La memoria conforma quienes somos. Incluso los recuerdos que no vivimos. El ser humano en sociedad acumula acontecimientos que entran a formar parte de la historia común, de la misma forma que los recuerdos acumulados por cada persona conforman su historia individual. Pero estos recuerdos crecen, se expanden, viven incluso en personas que no conocemos o que no conoceremos. Las narraciones familiares son el primer paso para afrontar nuestra propia historia y siempre llegamos cuando el planteamiento lleva ya tiempo rodando. Por ello, como si de una serie televisiva se tratase, los que ya estaban aquí nos empiezan contando los capítulos anteriores, aquellas temporadas que nos perdimos, y así nos hacemos una idea del camino que hemos empezado a recorrer. Dentro de este panorama existencial, son las historias de quienes no están, de quienes nos dejaron, las que suponen un abismo en que podemos perdernos, elucubrando sobre esos fantasmas que siguen vivos en esas anécdotas familiares y sintiendo cercanas a personas a las que nunca conoceremos.
La huella de quienes se fueron puede llegar a ser bastante profunda si se convierte en motivo de comparación o cuando nos planteamos cómo hubiera sido nuestra vida si esas personas hubieran seguido vivas. Sobre esta cuestión parece centrarse Onward (Dan Scanlon, 2020), la recién estrenada película de Pixar, que nos transporta a la vida de los hermanos Ian y Barley Lightfood, cuyo padre falleció por una enfermedad cuando eran muy pequeños y que ahora parecen tener la oportunidad de conocerlo gracias a la magia. Hay quien ha visto cierta similitud con el argumento de Full Metal Alchemist (Hiromu Arakawa, 2001-2010), pero el rumbo que toma Onward y toda su idiosincrasia dicta mucho del manga (o de sus adaptaciones anime), aunque partan de un hecho similar: el de dos hermanos intentando recuperar a una figura paternal o maternal, según el caso.
La película empieza situándonos en un mundo mágico, en que seres que habitualmente asociamos a la fantasía, como hadas, centauros, unicornios, dragones y elfos, han conformado una sociedad como la nuestra, basada en la tecnología, habiendo quedado la magia relegada a ser un mito. Todos estos seres han dejado de aprovechar sus características especiales para llevar una vida regulada dentro de un estilo contemporáneo, que incluye detalles suburbanos, como los barrios residenciales de una gran ciudad, las autopistas, el extrarradio, etc. Dentro de este panorama, logramos tener la excusa perfecta para permitirnos un hecho mágico, que será realmente el McGuffin de toda la película: existe un hechizo para poder traer de vuelta al padre que perdieron, pero solo durante 24 horas. Sin embargo, sale mal y se ven obligados a encontrar una piedra fénix antes de que transcurra ese día para lograrlo o ya no podrán volver a tener esa oportunidad. Comienza así esta particular road movie fraternal en que ambos hermanos intentarán lograr su objetivo mientras mejoran y aprenden a conocerse a sí mismos y al otro.
La personalidad de los personajes está bien definida. Por una parte, Ian, a quien podemos considerar el auténtico protagonista, dado que el foco no lo abandona, es un muchacho inseguro y con pocas habilidades sociales al que le pesa no haber podido conocer a su padre ni compartir ningún recuerdo de su vida. Cuando se encuentra por casualidad con un viejo compañero de su padre, que se lo describe como una persona maravillosa, pretende lograr superar sus miedos y conseguir tener una vida mejor. Sin embargo, como ya sabemos, la experiencia ajena no nos hace cambiar con tanta facilidad, en ocasiones es necesario experimentar una serie de vivencias para lograr ese cambio.
Por otra parte, Barley es un joven algo bravucón y desvergonzado, extravertido aparentemente, con intereses que podríamos catalogar como frikis, como su afición por Dragones y Mazmorras y defensor de lo histórico y de las raíces mágicas de su comunidad. Su bien más preciado es una furgoneta que va reparando con el tiempo, un tópico estadounidense del valor antiguo de los vehículos y sus particulares tuneos. A pesar de sus diferencias, y aunque Ian se muestre avergonzado por algunas actitudes de Barley, tienen una buena relación y a ambos les une, en gran medida, la añoranza por el padre perdido. No en vano, Ian atesora las pocas anécdotas de su padre que Barley recuerda cuando puede y que, además, formarán parte imprescindible de la trama. A fin de cuentas, el padre es un personaje imprescindible en la trama, empleado además de forma cómica, más allá del melodrama en el que cae a veces.
Por otra parte, Barley es un joven algo bravucón y desvergonzado, extravertido aparentemente, con intereses que podríamos catalogar como frikis, como su afición por Dragones y Mazmorras y defensor de lo histórico y de las raíces mágicas de su comunidad. Su bien más preciado es una furgoneta que va reparando con el tiempo, un tópico estadounidense del valor antiguo de los vehículos y sus particulares tuneos. A pesar de sus diferencias, y aunque Ian se muestre avergonzado por algunas actitudes de Barley, tienen una buena relación y a ambos les une, en gran medida, la añoranza por el padre perdido. No en vano, Ian atesora las pocas anécdotas de su padre que Barley recuerda cuando puede y que, además, formarán parte imprescindible de la trama. A fin de cuentas, el padre es un personaje imprescindible en la trama, empleado además de forma cómica, más allá del melodrama en el que cae a veces.
En su periplo hasta la piedra fénix, Ian hará todo lo necesario por lograr su objetivo, deseando cumplir el sueño de conocer a su padre, para el que piensa múltiples actividades. Sin embargo, la película propone en realidad un viaje hacia su evolución. Como suele suceder con todas las road movie, lo importante es el viaje, no la meta. A través de las pruebas que debe afrontar Ian, que son excesivamente subrayadas en el tramo final, logra lo que en el fondo quería y lo que realmente necesitaba. Mientras que Barley, que aparentaba ser más frívolo e indiferente a las opiniones ajenas, acaba por mostrar su corazón. Además, el viaje conjunto tiene un clímax bastante catártica para el espectador. Como sucedía en Una cuestión de tiempo (About time, Richard Curtis, 2013), se emplea un elemento mágico para intentar darnos una lección sobre nuestra vida cotidiana. A partir de un hecho extraordinario, se nos remite un mensaje para aprender sobre el valor de lo ordinario, de lo que vivimos o hemos vivido día a día sin necesidad de tener ningún don especial, sin necesidad de magia alguna. Y lo que parecía una historia en busca de la oportunidad de volver a estar con un padre, acaba por ser una revalorización de todo lo que se ha vivido. Siendo lo mejor de todo que nada se siente forzado, sino que evoluciona de forma natural de un punto hasta el otro.
A todo ello debemos sumar que los personajes secundarios brillan y aportan un tono humorístico que consigue equilibrarlo todo. Desde la madre de los protagonistas, que a pesar de las apariencias iniciales, muestra arrojo y es capaz de luchar y aventurarse para asegurar la protección de sus hijos, pasando por la Mantícora, que tiene que decidirse por su pasado más bestial y su vida actual, o por el padrastro, un centauro policía al que le encanta hacer chascarrillos, hasta llegar a los múltiples personajes esporádicos que en apenas unos trazos consiguen ser reconocibles, aunque podamos considerar tópicos, como sucede con las hadas moteras.
Sin duda, Onward tiene un equilibrio bastante acertado entre el humor, la aventura y la emotividad, con un tramo final que logra pasar de un anticlímax reflexivo a un clímax espectacular, con una escena muda bastante acertada y que se convierte en una propuesta distinta a lo habitual. Este esquema sigue una estructura similar a la anterior propuesta de la productora que no fue una secuela, Coco (Lee Unkrich, 2017), aunque su diseño y su estilo visual sean bastante diferentes. Y aunque el ambiente y el torno mágicos nos remitan a la fantasía, Pixar vuelve a conseguir situar cuestiones muy humanas dentro de paradigmas que no lo parecen a priori.
En definitiva, esta película nos propone un viaje ligero gracias a su humor, pero escondiendo un aprendizaje vital más profundo de lo que aparentaba; una obra sobre la formación y el crecimiento de su protagonista. Es el periplo del héroe que debe aprender que la única forma de cambiar es viviendo o que lo que necesitaba ya lo tenía. Son tópicos clásicos, que ya nos han contado en otras ocasiones, pero narrados de una forma distinta, con algunos elementos originales y con situaciones en que muchos se sentirán identificados. Os invitamos a verla en familia, aunque a pesar de ser de Pixar, recomendamos que no sea con niños pequeños, la comprenderán mejor y la disfrutarán más con cierta edad.
Sin duda, Onward tiene un equilibrio bastante acertado entre el humor, la aventura y la emotividad, con un tramo final que logra pasar de un anticlímax reflexivo a un clímax espectacular, con una escena muda bastante acertada y que se convierte en una propuesta distinta a lo habitual. Este esquema sigue una estructura similar a la anterior propuesta de la productora que no fue una secuela, Coco (Lee Unkrich, 2017), aunque su diseño y su estilo visual sean bastante diferentes. Y aunque el ambiente y el torno mágicos nos remitan a la fantasía, Pixar vuelve a conseguir situar cuestiones muy humanas dentro de paradigmas que no lo parecen a priori.
En definitiva, esta película nos propone un viaje ligero gracias a su humor, pero escondiendo un aprendizaje vital más profundo de lo que aparentaba; una obra sobre la formación y el crecimiento de su protagonista. Es el periplo del héroe que debe aprender que la única forma de cambiar es viviendo o que lo que necesitaba ya lo tenía. Son tópicos clásicos, que ya nos han contado en otras ocasiones, pero narrados de una forma distinta, con algunos elementos originales y con situaciones en que muchos se sentirán identificados. Os invitamos a verla en familia, aunque a pesar de ser de Pixar, recomendamos que no sea con niños pequeños, la comprenderán mejor y la disfrutarán más con cierta edad.
Escrito por Luis J. del Castillo
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