No os quiero hacer daño, pero debo hacerlo
(Daniel Belasco).
Hay sitios
donde se ha cortocircuitado la bondad. No, no me refiero al Palacio de
Congresos. A otros sitios. Como la Casa Infernal. El apelativo se lo dio el
estupendo autor norteamericano Richard Matheson
(1926-2013), también guionista, al compendiar en un sumun o vademécum todo un
corpus de misterios sin resolver y casas encantadas.
Las iniquidades
de los vivos se convierten en un remanente una vez muertos. Una amalgama de manifestaciones
que se dan cita en La casa infernal (Hell House, 1971; La
Factoría de las Ideas, col. Solaris Terror, 2003; Minotauro, 2011; Booket, 2013).
Siempre que acudamos a su llamada.
El
dieciocho de diciembre de 1970 (todos los capítulos del libro son fechas
consecutivas, siete en total), el doctor Lionel Barrett, un físico interesado
en la parapsicología, es contratado por el anciano millonario Rudolph Deutsch.
El encargo consiste en pasar unos días en la Casa Belasco (sic),
en Maine (EEUU), en
compañía de la médium mental Florence Tanner, de cuarenta y tres años, y el
médium físico Benjamin Franklyn Fischer, de 45; único superviviente de la
anterior y traumática incursión en la aislada mansión, allá por 1940. Ha
llovido desde entonces, pero Deutsch ha adquirido el ajetreado inmueble con el
único objeto de saber, ahora que su vida física está llegando a su fin, si la
supervivencia post mortem es un hecho
que puede confirmar la ciencia, o no. En definitiva, si existe vida después de
la vida.
La casa
dista dos horas de Manhattan, Nueva York. Lionel decide acudir con su esposa y
colaboradora Edith. Mujer insatisfecha por una serie de circunstancias que se
detallan en la novela.
Un infierno en la Tierra (21-12-70).
Así es descrita la vivienda de Emeric Belasco, hijo de un comerciante de armas
norteamericano y una actriz inglesa. De infancia torturada y torturadora. Curiosamente,
Lionel sufre de una leve cojera, lo que lo va emparentar con una de las
carencias de Emeric Belasco en vida. Lo primero que procede es una inspección
ocular de la mansión. El primer choque de energías se da entre escépticos y favorables -no me gusta el término creyentes- a la supervivencia de la vida tras el cuerpo
físico. Bien es verdad que entre los asistentes hay quien expresa su fe, pero
el conocimiento de esa vida ulterior no ha de ser necesariamente refrendado por
una convicción religiosa (que tampoco es un estorbo). Por su parte, Lionel Barrett
representa al investigador constreñido en las cuatro paredes de un laboratorio,
típico integrante de casi cualquier sociedad paranormal, que confunde
racionalismo y objetividad con estrechez de miras e incredulidad apriorística.
Hasta su carácter es frío. Barrett confía en la técnica, la ciencia se supedita
a ella. Esta puede ser un fiel y útil aliado, pero en consecuencia, Barrett proclama
que por fuerza ha de hallar cada explicación dentro de dicho laboratorio. Por
eso convierte la casa en uno, con la introducción de sus artefactos, algunos de
ellos diseñados por él. Es el cerebral. Pero no el sensitivo. Ese rol
corresponde a Florence y Fischer. En algo acierta Barrett, empero, cuando aclara
que la parapsicología es una ciencia de
lo natural (…) una realidad biológica (íd.). El
enfrentamiento teórico entre Florence y Barrett es el núcleo central de la
novela. No tanto a un nivel argumentativo, como de fondo.
La característica principal, dentro de este núcleo, es esa falta de cohesión entre los protagonistas. Un grupo desunido, como sucede tantas veces con los seres humanos, cuando confluyen dos o más líneas de pensamiento (con dos es suficiente). Es decir, el conflicto es también entre vivos. El algo pedante y condescendiente Barrett (mucho más que en la película), casa mal con los médiums, pero sirve bien a Richard Matheson para evidenciar ese enfrentamiento entre estos dos polos mentales que en lugar de complementarse se oponen, pero que, con sabio conocimiento de causa, el autor hace que al final converjan, por una cuestión de inteligente supervivencia (aunque para algunos de ellos resulte demasiado tarde). Diría que el doctor no permite a su elemento tierra-aire mezclarse con el agua y el fuego, igualmente fundamentales para poder fluir. Para Barrett, el procedimiento es investigar y ajustar luego los datos a sus teorías previas. El problema es que los fenómenos allí desencadenados no responden a un patrón establecido. Sus impugnaciones pueden ser tan espectaculares como los fenómenos mismos. Como la formación de material ectoplásmico o el encadenamiento de un poltergeist en el comedor de la longeva mansión. ¿Es alguno de los médiums el responsable? Se suceden las manifestaciones una vez que “la casa” ha medido las fuerzas de sus invitados, tal y como advierte Fischer. En una de las paredes de la bodega tanteada por Florence reside parte del misterio. Pero eso no explica que otro de los personajes esté a punto de ahogarse en el pantano adyacente, como inducido por una fuerza que lo arrastra (22-12-70).
Florence
asegura no ser una médium física, es decir, de incorporación de otras
entidades. Pero los hechos acaecidos dentro de la mansión la contradicen. Se ve
forzada a incorporar a un ser desencarnado que dice llamarse Daniel Belasco. Se
comprueba que tal persona existió. Pero, ¿realmente es él? Florence se muestra
valiente, teniendo en cuenta la inesperada alteración de sus capacidades. Es
sensible, como Fisher, pero se va a abrir a las influencias de la casa antes
que su compañero, que viene rebotado de su anterior experiencia.
La oscuridad que le esperaba a Florence tenía carácter,
personalidad (23-12-70).
Entre las habilidades de quien maneja estas energías atormentadas, está la
posesión de los animales. Un característico gato negro, en cuya naturaleza ya
reside el arte de agredir. ¿Es su intervención violenta algo natural, o
producto de la imaginación de Florence, como cree Barrett? Lo cierto es que
Florence es la unificadora del grupo, el ser de luz. Pero también es manipulable.
Daniel Belasco cobra fuerza con el recuerdo de su hermano David, muerto a los
diecisiete años. Resulta curioso, por no decir sangrante, constatar cómo los
personajes se enfrentan a las fuerzas de la casa, las produzca quien las
produzca, y a sus propios miedos, casi siempre en solitario, por mor de esa
desconexión grupal. Pese a los intentos de Florence.
Al poco llega
la ansiada máquina del doctor Barrett. La llama el reversor. Como físico, el
enigma se circunscribe, huelga decirlo, a un
problema físico. A ello lo supedita. Para el científico todo es energía,
pero también ésta la reduce a lo conocido y mensurable (íd.). Mientras tanto,
su esposa obra por su cuenta y riesgo, para asombro de los demás, Fischer ante todo,
y el propio Barrett.
O bien
asistimos, en palabras de Florence, a un encantamiento múltiple controlado, o a
un control tan omnímodo que es capaz de crear la ilusión de otras muchas
entidades. Fischer, que hasta ese momento se ha venido inhibiendo por una
cuestión de supervivencia práctica, decide intervenir de forma más activa y
entrar en trance. Es mérito por su parte, pues no lo ha hecho en largos años. Los
desmanes se suceden de forma artera y disimulada, sea por uno o varios entes. El
día de Navidad, veinticuatro de diciembre, será el último que los protagonistas
pasen en la vieja casa. En este capítulo-día, Lionel expone, a requerimiento de
los demás, y de forma amplia, su teoría sobre la naturaleza parapsicológica y
energética, no sobrenatural, que impregna la mansión. Si esta está infestada de
forma consciente, con dirección y guía, es que existe vida después de la vida. Si
es una mera cuestión de energía sin inteligencia, sino residual, es que no es
así. Cómo sea esta energía, positiva o negativa, dependerá en cualquier caso de
la naturaleza previa de las almas que le dieron vida.
Así pues, ¿cuál
es la naturaleza o fuerza que desencadena tan perturbadores fenómenos? ¿La
radiación electromagnética o los muertos? La teoría de Barrett parece poner fin,
científicamente hablando, a esta última posibilidad, pero como muy bien acabará
descubriendo Fischer, y ya hemos anticipado, ambas vertientes, energía y
espiritualismo, se van a complementar. Pues la ciencia también contiene
márgenes por los que ha de seguir transitando. Lógica y espiritualidad, Fischer
las amalgama. Es él quien cohesiona ambas teorías cuando vuelve a hacer uso de
su luz interior, echando mano de sus capacidades como médium, y de la técnica,
en forma de las grabaciones en cinta magnetofónica de las distintas sesiones de
mediumnidad que Lionel ha venido registrando. Una vez localizada la naturaleza
del mal, este puede ser expulsado.
La trama de la novela queda perfectamente condensada en la película, con la lógica supresión
de algunos escenarios, como la zona
muerta de la sauna y la piscina. O un inmenso salón de baile. De este modo,
La leyenda de la mansión del infierno
(The Legend of Hell House, Academy
Pictures para Twentieth Century Fox, 1973), se
erige en una de las más grandes películas sobre casas encantadas de la historia
del cine, bajo la dirección del británico John Hough
(1941), que venía de realizar la sorprendente, áspera y muy reivindicable Drácula y las mellizas (Twins of Evil, RANK
Organisation - HAMMER Films, 1971), y la
respetable La
isla del tesoro (Treasure
Island, National General Pictures para Warner
Bros., 1972). Se trata además de una
producción ejecutiva de James H. Nicholson (1916-1972), con guión del propio Richard
Matheson, que ya había colaborado con el productor en diversas adaptaciones y
proyectos orquestados por el irrepetible y admirable Roger Corman (1926). De hecho, volviendo a James H. Nicholson, este fue su
último empeño, ya que no llegó a ver la película estrenada (¡o tal vez sí!).
La
adaptación por parte del autor cuenta con algunas lógicas alteraciones,
curiosas pero sin la mayor relevancia a efectos dramáticos. Junto a esa
eliminación de algunos de los escenarios de la novela, que habrían encarecido
la producción cinematográfica, se prescinde del matrimonio mayor que, en el
libro, proporcionaba cada día comida a los visitantes (hecho de escasa
repercusión en la trama). Nada sucede, porque Matheson nos asegura que la despensa está llena, por boca del
secretario de Deutsch (Roland Culver), Hanley (Peter Bowles).
A todo ello
se añade la concreción narrativa -nunca aligeramiento-, pues está todo en la
película. Por ejemplo, la electricidad no da señales de vida en la casa cuando
llega el grupo de investigadores. Sí se percibe olor a estancamiento. ¡Qué atmósfera hay aquí!, comenta
Florence Tanner (Pamela Franklin) nada más atravesar el umbral. El conflicto
con la luz se solventa enseguida, siendo en la novela más extenso (todo un día
sin luz, a base de velas), pero la falla con el nuevo generador se ha
producido, está igualmente presente.
Por las
razones que sea, Edith pasa a llamarse Anne en la adaptación, pero es, de
nuevo, una alteración irrelevante. Al contrario de lo que sucede en esta casa,
cuyas perturbaciones son morrocotudas. Potenciadas por otros aspectos
cinematográficos.
Así, más
que de una banda sonora, hemos de hablar de unas tonalidades electrónicas, unos
compases ambientales de contenida angustia ancestral, proporcionados por Brian Hodgson (de apellido no menos ancestral en lo
sobrenatural, 1938), y Delia Derbyshire (1937-2001). En cuanto a la trama,
Matheson sigue su propio modelo. El adusto Lionel Barrett, recibe el encargo
que todos conocemos. Es interpretado por un estupendo actor neozelandés, Clive
Revill (1930), del que guardo un fenomenal recuerdo por sus caracterizaciones junto
a Billy Wilder (1906-2002), e incluso por intervenir
en uno de los capítulos de la serie Colombo (Columbo,
NBC-ABC para Universal TV,
1968-2003). Es asombrosa la versatilidad que es capaz de evidenciar. Cuando el
millonario Deutsch lo convoca, refiriéndose a Tanner comenta que es casi una chiquilla. Es otro cambio
sin mayores consecuencias respecto a la novela. Lo cierto es que todos habrán
de madurar con esta experiencia hogareña, más allá de la edad biológica.
Se respetan
los apartados o epígrafes que estructuran el libro (organizan narrativamente la
desorganización material). Me refiero
a las fechas y franjas horarias. Si bien se actualizan. Ya no estamos en 1970,
sino el año en curso, 1973, habiendo tenido lugar la anterior penetración en la
vivienda veinte años atrás, en 1953. Por lo demás, la acción concluirá, al
igual que en el libro, el día veinticuatro de diciembre.
Y ya que
andamos con cifras, veintisiete muertos fueron hallados en el interior de la
casa en 1929. Belasco (aparición especial reservada a Michael Gough), no estaba
entre ellos. Sí que se destaca la desapercibida
sentencia bíblica de si tu ojo de ofende,
dicha en la primera de las sesiones donde Florence se inaugura como médium
física, para su desconcierto. En la segunda sesión, Lionel Barrett expone su
teoría de la radiación electromagnética. A sus problemas personales con Ann, se
añade, por delegación, su dependencia de las máquinas. Ellas componen su
máscara de respetabilidad. Y pese a resultar menos magullado que en el libro,
su certidumbre final será la misma. Tiene razón Florence al asegurar que la
entidad maligna trata de separarnos.
Divide y vencerás. Ella cree que se trata del hijo de Belasco, pero cabe la
posibilidad de que sea Belasco itself.
¿Cómo dilucidarlo? Bajando las defensas. Ahí radica el principal terror expuesto
por Richard Matheson en su libro y en la película: el de exponernos. Lo hacen
Florence, Ben Fischer (Roddy McDowall) y Anne Barrett (Gayle Hunnicutt). A su
manera, incluso Lionel.
A la
dirección precisa de John Hough, de carrera harto interesante, se unen los
decorados de Robert Jones (-) y la fotografía de Alan Hume (1924-2010),
habitual en el último tramo de películas de James Bond
interpretadas por Roger Moore (1927-2017), además de responsable de la
fotografía de El retorno del Jedi (Return of
the Jedi, Richard Marquand, 1983). Al
tratarse de una producción británica, que combina actores ingleses con
norteamericanos (y neozelandeses), la trama no se sitúa en Maine (EEUU),
sino en alguna de esas afueras neblinosas y boscosas de la campiña británica.
El cambio de escenario no altera para nada el desorden del producto.
Y ahora
volvamos a la cita del libro con la que encabezábamos este artículo. Imagine
que alguien le dice debéis marcharos.
No os quiero hacer daño, pero debo
hacerlo. Y que ese alguien no está presente en la sala. Al menos, de forma
aparente.
¿Y ahora
qué? ¿Cuál sería nuestro siguiente paso? Creo intuir cuál sería el mío.
Escrito por Javier Comino Aguilera
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