Esa forma de narrar… Un matrimonio se besa. Está compuesto por Toni Wendice (Ray Milland) y Margot-Mary Wendice (Grace Kelly). Seguidamente, se sientan a la mesa para desayunar. Ella observa con aparente aire distraído un periódico. En concreto se trata de The Times, con lo que, además, ya estamos situados geográficamente. En su interior se da la noticia de la llegada del trasatlántico Queen Mary. En él viaja Mark Halliday (Robert Cummings). El realizador enlaza ahora con un nuevo beso, en el mismo escenario que el anterior, pero los actantes son Margot y Mark.
No media una palabra. Ni falta que hace. En el cine prima lo visual-narrativo (nada que ver con la actual confusión ocular), y en eso era un maestro Alfred Hitchcock (1899-1980).
En fin. Todos tenemos un pasado. Pero quién puede decir el futuro que nos aguarda. Esto bien puede depender de las relaciones que tengamos; algunas de ellas inciden de forma directa en dicho futuro. Tal es el caso de Crimen perfecto (Dial M for Murder, Warner Bros., 1953; estrenada al año siguiente), un ejemplo extremo y jugoso.
Tras el beso de los amantes entra en escena el diálogo y se nos proporciona mayor información. Mark es un medio-afamado escritor de novelas policiacas, también para la emergente televisión, en tanto que Margot posee el peculio conyugal, y aunque no desea desembarazarse de su reconocido marido, un ex campeón del mundo del tenis maravillosamente interpretado por Ray Milland (1907-1986), tampoco quiere renunciar a su relación con Mark. Las cosas no son tan sencillas, desvela Margot (cuánta razón tiene). Todo lo que no se exhibe, lo intuye el espectador.
De igual modo se nos da a entender que ella ha efectuado sus pinitos en la escritura, aunque ya ha dejado de escribir. Puede ser este el nexo de unión originario entre ambos personajes. También el hecho de que a Margot le ha desaparecido una carta comprometedora de su bolso, escrita por Mark hace varios meses. Algo que le ha inquietado, pese a que todo parece seguir su ordinaria dinámica. Lo que Margot no sabe es que el “cambio de actitud” de su marido, solícito y comprensivo, se debe a que este ha decidido cortar por lo sano con el vínculo matrimonial.
Característica interesante es que el complot se haya puesto en marcha mucho antes de que la trama cinematográfica arranque. El espectador se sube a un sugestivo tren que ya ha salido de la estación. A la concisa y esencial forma de narrar a que me refería previamente, se une el gesto del acorralado Charles Swann (Anthony Dawson), que ante la disyuntiva de si aceptar o no el asunto que le es propuesto por Toni, contesta guardándose un fajo de billetes en su chaqueta. Swann responde a otros alías (Fisher, Adams, Wilson, capitán Lesgate…), algo que tiene en común con Toni, que también hizo acopio de una identidad de repuesto años atrás. La falsa personalidad, la doblez de los personajes, queda así puesta de manifiesto tanto por los hechos como por las palabras. Si Toni vive de las rentas de su pasado como exitoso tenista, y del dinero de su esposa, vendiendo material deportivo, Swann posee una inmobiliaria como tapadera de otros asuntos menos transparentes. Los dos están psicológicamente encadenados.
Desde luego que hace falta una especial sangre fría para perpetrar un crimen con ínfulas de perfecto. La idea es, pese a toda moral, fascinante, y se traslada a la puesta en escena, a los preparativos. Aquí entran en juego las amistades que se hacen en la Uni. Han transcurrido veinte años, pero Toni y Swann coincidieron en idéntico curso. De modo que cuando la “llama del amor” se extingue, surge la llamada del “desencadenamiento”. Comprendí lo mucho que dependía de ella, le comenta Toni a Swann.
Más adelante, cuando los acontecimientos se tuercen, Toni no cae en el “desánimo”. Improvisa sobre la marcha con soltura, adulterando las pruebas del escenario del crimen, con objeto de incriminar a su esposa y así poder deshacerse de ella de una manera u otra, dejándola en manos de la policía. Prepara un nuevo escenario -manipula la puesta en escena- con pistas falsas. Se trata “meramente” de un cambio de planes. En este punto interviene el inspector jefe Hubbard (el extraordinario John Williams), que trata de esclarecer los hechos, cual Colombo cargado de dudas… y triquiñuelas.
El inspector demuestra su olfato tomando a un sospechoso y, a su vez, reestructurando la mecánica de la acción. Dándole la vuelta como Toni hizo. Entre medias está la versión sugerida por Mark, que se revelará cierta. Tan solo será cuestión de paciencia que el enrevesado y “cortante” enredo se desoville. ¡Claro que eso pasa por no identificar las llaves con sus correspondientes llaveros!
Crimen perfecto propone un enigma al estilo de los del “cuarto cerrado”, tan característico de algunas novelas policiacas, con la singularidad de que aquí sí que conocemos al autor del delito, con lo que argumentalmente procedemos a la inversa, tratando de demostrar su culpabilidad. A esto ayuda, como antes señalaba, la prestancia de Ray Milland, que hace gala de una ausencia de remordimientos que a veces se ha confundido con frialdad narrativa o insensibilidad del personaje. Nada más lejos, estamos metidos de lleno en el reino del complacido (sub)género del crimen organizado de salón.
Cual Roger Corman de qualité, Alfred Hitchcock filmó la película en solo unos días, legándonos una nueva muestra de sabiduría cinematográfica, esta vez, basada en una pieza teatral, sin perder por ello la impronta original; arropándola, eso sí, con la pericia eminentemente visual que lo caracterizaba. Baste anotar el excelente plano en picado con que el director advierte del simulacro del crimen. En esta escena, planificada desde lo alto como forma de llamar la atención hacia lo que en ella se describe, Toni Wendice relata en prolepsis a su invitado y futuro cómplice, Charles Swann, cómo van a desarrollarse los sucesos dramáticos. Como podemos suponer, las cosas no van a progresar todo lo adecuadamente que se pretendía. Para ello cuenta Hitchcock con la aquiescencia de su guionista, el mismo responsable de la obra de teatro, Frederick Knott (1916-2002), que adapta los diálogos al formato película. A lo que podemos añadir la buena labor expresiva en la fotografía del habitual y preciso Robert Burks (1909-1968), y la pizpireta y hogareña (no melosa) partitura de Dimitri Tiomkin (1894-1979), que ha sido objeto de una bienvenida regrabación editada por el imprescindible sello Intrada (INT 7157, 2019). El buen Hitchcock incluso saca significativo partido de algunos planos detalle destinados al modus operandi del 3D, del cual participó -sin alharacas- la película.
Quisiera señalar, por último, cómo en el ámbito de la crítica se puso de moda -no hay otra forma de decirlo- meterle un palo al personaje de Mark y al actor que lo interpreta, por su (presunta) indefinición y desencarnadura. Algo a lo que Hitchcock se apuntó, como si el realizador fuese una fuente fiable a la hora de valorar de puertas para fuera el trabajo y significación de los actores.
En esta correspondencia de personaje “entrometido” ha de ver la identificación positiva del espectador con Milland, y sus inevitables anhelos de que el criminal, aún puesto al descubierto, salga con bien (desde luego que no pierde la compostura en ningún momento). Dicho de otro modo, si el personaje de Mark no presenta una mayor enjundia es porque a Hitchcock y su guionista no les dio la gana; y si, por el contrario, lo que se pretendía era mostrarlo como algunos críticos lo ven, Robert Cummings (1910-1990) cumple a la perfección con su cometido y no hay nada que reprocharle. Es más, recientemente tuve la ocasión de valorar otro trabajo previo de este actor, junto con Ronald Reagan (1911-2004), en Abismo de pasión (Kings Row, Sam Wood, 1942), y ambos están estupendos. Lo siento mucho.
Escrito por Javier Comino Aguilera
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