Cuentos de Nueva York, de O’Henry, y adaptación Cuatro páginas de la vida, de varios directores

02 diciembre, 2017

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O’Henry fue el seudónimo de William Sydney Porter (1862-1910), un escritor norteamericano de formación autodidacta (el gusto por la lectura le fue inculcado por una tía), que antes de dedicarse a la literatura, hubo de huir a Honduras y a México acusado de desfalco; una culpabilidad puesta en duda por algunos críticos y biógrafos. A su regreso, en 1897, al tener noticia de la expiración de su esposa, fue detenido y encarcelado durante tres años. Y fue justamente estando en prisión cuando William comenzó su andadura como escritor, con el fin de poder mantener a sus hijos, llegando a publicar una historia semanal en el diario New York World.

Su apodo fue adoptado a modo de un simpático recuerdo del gato de unos amigos, que se llamaba Henry. A partir de ahí, la literatura acabó siendo para nuestro autor como una realidad alternativa, frente a las dificultades y conflictos cotidianos; esas páginas más feas de la vida, que O’Henry se propuso reescribir por medio de unos relatos en los que siempre prevalecía la felicidad y la justicia (Introducción de Cuentos de Nueva York).

De hecho, sus cuentos se deslizan entre el realismo más descarnado y el fantástico más apegado al suelo (pero no por ello menos fantástico). Como es mi costumbre, paso a detallar algunos de ellos, atendiendo a la recopilación propuesta por Cuentos de Nueva York (Espasa Calpe, colección Austral, 2008), y procurando, en lo posible, no desvelar toda la trama.

Una de las primeras cosas que llaman nuestra atención es el modo en que el elemento maravilloso se inserta con total normalidad, en la existencia de los personajes, aunque revalorizándola. Sucede en la resolución de muchas de las historias, como parte de una cotidianidad de la que tan solo percibimos uno de los senderos. Un fenómeno entendido como prodigio de la vida, en su más amplia acepción y aunque que no siempre se manifieste, más que como asombroso portento capaz de vulnerar las leyes de la naturaleza (sean las que sean).

Comenzando por el celebrado El regalo de los Reyes Magos, en él nos narra O’Henry la peripecia ¡y pericia! vital de un joven matrimonio, que se dispone a adquirir los respectivos regalos de Navidad. Para ello, cada uno de los desposados renuncia a aquello que más aprecia.

Historia con final feliz y paradójico (nunca absurdo o contradictorio), también la hallamos en El conde y el invitado a la boda, donde una joven que trabaja pasando a máquina los distintos menús de un restaurante, echa de menos a su prometido. Atañe al cuento un enamoramiento, pese a que el conde en cuestión resulta no serlo, sino un pez gordo de la política de Nueva York. En La fórmula perdida, un tímido muchacho que trabaja como barman, encuentra al fin el valor para hablarle a una guapa señorita, gracias a que dos de sus colegas han logrado recordar los ingredientes exactos de una bebida vigorosa, anímicamente hablando.

En muchas de estas situaciones, que podemos considerar ordinarias, la narración se da la vuelta, en tanto que en otras parece completar un círculo completo. Tal es el caso del magnífico y desolador relato El péndulo. Con la ausencia de su esposa, que ha ido a ocuparse de su madre enferma, John se da cuenta de lo vacía que resulta la vida sin ella, y de lo poco atendida que la tiene. Sin embargo, cuando la consorte regresa, un poco antes de lo previsto, todo vuelve a ser como antes, y John parte a reunirse con sus amigos.

Algo parecido le sucede al cochero Jerry cuando recoge a una cliente que no posee dinero para el viaje, en Desde el pescante del cochero. Cuando la lleva a comisaría, una vez superados los efluvios de su borrachera, es capaz de reconocer a la pasajera.

Prosiguiendo en esta línea, o líneas, de identidades encubiertas, dos huéspedes coinciden en un hotel, en Pasajeros en Arcadia, revelándose al final sus auténticas personalidades, en pos de una bonita relación. Se trata de un relato donde se critica el temor, no tanto a las falsas apariencias, como al hecho de no estar a la altura de lo que la sociedad exige.

Por otra parte, las oportunidades perdidas, como otro de los elementos esenciales de la vida, articula relatos como La lámpara dispuesta, en el que dos amigas, una dependienta de unos grandes almacenes, y la otra empleada en una lavandería, persiguen un ideal: hallar a un hombre con los suficientes posibles como para poder ascender socialmente. Una parece lograrlo, pero en el camino perderá algo mucho más valioso. Asimismo, una amiga presume frente a otra acerca de cómo consigue obtener un montón de regalos, después de que su marido se propase y sienta remordimientos, en el gráfico Una tragedia en Harlem. A su vez, en Un enamorado tacaño, la dependienta joven y hermosa de otros grandes almacenes desdeña la propuesta de un rico enamorado, porque no cree que su fortuna sea cierta.

Como vemos, el amor como sustancia imprevista e inclasificable, impregna muchos de los relatos. Las cuitas amorosas de un buen farmacéutico de barrio, enamorado en secreto de una muchacha más joven, forman el núcleo de El filtro de amor de Ikey Schoenstein. En él, el chistoso y anecdótico tono que O’Henry confiere al argumento da paso a un excelente retrato descriptivo. Algo similar ocurre cuando un jactancioso ciudadano del mundo muestra su falsa pose de indiferencia en Un cosmopolita en un café, al acabar peleándose, en un bar, con quien ha insultado el pueblo en el que nació.


Los bienes acumulados, y para qué deben servir realmente, son otra de las argumentaciones de O’Henry. Padre e hijo charlan sobre el valor del dinero en el curioso Mamón [sic] y el arquero. A lo largo de la conversación, el hijo confiesa que está enamorado, y el padre emplea buena parte de su fortuna para que la relación fructifique, demostrando que lo importante del peculio estriba, precisamente, en cómo se emplea.

Como ya he observado, el reverso ante una situación es característica del autor que, echando mano al pronto más rayano en el humor negro, hace que el intento de una hija por matar de frío a su anciano padre, inválido y rico, sea frustrado por la fiel ama de llaves, en El alegre mes de mayo. Ironía llevada al paroxismo en El perfil encantado, donde una anciana millonaria pretende la compañía de una joven mecanógrafa, ¡porque su rostro le recuerda la efigie de la mujer que aparece acuñada en las monedas!

Pero no todos los relatos poseen un desenlace bienaventurado para los protagonistas. En la misma habitación destartalada para alquilar, encuentran idéntico y trágico final una joven y el muchacho que la ha estado buscando. Tal vez la estancia ejerza alguna maligna influencia, o tal vez sea todo debido a la casualidad (sucede en El cuarto amueblado). Ahora bien, en La cuadratura del círculo, los dos supervivientes de dos familias enfrentadas durante generaciones, son incapaces de llevar a término la vendetta, una vez han abandonado el entorno rural y se han instalado en la Gran Ciudad. Una ventura que confirma la digresión, más que relato, de Un cuento inconcluso, acerca de un mundo donde prevalece la sinceridad por encima de todo.

Ilustración desconocida para El regalo de los Reyes Magos
Muy popular fue también La última hoja, historia en la que una joven pintora del Greenwich Village, tradicionalmente, el barrio de los artistas y la bohemia neoyorquina, asegura que su vida tendrá fin en el instante en que la última hoja de una enredadera, que alcanza a ver desde su ventana, se desprenda y caiga.

Así, la inversión de las situaciones y la mudanza de las circunstancias vitales, más que cíclicas, a modo de dientes de sierra que suben y bajan, por emplear una nueva imagen, es otro de los recursos narrativos empleados por O’Henry. Por ejemplo, en Dos caballeros el Día de Acción de Gracias, donde -facilito el argumento completo- un anciano caballero, perteneciente a una antigua y aristocrática familia de Nueva York, invita todos los años al vagabundo Pete a cenar el Día de Acción de Gracias. Ese año, sin embargo, el vagabundo ha sido también emplazado por dos amables ancianas, en tanto que el caballero, mermada su situación económica, ha ayunado hasta tres días para poder ofrecer a Pete la acostumbrada cena. Pete no desea decepcionarlo y sufrirá un atracón, con lo que ambos acaban en el mismo clínico (uno por comer en demasía y el otro por falta de alimento).

La figura del indigente vuelve a asomar en Cómo nace un neoyorquino. El vagabundo y poeta Raffles llega a la Gran Manzana, pero no acierta a definir la ciudad por medio de un poema, como gusta de hacer habitualmente, pues esta se le escapa de entre los versos. En una ironía no exenta de humanidad, habrá de sufrir un percance para comprender el auténtico espíritu de la ciudad.

Asimismo, es El policía y el salmo otro irónico relato en el que un joven menesteroso trata por todos los medios de ser encarcelado sin conseguirlo, hasta que finalmente escucha los acordes de una vieja melodía que le recuerda su pasado y le predispone a cambiar de vida

La última hoja, de Cami Lee
Muchas veces se ha establecido la comparación de que la vida es como las páginas de un libro. Solo que, para poder ir pasándolas como corresponde, mejor es haberlas leído con suma atención. La adaptación de algunos de los relatos de O’Henry fue objeto de la película Cuatro páginas de la vida (O’Henry’s Full House, Fox, 1952), estructurada en capítulos cinematográficos, cada uno de los cuales fue dirigido por un realizador distinto. Estos fueron Henry Hathaway (1898-1985), Howard Hawks (1896-1977), Henry King (1886-1982), Henry Koster (1905-1988) y Jean Negulesco (1900-1993).

Presentados por el novelista John Steinbeck (1902-1968), dichos capítulos se basan en varios de los relatos de O’Henry, desarrollados por diversos guionistas. En concreto, The Clarion Call (La llamada del Clarión), lo fue por Richard Breen (1918-1967); El regalo de los Magos, por Walter Bullock (1907-1953) y Philip Dunne (1908-1992); La última hoja, por Ivan Goff (1910-1999) y Ben Roberts (1916-1984); El policía y el salmo, por Lamar Trotti (1900-1952), y finalmente, el divertido Ransom of Red Chief (El rescate del Jefe Rojo), por Ben Hecht (1894-1964), Nunnally Johnson (1897-1977) y Charles Lederer (1911-1976).

Si han sumado, nos salen cinco páginas de la vida, pero es que en el estreno original de la película, no se incluyó el último de los segmentos referidos (en realidad, el antepenúltimo de la película), que sí ha sido recuperado para su edición en formato DVD. Una anécdota agravada por la numeración que propone el título en español.

Alfred Newman compuso la partitura (1901-1970), y los diversos cinematographers fueron Lucien Ballard (1904-1988), Milton Krasner (1904-1988), Joseph McDonald (1906-1968) y Lloyd Ahern (1905-1983). Lo que no está pero que nada mal.

Un hombre ingresa en prisión, y lo hace en silencio, porque las palabras le brotarán más adelante. Es el propio O’Henry que, apenas entrevisto entre sombras, cambiará la vista de los barrotes por la del paisaje variado de sus nacientes historias. Así da comienzo Cuatro páginas de la vida.

Tras la primera de las presentaciones de John Steinbeck, asistimos a las andanzas del pordiosero Soapy (el genial Charles Laughton), puestas en imágenes por Henry Koster. Es lo que solemos llamar un filósofo de la vida, cuya mejor aspiración es pasar el crudo invierno en una confortable celda, con todas las comodidades. Tras dormitar en un parque público, trata por todos los medios de ser arrestado, sin conseguirlo. En compañía de su amigo Horace (David Wayne), otro mendigo de menos entendederas, asiste a un himno religioso que cambiará, sino su vida, sí su actitud profesional ante la misma.

En el siguiente episodio, realizado por Hathaway, el desequilibrado y bravucón Johnny (Richard Widmark) y su ex colega Barney (Dale Robertson), ahora detective de la policía, se enfrentan en un duelo, no tanto a pistola como a principios (éticos y crematísticos). Una trama genialmente resuelta, por la que Barney no dejará de cumplir con su obligación, sin faltar a la palabra dada a Johnny. Este último personaje supone una divertida sátira de los otros papeles duros interpretados por Richard Widmark (1914-2008), en un relato donde, una vez más, los roles se han invertido, al igual que la coyuntura, con la ayuda del periódico Clarión.


El arte, la pobreza y una gran nevada van de la mano en La última hoja, dirigido por Jean Negulesco. El cual planifica las causas del mal estado de salud de Joanna (Anne Baxter), desde ese frío ambiente de la ciudad, dejando la cámara frente a una ventana. Sabemos lo que está sucediendo tras el cristal, aunque no dispongamos del sonido. Una solución cinematográfica magnífica, pues este último elemento resulta redundante.

El caso es que Joanna ha sufrido un duro golpe, y es atendida por su hermana Susan (Jean Peters). No está claro que Joanna se sobreponga, y no porque físicamente esté en malas condiciones, sino porque, como bien advierte el doctor (Richard Garrick), la paciente ha perdido las ganas de vivir. Por si esto fuera poco, se le ha metido en la cabeza que cuando la última hoja de una parra sea llevada por el viento, ella morirá.

La nevada afecta, por lo tanto, no solo al clima del entorno, sino a la situación personal de Joanna (pendiente de una pulmonía). Su vecino, el pintor Behrman (Gregory Ratoff), independiente, libre y pobre, tal como se autodefine (o autorretrata), tratará igualmente de comunicarle a la joven lo que otros no alcanzan a ver en sus pinturas.

Así llegamos al Rescate del Jefe Rojo, dirigido por Howard Hawks, que in ictu oculi (es decir, por medio de un cartel) nos anuncia que se busca a dos prófugos por malversación de fondos (Fred Allen y Oscar Levant), en la Alabama de primeros de siglo (XX). Los fugitivos deciden hacerse con algún dinero por vía del secuestro. Su objetivo será J. B. Dorsey (Lee Aaker), un muchacho más resuelto de lo que esperaban. De nuevo, la situación se invierte, y el chico de nueve años pasa de víctima a justiciero. Howard Hawks planifica su secuestro frente a otra ventana, esta vez, desde su interior, y ante la indolencia -y agradecimiento- de los progenitores.


Finalmente, somos testigos de los cálidos preparativos, previos a la Nochebuena, de unos animosos Della (Jeanne Crain) y Jim (Farley Granger). Un joven matrimonio que no se resigna a no adquirir los correspondientes obsequios navideños. Henry King traduce la antedicha gelidez invernal de Nueva York en la imagen de la fresquera que Della ha dispuesto, a modo de despensa, en la ventana de su cocina. El realizador también hace uso de una ventana para transmitir la ilusión -por encima de las dificultades- que hace mella en los desposados. Solo que, en esta ocasión, son los artículos de regalo los que parecen observar con cariño a los clientes.

Escrito por Javier C. Aguilera


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