a la imaginación de Jerry Siegel (1914-1996) y Joe Shuster (1914-1992). A continuación, director y montador demuestran su buen oficio narrativo durante la presentación del planeta Krypton y la visualización del cometido de Jor-El (Marlon Brando), el padre de Superman. Pertenece a lo que él llama el confiado consejo, formado por las mentes políticas -más que razonantes- de Krypton (¡esto parece una triste constante en el universo!). Entre el despliegue de imbatibles efectos visuales y la pulcritud de un guion modélico, elementos sostenedores de la película, junto a las buenas interpretaciones, también se halla la imaginativa forma de apresar a los convictos capitaneados por el general Zod (Terence Stamp).
A este realismo y plasmación heroica contribuye de forma terminante la extraordinaria partitura de John Williams (1932), que no se limita a ofrecer un nuevo y retentivo tema principal para la película, sino que desarrolla toda una narrativa sonora por medio de varias piezas de creatividad incesante, que se acoplan a la imagen tanto como a la memoria del espectador (en suma, otro aspecto de los que se han venido perdiendo con el tiempo, en favor de las más anodinas composiciones que yo recuerde, de la actualidad).
La partida del pequeño Kal-El (Lee Quigley), futuro Superman, realizada y montada sin falsos efectismos ni estridencias, es otro momento álgido, como lo será el desarrollo de Superman como ser humano en la Tierra, bajo el nombre de Clark Kent. Basta contemplar al protagonista probando su fuerza de niño y adulto, levantando una camioneta o mandando a freír espárragos un balón de rugby. En suma, haciéndonos partícipes de sus correrías, como (casi) cualquier adolescente.
Todas estas situaciones forman un núcleo que evita la farragosidad explicativa, ese exceso verbal del que adolecen la mayoría de las producciones hoy en día. Escenas como la del descubrimiento o, mejor dicho, llamada, del cristal esmeralda que contiene la esencia y conocimientos del mundo de Superman, son la plasmación de una concisión dialéctica agraciada por un guion impecable y beneficiada por el ejemplar empleo del formato panorámico en cinemascope (en setenta milímetros), por parte del realizador Richard Donner. Lo que, junto con la música, el impecable montaje de Stuart Baird (1947), y la envolvente atmósfera proporcionada por el excelente director de fotografía Geoffrey Unsworth (1914-1978), en el que fue su último trabajo para el cine, confiere a las imágenes de Superman una puesta en escena dinámica y profundamente emotiva, incluso en los planos generales, sean estáticos, en panorámica o con grúa. Valgan como ejemplo el acelerón de Clark de vuelta a su casa de Smallville, la posterior despedida del hogar, la salida del cementerio rural donde reposan los restos de su padre adoptivo, Jonathan Kent (Glenn Ford), o el transcurrir del tiempo cuando Superman saca a Lois de su vehículo, en pleno desierto californiano.
(Aprovecho para hacer notar que la versión extendida no es tan relevante, aparte de que se le cambió el magnífico doblaje original).
Sujeto a las leyes naturales terrestres, como a las suyas propias, Superman también evoluciona como personaje, descubriendo pronto la incapacidad; es decir, averiguando que no importan los poderes de que uno disponga cuando el destino no juega a favor. Si bien, dicho destino está hecho para hacerle frente. No obstante, aleccionado por su padre (en realidad, por ambos padres, cósmico y terreno), Superman tiene prohibido inmiscuirse en la historia y desarrollo de los seres humanos. Pese a todo, nos libra de amenazas como la de los misiles X-K, uno de los planes malévolos del genio del mal Lex Luthor (personaje al que Gene Hackman confiere un excelente toque de distinción).
Haciendo alarde de una buena colección de pelucas, para así evitar mostrar su calvicie, el malandrín Luthor se acompaña, en su malévolo y no siempre glorioso modus operandi, de sus esbirros Otis (Ned Beatty) y la señorita Teschmacher (la espléndida Valerie Perrine). Al punto de que Hackman (1930) hace suyo un personaje del que, antes de dar comienzo la filmación, tenía algunas reservas.
Precisamente, es la guarida de Lex Luthor, uno de los innegables aciertos visuales del decorador británico John Barry (1935-1979, no confundir con el músico). Se trata de unos habilitados y confortables restos del antiguo metro de Metrópolis (como sabemos, un remedo de Nueva York). Recordemos que Superman fue filmada en buena parte en los estudios Shepperton y Pinewood de Londres. De ahí la bienvenida presencia de actores tan sólidos, aun en papeles cortos, como Trevor Howard (1913-1988), Harry Andrews (1911-1989), Susannah York (1939-2011) o Terence Stamp (1938), aparte de otros miembros del equipo técnico. Los decorados de John Barry permiten, no solo que los personajes paseen por ellos, sino que estos pasen por los personajes, lo que, en una película, sea de las características que sea, resulta esencial.
Por todo lo expuesto, Superman es emocionante. En ella hay espacio para reflexionar, para complacerse… para sentir. Y también para el humor. La acción no se come la emotividad. Buen ejemplo de ello es la creación de la Fortaleza de la Soledad, donde el joven Clark Kent (Jeff East) sabe de forma instintiva lo que ha de hacer. También lo es el enamoramiento en pleno vuelo, entre Superman y la reportera Lois Lane (Margot Kidder), que se acompaña de la facultad telepática que posee el superhéroe, en lo que es una bella manera de hacer el amor con Lois. Claro que después de esto, y de su accidentado (y extraordinariamente filmado) rescate del helicóptero, a la intrépida Lois la entrevista con el presidente de la nación, que ha dejado en suspenso, a la fuerza le ha de parecer pequeña. Sin embargo, ni aún este está a salvo cuando un rayo pone en dificultades al Air Force One.
Por otra parte, y como los aficionados sabrán, los Salkind se apresuraron a contratar al realizador inglés Richard Lester (1932), que les había obsequiado con el éxito gracias a las desinhibidas y, para mí, estupendas, Los tres mosqueteros (The Three Musketeers, Fox, 1973) y Los cuatro mosqueteros (The Four Musketeers, Fox, 1974), con objeto de culminar la segunda y, posteriormente, tercera entrega de la serie. La segunda se filmó al alimón con la primera, siendo Richard Donner el responsable de buena parte de la misma, resultando bastante entonada y no carente de momentos de gran fuerza. Un trabajo abrumador para el director, por lo que se decidió estrenar tan solo la primera (¡ya estaba bien!), y completar con más tranquilidad la segunda (ahí fue donde los Salkind, haciendo alarde de una cuestionable conducta profesional, decidieron prescindir de Donner en favor de Lester).
Con respecto a la tercera parte, y siendo justos con ella, a mí me hizo bastante gracia. Lo siento.
P.D.: La cuarta es horrorosa.
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