Hay una imagen en La profecía (The Omen, Twentieth Century Fox, 1976) en la que el personaje interpretado por Gregory Peck (1916-2003), el embajador Roberth Thorn, queda reflejado en un cristal junto a un cura (Martin Benson) y, al otro lado del mismo, una religiosa que sostiene a un recién nacido.
Esta superposición es una buena forma de hacer notar que casi nadie de los que allí figuran son lo que aparentan ser, incluyendo al niño y al cura. De igual modo que no parece haber mejor manera de comenzar la película por parte de su realizador, Richard Donner (1930), y del guionista David Seltzer (1940), que con esa línea de diálogo que comienza diciendo, con pesadumbre, el niño ha muerto, solo vivió unos instantes…
La impostura reflejada en el cristal alcanza a varios de los personajes relacionados con la esfera de lo religioso, como sucede con el padre Brennan (Patrick Troughton), que trata de advertir a Thorn de la naturaleza de su descendiente, y no solo en el plano biológico.
Lo que en un principio pudiera parecernos la parte menos refinada del guión de Seltzer, esto es, el comportamiento fanático del referido hombre de iglesia, se transforma poco después en uno de los mejores aciertos narrativos de la película, al revelarse estas personas como apóstoles de Satán, acólitos con la marca indeleble del triple seis sobre su cuerpo, desde el momento del alumbramiento. Un número que, en religión, representa la triple identidad del diablo (como tal diablo, como anticristo y lo que es más interesante, como falso profeta).
De este modo, se nos asegura que, en lo religioso, todo tiene su contrapartida, además de que, no por casualidad, Richard Donner planifica el encuentro de Thorn con Brennan en Bishop’s Park, junto al Támesis, por medio del lenguaje visual del plano-contraplano. De hecho, la inmediata muerte -o mejor, asesinato- de este último posee un marcado componente sacrificial. No ha sido la suya una advertencia hacia Thorn, sino una traición al diablo.
Otro aspecto inquietante de La profecía radica en el factor social del origen del mal. Tal y como explica el fotógrafo Jennings (David Warner), los teólogos han identificado la imagen apocalíptica del “mar eterno”, extraída de una cita bíblica, con el mundo de la política, con sus torbellinos y revoluciones. Un “mundo” que, por supuesto, se las apaña para sobrevivir -efectivamente, se diría que es eterno- y expandirse.
Aspecto que, para mayor sarcasmo, el realizador confirma al situar a la personificación del mal en medio de las figuras del Presidente del país y de la Primera Dama. El diablillo (Harvey Stephens) ha encontrado su lugar en el mundo, ya que, sin la menor duda, la política es el mejor caldo de cultivo para la propagación de sus manejos, hasta no dejar títere con cabeza.
Y si importante es el empleo de la música, representada por la excelente partitura de Jerry Goldsmith (1929-2004), aún lo son más, si me apuran, los momentos sostenidos por el silencio, o que saben cómo combinar ambos recursos. En este sentido, quisiera destacar el encuentro en Jezrael (o Megido), ciudad donde se inició el cristianismo, y aún un lugar sagrado, con el padre arqueólogo Bugenhagen (el estupendo Leo McKern, no acreditado en los títulos de la película); o el plano que muestra a Thorn a solas, ciertamente aislado, en el interior de un avión privado, sosteniendo entre sus manos unos artefactos muy delicados.
En La profecía, las carambolas del karma están diseñadas incluso desde antes de los nacimientos, como refleja el mencionado plano del cristal. Una impostura puesta de relieve durante la visita y descubrimientos en el cementerio etrusco de Chervete, a las afueras de Roma. Secuencia a la que Richard Donner y su montador Stuart Baird (1947) añaden unos significativos planos subjetivos, más allá del punto de vista de los merodeadores, Thorn y Jennings.
En suma, un plan prefijado que bajo la apariencia de la casualidad, la buena fortuna o incluso la sincronicidad hace que Thorn pase de ser el embajador de Roma al de Londres. El heredero de los millones Thorn reclama su atención y, en un principio, de forma ingenua aunque irónica, es comparado por Jennings con el propio Jesucristo.
En cualquier caso, es este un niño que, incluso antes de desarrollar todo su potencial diabólico -¡o su personalidad, que dirían los modernos pedagogos!-, ya es tratado como una persona distinta a las demás, es decir, entre algodones. A su vez, magnífica es la forma en la que el fotógrafo es capaz de captar esa otra zona de la realidad a través de las imágenes, descubriendo otra señal de predestinación. La que pende sobre las cabezas de aquellos que están en trance de averiguar la verdad o tratan de advertir a otros.
El papel de los progenitores deviene circunstancial, a pesar de la sobreprotección que el niño recibe de ellos, incluso cuando se muestra fuera de control. Solo son un instrumento de paso, razón por la que Katherine Thorn (Lee Remick) tendrá finalmente necesidad de “confesarse” con un psiquiatra.
Pero los cambios de la primera niñez, tratando de trascender lo que el bueno de Piaget (1896-1980) denominó la etapa preoperacional, son evidentes. De hecho, tan bestiales que, o bien hacen huir despavoridos a los animales, como si estuvieran en contacto con su propia anti-naturaleza -o anti-materia-, o bien los convierten en sus aliados, siempre prestos al ataque.
Junto con la humana, es esta la ayuda necesaria para que, pasado el tiempo, el joven Thorn pueda establecer el reino del mal en la Tierra. Una afirmación que amplía sarcásticamente el espectro visible de lecturas, a mi parecer, y que queda rubricada por medio de un fenómeno celeste: el cometa que hace dos mil años fue embajador de un acontecimiento capital, comunica ahora un nacimiento igualmente relevante aunque de signo opuesto, un seis de junio (qué curioso, tal día como hoy).
Escrito por Javier C. Aguilera
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