El autocine (CXV): La campana del infierno, de Claudio Guerín Hill, y El diablo se lleva a los muertos, de Mario Bava

15 noviembre, 2023

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Decimos que hemos dado la campanada cuando llevamos a cabo algo muy sonado, un hecho que provoca sensación entre el respetable, y hasta escándalo. Durante el reinado del rey aragonés Ramiro II, apodado el Monje o el Rey Campana (1086-1157), se ajustició a varios nobles levantiscos, colgándolos boca abajo para que, en efecto, el escarmiento “sonara mucho”.

Aunque para sonadas, la que nos va a ocupar en los siguientes párrafos.


El joven pero versado realizador sevillano Claudio Guerín Hill (1939-1973) falleció cuando ultimaba la realización de La campana del infierno (íd., Hesperia Films, 1973), una co-producción hispano-francesa, al precipitarse desde lo alto de una de las torres de la Iglesia de San Martín de Noya, en La Coruña, Galicia (España). Reconstruida la torre que aún hoy le falta, con material de cartón-piedra. Bastante bien, por cierto. La última escena de la película la filmó Juan Antonio Bardem (1922-2022).

El lugar no ha permanecido libre de misterio y leyenda. Como digo, uno de los campanarios del templo permanece inacabado. Lo que proporciona al enclave un semblante asimétrico ciertamente curioso y, en las manos adecuadas, inquietante. Estas fueron, además de las del director, las del escritor y guionista Santiago Moncada (1928-2018), menospreciado por más de uno de esos críticos entre lo populachero y lo intelectualoide, demasiado acostumbrados a convertir sus fobias en pestes grupales, y sus querencias en verdades universales. Lo cierto es que no comprendo por qué Moncada no ha sido objeto de algún volumen conmemorativo, que yo tenga noticia, habida cuenta de las producciones en las que intervino y las personas con las que se relacionó. Es una lástima que tampoco dejara unas memorias. Sin ir más lejos, trabajó con Mario Bava (1914-1980: falleció el mismo año que Terence Fisher), si bien, no en el guión de la película que pasaremos a comentar tras esta. De interesante y errática trayectoria, como todo lo relacionado con la falta de industria en el cine español, Santiago Moncada fue unos de los responsables de una de las películas que más gracia me hicieron de niño, El blanco, el amarillo y el negro (Il bianco, il giallo, il nero, Sergio Corbucci, 1975). Ni siquiera sus obras de teatro están debidamente editadas en la actualidad (tampoco las de José López Rubio [1903-1996]), caso de la divertida Violines y trompetas (1977). Será que no aborda de forma descarada y comprometida ningún tema inclusivo, solidario o ecologista.


Un tercer y cuarto puntales, tras el guión y la dirección, los encontramos en los decorados de Eduardo Torre de la Fuente (1909-2009) y la fotografía de Manuel Rojas (1930-1995), ambos, más que competentes profesionales. La música de Adolfo Waitzman (1930-1998) apenas tiene, en esta ocasión, una excesiva preponderancia. Al menos, en la copia que yo dispongo.

¿Por quién dobla esta campana del infierno? Bueno, los principales protagonistas son el joven Juan (Renaud Verley), su tía Marta (Viveca Lindfors), sus primas Esther (Maribel Martín), Teresa (Nuria Gimeno) y María (Christine Betzner), el aparejador con ventoleras, más que aires, de cacique, don Pedro (un espléndido Alfredo Mayo), su esposa (Nicole Vesperini), y por qué no, el cura del pueblo interpretado con su habitual y castizo desparpajo por el estupendo característico Erasmo Pascual (1903-1975).

Las primeras imágenes de la película nos muestran cómo Juan se aplica una máscara de cera. En cierta medida, ya está desdoblado por este procedimiento. Porque, además, acaba de salir de un psiquiátrico, donde al parecer ha permanecido dos años por cortesía de su tía, siguiendo un tratamiento. Es por ello que adquiere relevancia otro de los planos en los que lo vemos haciendo añicos sus recuerdos en forma de fotografías familiares y un certificado médico (¿de admisión o el alta?). ¿Y dónde recala Juan? En la residencia campestre que fuera de sus padres, que ya no viven, pero que está muy cerca de donde habitan su tía y sus esquivas primas. ¿Todo esto es bueno o es malo? Pues según se mire, porque de miradas, previas a las acciones, va la representación cinematográfica. El realizador sabe emplear muy bien el aspecto de la mirada de cara a su narrativa, tanto visual como argumentativa. De este modo, cobran singular prestancia en la puesta en escena los retratos y las mencionadas fotografías… en definitiva, el cómo observamos nuestros recuerdos con el transcurrir del tiempo (y el espacio).


La casa de la tía está plagada de dichas imágenes. También el dormitorio de Juan, aunque más artísticas y de desnudos. A veces las figuras humanas se ven esmeriladas a través del cristal de una puerta. Así, la de don Pedro, queda deformada por el vidrio de una pecera, o la de Juan, que hace lo propio sobre la superficie del simpático clavicordio que toca en su casa, nuevamente habitada. No es la única distorsión de los rasgos, hasta las abejas del contorno van a ser responsables de alguna de ellas. Son recursos otras veces vistos, pero que aquí cobran una especial significación, más allá de lo estético. Esa mirada turbia también se posa sobre el paisaje gallego. Las playas emergen solitarias y encapotadas, neblinosas. Una casa en ruinas parece mimetizada con el bosque. Es en este entorno lluvioso y herrumbroso donde Juan irrumpe con su moto, a su llegada a la localidad, de costumbres tan viciadas como cabría esperar. Allí se topa con un mendigo con ínfulas de vidente (Saturno Cerra), que nos da cuenta de cierta fatalidad en Juan; de que este es un muchacho predestinado, ya desde niño. Te advertí que serías desdichado, le recuerda el vagabundo. A lo que Juan replica que mis cartas las jugaré yo. Se me ocurre un antecedente literario con una situación similar, en la novela, con su correspondiente adaptación, Noche eterna (Endless Night, 1967; Molino, 1985; Planeta DeAgostini, 2022), de Agatha Christie (1890-1976), donde a la pareja protagonista se le vaticinaba un destino aciago en plena campiña, por una vidente. Ello no le resta originalidad o verosimilitud al argumento propuesto por Santiago Moncada. No será la primera vez que el autor eche mano de libretos y motivos considerados ya clásicos, como sucede con Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960), en la ninguneada y a reivindicar –sin pasarse, pero a reivindicar- El calor de la llama (Rafael Romero Marchent, 1976). No importa, Mocada es un excelente dialoguista, y un manierista a la hora de dramatizar sus desarrollos. Otro ejemplo a tener en cuenta es su guión de Cazar un gato negro (Rafael Romero Marchent, 1977).


Algo de folclore popular coexiste en la idea, también expuesta en el siguiente título que pasaremos a comentar, de que los hechos del pasado pueden permanecer estancados hasta que (les) llega la hora de resucitarlos. Diría que Juan se ve incapaz de pasar página pese a haberla leído, y comprendido su significado. Sus actos ulteriores se relacionan más con la venganza que con lo ultraterreno.

En cuanto a Guerín Hill, el realizador nos ofrece una planificación de corte –nunca mejor dicho- clásico, de sugestivos y armoniosos movimientos con la cámara. Sabe sostener el misterio sin teleobjetivos ni subrayados, que tanto afean otras propuestas patrias o foráneas de aquella época, por medio de una puesta en escena mejor dispuesta que en coetáneos envites, pongo por caso, La orgía de los muertos (José Luis Merino, 1973), sin por ello negar a esta su lograda capacidad atmosférica, y otros detalles valiosos que ahora no hacen al caso.

De momento, Juan se gana la vida en el matadero del lugar, lo que procura imágenes realistas y desgarradoras. Luego sabremos del auténtico fin de esta dedicación, y el por qué no dura mucho. De carácter contemplativo, díscolo e independiente, en ajustadas palabras de su tía, Juan se instala en su antiguo hogar, como ya he señalado, a veinte kilómetros de los remanentes de su familia. Tía Marta le ha estado pagando los gastos médicos, pero una vez más, la mirada se distorsiona al caber la posibilidad de que lo haya estado haciendo para tratar de confinar e incapacitar a Juan, con la excusa de procurar su bien. Un tema, el de la presunta locura del protagonista, que constituye otro tópico al que el guión sabe dar la vuelta. La apariencia de sanación o deterioro de la salud mental del protagonista, trata de hallar respuesta a través de su historia de las tres hijas desaparecidas en la mar, que narra a don Pedro. O con la broma de los ojos arrancados. ¿Propensión a la imaginación más negra y jocosa o mera crueldad?

La muerte es solo un estado transitorio, especifica la tía Marta. Pero puede haber otra forma de muerte en vida.


En la parte visual, La campana del infierno también contiene otros buenos momentos, como el que muestra a Juan frente al mar, cavilando (¿sobre qué?, tan solo podemos imaginarlo). O bien contemplando su instrumental quirúrgico, y cómo opera en su laboratorio (aunque no sea médico). Extendiendo nuestro símil, aseguraría que Juan se ha arrancado los ojos de verdad, en un sentido metafórico, ya que cuando lo hace físicamente es un engaño, una ilusión óptica.

El actor, Renaud Verley (1945), despliega un atavismo casi animal, enormemente atractivo, un punto desmesurado, frente a la belleza más preclásica de sus tres primas, en distinto grado de represión. A lo que Juan tocará a rebato, a su modo introspectivo pero primario. La campana del infierno es una narración donde continuamente se invita al espectador a mirar, a veces a taparse los ojos (la visión que ofende), como hace Juan, pero también a escuchar. Micrófonos, grabaciones y magnetofones, no siempre vistos antes de ser ejecutados, forman parte del entramado con el que los unos tratan de controlar a los demás. Ítem más, adoptando cierta apariencia de guasa y mezclando ambas facetas, imagen y sonido, resulta que Juan da la impresión de estar tocando el mencionado clavicordio, cuando en realidad se trata de otro trucaje. Nuevamente, un ardid tan sencillo como eficaz.


Seguimos. Es terrible verse perdido en una ciudad desconocida. Como la Venecia de No mires ahora (Don’t Look Now, 1971), relato de Daphne de Maurier (1907-1989), que abordábamos hace poco. Cualquier ciudad histórica con personalidad nos sirve. El director de fotografía y cineasta italiano Mavio Bava escogió Toledo (España), en la notabilísima El diablo se lleva a los muertos (Euro America-Roxy Film, 1973), nueva co-producción, esta vez, entre Italia, España y la entonces República Federal de Alemania (es decir, la auténticamente democrática). El guión es original de Bava y su productor, Alfredo Leone (1926), con el que no acabó demasiado bien debido a que, tras el estreno de El Exorcista (The Exorcist, William Friedkin, 1973), Leone acometió un nuevo montaje con buena parte del material filmado por Bava, añadiéndole escenas alternativas, y sacándose de la manga otra película (un terrorífico spin off, podríamos decir), más cercana al argumento y visualización de la ofrecido por Friedkin (1935-2023). Huelga decir que, en el caso italiano, con resultados más pedestres, como he podido comprobar en la doble edición ofrecida por Regia Films (2015).

De la fotografía no se encargó, en esta ocasión, Mario Bava, aunque supongo que la supervisó, sino nuestro Cecilio Paniagua (1911-1979), técnico cualificado y versátil. La música de Carlo Savina (1919-2002) también requiere una mención especial, máxime cuando ha sido objeto de una reciente edición por parte del valiosísimo sello español Quartet (QR 480, 2022), y por conformar una estupenda banda sonora con vocales de Edda dell’Orso (1935), que potencian los aspectos más tétrico-románticos, asaz estéticos, de una película en la que también se incorporaba algún fragmento del extraordinario Concierto de Aranjuez (1939) del maestro Joaquín Rodrigo (1901-1999), en respetuosa versión de Paul Mauriat (1925-2006).


El demonio en Toledo. ¿Por qué no? ¿Acaso no se nos muestran las figuras de El Greco (1541-1614) algo distorsionadas? Partiendo de esta misma impresión, de forma directa o indirecta, Mario Bava destila la genial idea de incorporar a la fisonomía de la, ya de por sí, misteriosa urbe, un fresco de, según se comenta, mediados del siglo XII, que se conserva incompleto, pero en cuyos vestigios aún se distingue la efigie del diablo (con sibilina claridad, ¡es posible que haya sufrido una vigorosa restauración!). Se trata de una representación que es conocida popularmente con el nombre de El diablo se lleva a los muertos. Enlazaremos con este título después.

A la histórica ciudad llega Lisa Reiner (Elke Sommer), una turista norteamericana. Durante su estancia, callejeando, Lisa reconoce en un establecimiento de antigüedades a este personaje del diablo. Como si el tiempo se hubiera detenido, o aquel individuo fuera la reencarnación de la figura del mural. Responde al nombre de Leandro (el simpar Telly Savalas), y ejerce de chófer de una familia aristocrática venida a menos. Parte de su cometido consiste en llevar a reparar a dicho establecimiento unas figuras de cuerpo entero, unos maniquís a los que viste y adecenta con reverencial dedicación. Son sus fetiches… o muñecos vudú.

Perdida entre las callejas de Toledo, Lisa tratará de encontrar una salida, material y metafórica, con la única compañía de la estupenda música de Carlo Savina, y el sonido del viento. A los que se agrega la tonada, también del maestro turinés, proveniente de una caja de música que porta Leandro. En estos recovecos, un “desconocido” (Espartaco Santoni), confunde a Lisa con una tal Elena. Más tarde, será Maximiliano (Alesio Orano), el descendiente de la antedicha familia, donde recala Lisa, quien proceda a esta sorprendente identificación. Más que una confusión entre personajes, Lisa semeja una nueva reencarnación, al estilo de la de Leandro.


El estado nervioso de Lisa se va alterando. Incapaz de reencontrarse con su grupo turístico, en puridad, de reincorporarse a la realidad, le sorprende la noche, y tropieza con un matrimonio mal avenido, formado por Francis y Sophia Lehar (Eduardo Fajardo y Sylva Koscina). Viajan en su auto de época, detalle nada baladí, y con su propio chófer, George (Gabriele Tinti). Todos desembocan -¿por casualidad?- en la villa de una condesa (Alida Valli) y su citado hijo Maximiliano. Al tomar contacto todos estos personajes, apenas se relacionan entre sí. Las actitudes resultan hieráticas, como si ya estuvieran en el vestíbulo de una realidad paralela. Que se vayan, será mejor para todos, especifica a modo de advertencia la condesa. A lo que su hijo replica, con probable afán literal, que ellos no saben a dónde ir. Más adelante, Leandro se suma al aparente desconcierto al comentar que en general, sé todo de todos.

Una vez se ha decidido que los visitantes pernocten en la casa, nos involucramos en la mansión, a expensas de conocer el verdadero origen y circunstancias de los protagonistas. Lo cual es un acierto a nivel inquisitivo. Tiempo y espacio parecen haberse confundido, como rubrica la conclusión del relato. Respecto a este último aspecto, una vivienda que solo a ratos parece haber sido diseñada para ser habitada, o in illo tempore, configura uno de esos escenarios desportillados y maravillosos tan caros al (buen) género gótico de terror y misterio, circundada por una zona de nadie que responde al esquivo nombre de jardín. En realidad, la ubicación corresponde a una villa romana, pese a estar ambientada la acción en Toledo. Este espacio físico y simbólico, estación de tránsito, posee además distintos niveles. En efecto, el escenario múltiple parece compartimentarse en otros muchos –otras muchas interioridades-, con lo que podemos pasar de las acogedoras estancias donde se hace vida común, a la otra ala y pasillos de la mansión, donde se hace la otra vida. La planificación y el entorno crean entonces una sensación de inquietud muy rematada. Unas veces despojada, otras, certificada por distintos adornos de compostura antropomorfa. Figurillas de porcelana, mecánicas, estatuas, maniquíes… Símbolo de nuestro propio transcurrir. ¿Son estos modelos a escala una representación de nosotros mismos, o somos nosotros mismos? ¿Tal vez conforman nuestro disfraz en la Tierra, o son una forma icónica aunque material, de permanecer anclados a la misma, por un espacio indeterminado de tiempo? Como sabremos al final, por el comentario de uno de los chavales que juegan al balón en los aledaños de la otrora majestuosa villa –de forma más reposada, en principio, que los que aparecen al término de Bahía de sangre (Ecologia del delitto, Mario Bava, 1971)-, es este un lugar donde no ha vivido nadie en cien años. Tal vez de ahí provenga el porte decimonónico del vehículo de los Lehar, y el atuendo demodée de la condesa y Maximiliano.


Estas figuras manufacturadas, o diablofacturadas, a las que antes aludía, y que decoran una caja de música, se deslizan al son de una nueva tonada, sinuosa pero tranquilizadora, como quien representa una plácida danza de la muerte, tan sencilla como ineludible, hasta cierto punto mecanizada (no recordar apenas de dónde venimos ni quiénes somos), que transporta a Lisa a una presunta vida anterior, o bien, a ser testigo del destino de la susodicha Elena y sus amores con Carlo, el desconocido hallado en pleno centro, que resulta ser el segundo marido de la condesa (su plano es el del pasado, pues este ya ha fallecido, incluso cuando encontró a Lisa en la ciudad: el tiempo, entreverado, ya estaba haciendo alarde de su relatividad). Maximiliano proclama esta dualidad temporal y de la protagonista con otras palabras, Elena, Lisa, es lo mismo para mí.

No en vano, el tiempo es el gran protagonista en El diablo se lleva a los muertos. Y no me refiero únicamente a la comparecencia de algunos relojes formando parte de la puesta en escena, decadentista y decimonónica (un reloj con cadena, y otros semejantes, de mesilla, de pared), sino al aspecto temporal que estamos observando, y que quizá encuentre su mejor traslación visual y hasta metafísica en uno de dichos relojes, carente de agujas. A su vez, los personajes se desplazan por la dimensión que supone la casa, con el mismo ceremonial y parsimonia que algunas de esas agujas y figuras móviles. Por ejemplo, cuando trasladan a la primera de las víctimas del grupo a un pabellón adyacente, previo tránsito por esa zona preterida que es el jardín; por descontado, con su correspondiente estatuaria.

Todos parecen conocer a Lisa de antemano. Salvo quizá ella misma. Cuando estás aquí, me transformo, le especifica Maximiliano. De hecho, se habla de un quinto invitado, como el octavo pasajero, pero probablemente se refieren a la finada Elena, que es la que va a determinar el postrero desarrollo. Postrero en todos los sentidos. Los fantasmas del pasado bien pueden regresar para atormentarnos, inducidos, aún más si cabe, por nuestra propia locura, obstinación o pesar. Es el caso de Maximiliano. Al fin y al cabo, la insania siempre ha de responder a una o varias razones (o sinrazones). Frente a esta mirada aviesa pero fascinadora del futuro (mortuorio), no hay nada peor –léase, más traumático, aunque generador de nueva “clientela”-, que desenterrar el pasado, en expresión de Leandro. Dicho de otro modo, mejor es dejarse llevar, en determinadas circunstancias, ante ese umbral que todos hemos de atravesar. En dirección determinada por nuestros actos en vida. Así, Lisa recibe la ayuda de Carlo, cuando los dos niveles de realidad se solapan (la realidad y la otra realidad), pues que éste haya fallecido no significa que aún no habite el entorno, la vieja casa y la ciudad. Por ende, en esta mansión, espacio interdimensional, o están todos muertos o en trance de estarlo.


Mario Bava nos presentó una de las encarnaciones diabólicas más inesperadas y originales, artísticas y refinadas, desconcertantes y mundanas (gusta de los caramelos, que más tarde el actor trasladaría a su celebérrima serie Kojak [id., CBS, 1973-1978]). Pues son muchas en el cine. Hermanada al Claude Rains (1889-1967) de El diablo y yo (Angel on My Shoulder, Archie Mayo, 1946). Otra idea primordial es que el diablo no es el brazo ejecutor, al menos de forma directa: lo somos los seres humanos. Como siempre. Lo es el mal en toda su extensión, esa porción maligna que cada uno, en mayor o menor medida, albergamos. Y cuyas nueces –frutos-, recoge el susodicho diablo.

La modernidad de la propuesta coincide además con el advenimiento de las nuevas tecnologías. Condición que se transfiere a un avión de pasajeros sin pasajeros, salvo los convocados. Esos a los que les ha llegado la hora. Relojes –advertencias- no faltaban. Es la nueva Barca de Caronte. Modernizarse o morir. O mejor dicho, morir y modernizarse. ¿Pero morir como tránsito o como castigo? Tal vez exista un diablo, como unas máscaras de la muerte cormanianas de distintos colores, para cada tipo de delito.

Las connotaciones que se derivan de la película, de su puesta en escena así como argumentalmente, son muchas. Es este clima de inquietud el que vence. Aunque no lo sepamos explicar en su totalidad, esto es, racionalidad, sí somos capaces de apreciar su capacidad motivadora. Entre coronas funerarias y figuras humanas, unas reales y otras no tanto. O expresado de otra manera. Unas con apariencia de vida y otras que ya la han perdido.
 


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