El autocine (LXXX): El final de la cuenta atrás, de Don Taylor

11 diciembre, 2020

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Para el filósofo Teofrasto (371-287 a. C.), el tiempo era la cosa más valiosa que una persona podía gastar. Luego, el concepto se fue alambicando, haciéndose más teórico y sorprendente. Ya San Agustín (354-430) advirtió con elegancia y desenfado, respecto al tiempo, que si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si tuviese que explicarlo no sabría cómo hacerlo. Hasta un anónimo dijo en cierta ocasión: si dejas que pase el tiempo sin hacer nada, te darás cuenta muy pronto de que solo vas a vivir una vez. Sabiduría popular e introspección científica se entrecruzan en el que probablemente sea el misterio más insondable de nuestro existir.

En estas estamos, cuando el señor Warren Lasky (Martin Sheen) llega hasta la estación aeronaval de Pearl Harbor (Hawái, EEUU), en el año de 1980. Es analista de sistemas y tiene por encargo observar y participar en la nueva travesía que el portaaviones Nimitz va a emprender a través del Pacífico. Trabaja para las Industrias Tideman, un dueño que apenas se deja ver pero que se ha hecho a sí mismo, como en otros casos equivalentes.

Al mando de este navío está el capitán Matthew Yelland (Kirk Douglas, tan sólido y creíble como siempre).

Parece que se avecina una tormenta, porque la llegada de Lasky coincide con lo que el comandante Richard T. Owens (James Farentino) califica de un cambio muy brusco de tiempo. Owens es un personaje interesante, ya que se interesa por la historia. De hecho, está preparando un libro sobre el ataque de los japoneses a Pearl Harbor, el siete de diciembre de 1941. La tripulación principal se completa con el segundo oficial del capitán, el comandante Dan Thurman (Ron O’Neil).

Además, el portaviones parte con dos días de retraso, por orden expresa de Tideman. En un momento en que la tormenta a la que hacíamos mención no estaba prevista. Al atravesarla, el Nimitz va a experimentar uno de esos efectos extraños e inusitados: una distorsión en el espacio-tiempo. Algo que alterará las vidas y percepciones -sensibles y filosóficas- de sus ocupantes. Un fenómeno que, en todo caso, se habrá de explicar -si es que se divulga- a la vuelta de los expedicionarios a su presente. Incluyendo en esta declaración, las pérdidas que la extraordinaria rareza conlleva.


La distorsión que acompaña a la tormenta magnética también afecta a los paneles e instrumentos de navegación del barco, y produce un sonido agudo capaz de aturdir. Cuando todo parece volver a la normalidad, el Nimitz ya no se halla en el tiempo y espacio que le corresponde. Se ha convertido en lo más parecido a un OVNI que surca las aguas. Prueba de ello, son las emisiones radiofónicas de los cómicos Jack Benny (1894-1974) y Eddie Rochester Anderson (1905-1977), muy populares a inicios de la década de los cuarenta.

Parte del acierto de este planteamiento radica en el hecho de incorporar a un personaje de ficción “dentro de la ficción”, en la figura del hipotético (pero plausible) senador Samuel Chapman, interpretado por el estupendo y versátil -y con frecuencia avieso- Charles Durning (1923-2012). Se encuentra en aguas del Pacífico, en un yate particular, en compañía de su ayudante, Laurel Scott (Katharine Ross), y un amigo retirado (Harold Bergman). Dándose la circunstancia de que -en esta ficción realista y paralela- Chapman es el aspirante a la vicepresidencia.

Sobre el tapete del capitán planea la eterna pregunta afín al género. La de si intervenir o no. Esto es, la posibilidad de cambiar la historia, ya que la fecha a la que ha sido abocado el Nimitz por la tormenta es la de 1941, y los japoneses aún no han atacado. Una situación peliaguda e inédita que se confirma con el posterior avistamiento de la flota nipona rumbo a las islas. Lo cual implica otra derivada a retener. En caso de intervenir en el conocido discurrir de los acontecimientos, ¿cómo podría pasar el Nimitz a la historia?


Por su parte, mientras se toma una decisión, Owens y Lasky comparten unos camarotes contiguos. No es un detalle sin importancia, ya que entre ambos existe cierta cercanía y desavenencias. Lasky comenta que ahora la ciencia se está aproximando a lo que antes era únicamente superchería. Los dos extremos quieren volver a darse la mano. En cuanto a Owens, entra aún más en contacto con la historia cuando se relaciona con Laurel, cuyo rescate junto a Chapman ya ha cambiado el devenir de los hechos. Como sucederá cuando uno de los personajes deba permanecer en el pasado, pudiendo hacer valer todo lo que sabe acerca del futuro. Una eventualidad tan perturbadora y discordante como el posible hallazgo de los restos de un helicóptero actual, en las postrimerías de 1941.

Entre tanto, el portaviones y toda su equipación aérea hacen frente a la situación lo mejor que pueden. Siguiendo las instrucciones de los oficiales de mayor graduación, los pilotos de los F-14 han partido para cambiar el rumbo de la historia, impidiendo así el ataque japonés y el sacrificio de tantas vidas tomadas in fraganti. Si es que pueden.

En este “nuevo” discurrir de los acontecimientos, destaca el magnífico instante, resuelto sin palabras, en el que Laurel descubre la fecha de 1979 en la tapa de un pack de supervivencia, junto a Owens.


Producida por el propio Kirk Douglas (1916-2020), por medio de su productora Bryna, El final de la cuenta atrás fue escrita por David Ambrose (1943), Gerry Davis (1930-1991), Thomas Hunter (1932-2017) y Peter Powell (-), en torno a una historia de Powell, Hunter y Ambrose. Contó con la fotografía del estupendo Victor J. Kemper (1927), y la excelente música de John Scott (1930), que combina inspirados leitmotivs de sugestivo suspense, con la vigorosa y pegadiza fanfarria aventurera, en este caso marcial (lo que era una banda sonora, vamos). A ellos se suman los elegantes y vistosos créditos del diseñador gráfico Maurice Binder (1925-1991), imprescindible para la saga de James Bond. En cuanto al realizador, Don Taylor (1920-1998), que además ejerció de actor durante un periodo de tiempo, no tuvo una carrera especialmente recordada en la dirección, pero posee algunas buenas muestras de género, aparte de esta El final de la cuenta atrás. Entre las más destacadas de sus aportaciones se encuentran Las aventuras de Tom Sawyer (Tom Sawyer, 1973), La isla del doctor Moreau (The Island of Doctor Moreau, 1977) y La maldición de Damien (The Omen II, 1978). Se siguen dejando ver con bastante agrado. Como curiosidad, estuvo casado -¡hasta el final de sus días!- con la estupenda Hazel Court (1926-2008). ¡Qué más se puede pedir a la ficción de la vida!

Escrito por Javier Comino Aguilera


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