El autocine (CXV): La casa infernal, de Richard Matheson, y adaptación de John Hough

12 octubre, 2023

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No os quiero hacer daño, pero debo hacerlo (Daniel Belasco).

Hay sitios donde se ha cortocircuitado la bondad. No, no me refiero al Palacio de Congresos. A otros sitios. Como la Casa Infernal. El apelativo se lo dio el estupendo autor norteamericano Richard Matheson (1926-2013), también guionista, al compendiar en un sumun o vademécum todo un corpus de misterios sin resolver y casas encantadas.

Las iniquidades de los vivos se convierten en un remanente una vez muertos. Una amalgama de manifestaciones que se dan cita en La casa infernal (Hell House, 1971; La Factoría de las Ideas, col. Solaris Terror, 2003; Minotauro, 2011; Booket, 2013). Siempre que acudamos a su llamada.


El dieciocho de diciembre de 1970 (todos los capítulos del libro son fechas consecutivas, siete en total), el doctor Lionel Barrett, un físico interesado en la parapsicología, es contratado por el anciano millonario Rudolph Deutsch. El encargo consiste en pasar unos días en la Casa Belasco (sic), en Maine (EEUU), en compañía de la médium mental Florence Tanner, de cuarenta y tres años, y el médium físico Benjamin Franklyn Fischer, de 45; único superviviente de la anterior y traumática incursión en la aislada mansión, allá por 1940. Ha llovido desde entonces, pero Deutsch ha adquirido el ajetreado inmueble con el único objeto de saber, ahora que su vida física está llegando a su fin, si la supervivencia post mortem es un hecho que puede confirmar la ciencia, o no. En definitiva, si existe vida después de la vida.

La casa dista dos horas de Manhattan, Nueva York. Lionel decide acudir con su esposa y colaboradora Edith. Mujer insatisfecha por una serie de circunstancias que se detallan en la novela.

Un infierno en la Tierra (21-12-70). Así es descrita la vivienda de Emeric Belasco, hijo de un comerciante de armas norteamericano y una actriz inglesa. De infancia torturada y torturadora. Curiosamente, Lionel sufre de una leve cojera, lo que lo va emparentar con una de las carencias de Emeric Belasco en vida. Lo primero que procede es una inspección ocular de la mansión. El primer choque de energías se da entre escépticos y favorables -no me gusta el término creyentes- a la supervivencia de la vida tras el cuerpo físico. Bien es verdad que entre los asistentes hay quien expresa su fe, pero el conocimiento de esa vida ulterior no ha de ser necesariamente refrendado por una convicción religiosa (que tampoco es un estorbo). Por su parte, Lionel Barrett representa al investigador constreñido en las cuatro paredes de un laboratorio, típico integrante de casi cualquier sociedad paranormal, que confunde racionalismo y objetividad con estrechez de miras e incredulidad apriorística. Hasta su carácter es frío. Barrett confía en la técnica, la ciencia se supedita a ella. Esta puede ser un fiel y útil aliado, pero en consecuencia, Barrett proclama que por fuerza ha de hallar cada explicación dentro de dicho laboratorio. Por eso convierte la casa en uno, con la introducción de sus artefactos, algunos de ellos diseñados por él. Es el cerebral. Pero no el sensitivo. Ese rol corresponde a Florence y Fischer. En algo acierta Barrett, empero, cuando aclara que la parapsicología es una ciencia de lo natural (…) una realidad biológica (íd.). El enfrentamiento teórico entre Florence y Barrett es el núcleo central de la novela. No tanto a un nivel argumentativo, como de fondo.


La característica principal, dentro de este núcleo, es esa falta de cohesión entre los protagonistas. Un grupo desunido, como sucede tantas veces con los seres humanos, cuando confluyen dos o más líneas de pensamiento (con dos es suficiente). Es decir, el conflicto es también entre vivos. El algo pedante y condescendiente Barrett (mucho más que en la película), casa mal con los médiums, pero sirve bien a Richard Matheson para evidenciar ese enfrentamiento entre estos dos polos mentales que en lugar de complementarse se oponen, pero que, con sabio conocimiento de causa, el autor hace que al final converjan, por una cuestión de inteligente supervivencia (aunque para algunos de ellos resulte demasiado tarde). Diría que el doctor no permite a su elemento tierra-aire mezclarse con el agua y el fuego, igualmente fundamentales para poder fluir. Para Barrett, el procedimiento es investigar y ajustar luego los datos a sus teorías previas. El problema es que los fenómenos allí desencadenados no responden a un patrón establecido. Sus impugnaciones pueden ser tan espectaculares como los fenómenos mismos. Como la formación de material ectoplásmico o el encadenamiento de un poltergeist en el comedor de la longeva mansión. ¿Es alguno de los médiums el responsable? Se suceden las manifestaciones una vez que “la casa” ha medido las fuerzas de sus invitados, tal y como advierte Fischer. En una de las paredes de la bodega tanteada por Florence reside parte del misterio. Pero eso no explica que otro de los personajes esté a punto de ahogarse en el pantano adyacente, como inducido por una fuerza que lo arrastra (22-12-70).

Florence asegura no ser una médium física, es decir, de incorporación de otras entidades. Pero los hechos acaecidos dentro de la mansión la contradicen. Se ve forzada a incorporar a un ser desencarnado que dice llamarse Daniel Belasco. Se comprueba que tal persona existió. Pero, ¿realmente es él? Florence se muestra valiente, teniendo en cuenta la inesperada alteración de sus capacidades. Es sensible, como Fisher, pero se va a abrir a las influencias de la casa antes que su compañero, que viene rebotado de su anterior experiencia.

La oscuridad que le esperaba a Florence tenía carácter, personalidad (23-12-70). Entre las habilidades de quien maneja estas energías atormentadas, está la posesión de los animales. Un característico gato negro, en cuya naturaleza ya reside el arte de agredir. ¿Es su intervención violenta algo natural, o producto de la imaginación de Florence, como cree Barrett? Lo cierto es que Florence es la unificadora del grupo, el ser de luz. Pero también es manipulable. Daniel Belasco cobra fuerza con el recuerdo de su hermano David, muerto a los diecisiete años. Resulta curioso, por no decir sangrante, constatar cómo los personajes se enfrentan a las fuerzas de la casa, las produzca quien las produzca, y a sus propios miedos, casi siempre en solitario, por mor de esa desconexión grupal. Pese a los intentos de Florence.


Al poco llega la ansiada máquina del doctor Barrett. La llama el reversor. Como físico, el enigma se circunscribe, huelga decirlo, a un problema físico. A ello lo supedita. Para el científico todo es energía, pero también ésta la reduce a lo conocido y mensurable (íd.). Mientras tanto, su esposa obra por su cuenta y riesgo, para asombro de los demás, Fischer ante todo, y el propio Barrett.

O bien asistimos, en palabras de Florence, a un encantamiento múltiple controlado, o a un control tan omnímodo que es capaz de crear la ilusión de otras muchas entidades. Fischer, que hasta ese momento se ha venido inhibiendo por una cuestión de supervivencia práctica, decide intervenir de forma más activa y entrar en trance. Es mérito por su parte, pues no lo ha hecho en largos años. Los desmanes se suceden de forma artera y disimulada, sea por uno o varios entes. El día de Navidad, veinticuatro de diciembre, será el último que los protagonistas pasen en la vieja casa. En este capítulo-día, Lionel expone, a requerimiento de los demás, y de forma amplia, su teoría sobre la naturaleza parapsicológica y energética, no sobrenatural, que impregna la mansión. Si esta está infestada de forma consciente, con dirección y guía, es que existe vida después de la vida. Si es una mera cuestión de energía sin inteligencia, sino residual, es que no es así. Cómo sea esta energía, positiva o negativa, dependerá en cualquier caso de la naturaleza previa de las almas que le dieron vida.

Así pues, ¿cuál es la naturaleza o fuerza que desencadena tan perturbadores fenómenos? ¿La radiación electromagnética o los muertos? La teoría de Barrett parece poner fin, científicamente hablando, a esta última posibilidad, pero como muy bien acabará descubriendo Fischer, y ya hemos anticipado, ambas vertientes, energía y espiritualismo, se van a complementar. Pues la ciencia también contiene márgenes por los que ha de seguir transitando. Lógica y espiritualidad, Fischer las amalgama. Es él quien cohesiona ambas teorías cuando vuelve a hacer uso de su luz interior, echando mano de sus capacidades como médium, y de la técnica, en forma de las grabaciones en cinta magnetofónica de las distintas sesiones de mediumnidad que Lionel ha venido registrando. Una vez localizada la naturaleza del mal, este puede ser expulsado.


La trama de la novela queda perfectamente condensada en la película, con la lógica supresión de algunos escenarios, como la zona muerta de la sauna y la piscina. O un inmenso salón de baile. De este modo, La leyenda de la mansión del infierno (The Legend of Hell House, Academy Pictures para Twentieth Century Fox, 1973), se erige en una de las más grandes películas sobre casas encantadas de la historia del cine, bajo la dirección del británico John Hough (1941), que venía de realizar la sorprendente, áspera y muy reivindicable Drácula y las mellizas (Twins of Evil, RANK Organisation - HAMMER Films, 1971), y la respetable La isla del tesoro (Treasure Island, National General Pictures para Warner Bros., 1972). Se trata además de una producción ejecutiva de James H. Nicholson (1916-1972), con guión del propio Richard Matheson, que ya había colaborado con el productor en diversas adaptaciones y proyectos orquestados por el irrepetible y admirable Roger Corman (1926). De hecho, volviendo a James H. Nicholson, este fue su último empeño, ya que no llegó a ver la película estrenada (¡o tal vez sí!).

La adaptación por parte del autor cuenta con algunas lógicas alteraciones, curiosas pero sin la mayor relevancia a efectos dramáticos. Junto a esa eliminación de algunos de los escenarios de la novela, que habrían encarecido la producción cinematográfica, se prescinde del matrimonio mayor que, en el libro, proporcionaba cada día comida a los visitantes (hecho de escasa repercusión en la trama). Nada sucede, porque Matheson nos asegura que la despensa está llena, por boca del secretario de Deutsch (Roland Culver), Hanley (Peter Bowles).

A todo ello se añade la concreción narrativa -nunca aligeramiento-, pues está todo en la película. Por ejemplo, la electricidad no da señales de vida en la casa cuando llega el grupo de investigadores. Sí se percibe olor a estancamiento. ¡Qué atmósfera hay aquí!, comenta Florence Tanner (Pamela Franklin) nada más atravesar el umbral. El conflicto con la luz se solventa enseguida, siendo en la novela más extenso (todo un día sin luz, a base de velas), pero la falla con el nuevo generador se ha producido, está igualmente presente.


Por las razones que sea, Edith pasa a llamarse Anne en la adaptación, pero es, de nuevo, una alteración irrelevante. Al contrario de lo que sucede en esta casa, cuyas perturbaciones son morrocotudas. Potenciadas por otros aspectos cinematográficos.

Así, más que de una banda sonora, hemos de hablar de unas tonalidades electrónicas, unos compases ambientales de contenida angustia ancestral, proporcionados por Brian Hodgson (de apellido no menos ancestral en lo sobrenatural, 1938), y Delia Derbyshire (1937-2001). En cuanto a la trama, Matheson sigue su propio modelo. El adusto Lionel Barrett, recibe el encargo que todos conocemos. Es interpretado por un estupendo actor neozelandés, Clive Revill (1930), del que guardo un fenomenal recuerdo por sus caracterizaciones junto a Billy Wilder (1906-2002), e incluso por intervenir en uno de los capítulos de la serie Colombo (Columbo, NBC-ABC para Universal TV, 1968-2003). Es asombrosa la versatilidad que es capaz de evidenciar. Cuando el millonario Deutsch lo convoca, refiriéndose a Tanner comenta que es casi una chiquilla. Es otro cambio sin mayores consecuencias respecto a la novela. Lo cierto es que todos habrán de madurar con esta experiencia hogareña, más allá de la edad biológica.

Se respetan los apartados o epígrafes que estructuran el libro (organizan narrativamente la desorganización material). Me refiero a las fechas y franjas horarias. Si bien se actualizan. Ya no estamos en 1970, sino el año en curso, 1973, habiendo tenido lugar la anterior penetración en la vivienda veinte años atrás, en 1953. Por lo demás, la acción concluirá, al igual que en el libro, el día veinticuatro de diciembre.

Y ya que andamos con cifras, veintisiete muertos fueron hallados en el interior de la casa en 1929. Belasco (aparición especial reservada a Michael Gough), no estaba entre ellos. Sí que se destaca la desapercibida sentencia bíblica de si tu ojo de ofende, dicha en la primera de las sesiones donde Florence se inaugura como médium física, para su desconcierto. En la segunda sesión, Lionel Barrett expone su teoría de la radiación electromagnética. A sus problemas personales con Ann, se añade, por delegación, su dependencia de las máquinas. Ellas componen su máscara de respetabilidad. Y pese a resultar menos magullado que en el libro, su certidumbre final será la misma. Tiene razón Florence al asegurar que la entidad maligna trata de separarnos. Divide y vencerás. Ella cree que se trata del hijo de Belasco, pero cabe la posibilidad de que sea Belasco itself. ¿Cómo dilucidarlo? Bajando las defensas. Ahí radica el principal terror expuesto por Richard Matheson en su libro y en la película: el de exponernos. Lo hacen Florence, Ben Fischer (Roddy McDowall) y Anne Barrett (Gayle Hunnicutt). A su manera, incluso Lionel.


A la dirección precisa de John Hough, de carrera harto interesante, se unen los decorados de Robert Jones (-) y la fotografía de Alan Hume (1924-2010), habitual en el último tramo de películas de James Bond interpretadas por Roger Moore (1927-2017), además de responsable de la fotografía de El retorno del Jedi (Return of the Jedi, Richard Marquand, 1983). Al tratarse de una producción británica, que combina actores ingleses con norteamericanos (y neozelandeses), la trama no se sitúa en Maine (EEUU), sino en alguna de esas afueras neblinosas y boscosas de la campiña británica. El cambio de escenario no altera para nada el desorden del producto.

Y ahora volvamos a la cita del libro con la que encabezábamos este artículo. Imagine que alguien le dice debéis marcharos. No os quiero hacer daño, pero debo hacerlo. Y que ese alguien no está presente en la sala. Al menos, de forma aparente.

¿Y ahora qué? ¿Cuál sería nuestro siguiente paso? Creo intuir cuál sería el mío.



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