El diablo a las cuatro, de Mervyn LeRoy

25 noviembre, 2017

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Precursora del cine de catástrofes, sean animales, geológicas o mecánicas, El diablo a las cuatro (Devil at Four O’Clock, Columbia Pictures, 1961) se sitúa en una colonia francesa llamada Talua, en pleno Océano Pacífico, y en las proximidades de Tahití (Polinesia Francesa). Allí convergen tres presos, Harry (Frank Sinatra), Marcel (Grégoire Aslan) y Charlie, apodado Carnicero (Bernie Hamilton), y un cura misionero algo borrachín, el padre Matthew Doonan (Spencer Tracy), personaje que está de vuelta de preeminencias sociológicas y jerárquicas.

A sustituir al baqueteado -e incómodo- padre llega también Joseph Perreau (Kerwin Matthews), como comprobará Doonan, demasiado adiestrado como para andar por estos pagos. Claro que con los presos lo tiene aún peor. Al saludo de que Dios les acompañe, responde Harry con la pregunta de quién es Dios.

Pero no se trata este de un relato por el cual tenga Doonan que convertir a los errados convictos, en un misericordioso afán apostólico. Serán ellos mismos quienes, dadas sus circunstancias y las de la isla, adquieran, o recuperen, algunos de los valores contemplados por, entre otras confesiones, el cristianismo. Estimo que el matiz es importante. La misión catequista del padre se traduce en ser el primero en estar dispuesto a echar una mano, y aunque atañe a todos los habitantes del entorno de una forma indirecta, es prioridad de quienes sí le corresponden, espiritualmente hablando. En concreto, de los habitantes de su propio hospital de leprosos. De hecho, a Doonan no le gusta perder el tiempo con las simplezas de costumbre, aunque se muestra muy práctico a la hora de hacer colecta de revistas pecaminosas (para llevar los cotilleos que contienen a su enfermera jefe [Cathy Lewis]).

Nos queda otro importante personaje. El Viejo Diablo, al cual hace referencia un lugareño y el título de la película, es el volcán que corona la isla. A él conciernen los destinos de sus habitantes; como suele suceder en toda (des)ventura de catástrofes que se precie, de una forma tan arbitraria como predecible, merced al demiurgo que es facultad del guionista. Género y eventualidades, en cualquier caso, anticipadas en su día por W. S. van Dyke (1889-1943) en su excelente San Francisco (Ídem, MGM, 1936).


Abundando en esta coyuntura de las convicciones personales, será el propio padre Doonan el que, cansado de jerarcas (laicos y religiosos), pero estimulado por la determinación de quienes le rodean, reafirme su fe. En este sentido, los presos y el grupo de personas que configuran el hospital, situado en las faldas del volcán, le harán notar cómo la utilidad de alguien no depende de si ha sido relevado de sus funciones o no. Una retroalimentación, por lo tanto, que beneficia a todos. Ante la falta de humanidad de algunos funcionarios de prisiones (no todos), y la indolencia interesada del gobernador de la isla (Alexander Scourby), Doonan transmite su humanidad, pragmatismo y vitalidad. En suma, la verdadera autoridad.

Distinto al de los funcionarios es el descreimiento de los tres presos llegados a la isla. La vida no parece haber sido justa con ellos, pero optan por ayudar al padre de una forma efectiva, marchando a evacuar a los niños y al resto de personal del hospital, sabedores de que su condena puede verse drásticamente reducida, aunque siendo conscientes en todo momento del peligro que ello entraña. Es decir, mientras que unos son despreciativos por sentirse estamentalmente superiores (algunos lugareños y los representantes de la política -más que del orden-), otros se muestran abiertamente desengañados; podríamos decir que se sienten vitalmente estafados (los convictos).

Sin embargo, bien interrumpiendo el devenir natural de las cosas, bien formando parte de las mismas, el caso es que el volcán entra en erupción, después de haber dado sobrados síntomas de aviso. Como, de forma elocuente, expresa el repentino silencio de las aves, o el hecho de que los nativos intuyan que ya ha llegado el momento de hacerse a la mar, tal vez para no regresar nunca.


Los personajes están bien delineados, por medio de sus actitudes, o por cómo estas son contempladas por los demás. Por ejemplo, Harry considera la cárcel como su casa. Siempre he sido un vagabundo, explica. Su atracción hacia la joven ciega Camille (Barbara Luna), recompondrá sus intereses más inmediatos y hasta ulteriores (al vislumbrar un futuro mejor). En cuanto al padre Doonan, en palabras del doctor Feldman (Martin Brandt), encargado del hospital y de abrirle los ojos al bienintencionado pero algo obtuso Perreau, lo que falló no fue la fe, sino la religión; o si se prefiere, la naturaleza humana, tan contradictoria. Algo que puede aplicarse al resto de personajes que, de un modo u otro, se han visto privados de su libertad (por ejemplo, para caer en manos del servilismo ideológico, sea del cariz que sea).

Feldman explica que Doonan hubo de hacer frente a una sociedad hostil. Todos se volvieron contra él, al tratar de mantener a los enfermos de lepra a buen recaudo. No es un santo, pero sí un hombre bueno, concluye el doctor, ajeno a otros razonamientos de corte más dogmático. Realmente, entiende que lo adverso forma parte de la naturaleza en sí misma, la humana y la terráquea. En tanto que Perreau, una vez cumplida su función, se ve relegado de la trama, lo cual no resulta demasiado extraño. Mientras tanto, la relación entre el resto de personajes se afianza durante el rescate de los ocupantes del centro hospitalario, hecho a base de cañas y barro.


Mitad paraíso, mitad infierno, la isla se convierte en una gráfica representación de la vida de los protagonistas. Lo que exige algunos sacrificios; desde vadear un cauce formado por el ardiente magma, hasta atravesar un puente semi derruido bajo el cual fluye el río de lava (una idea posteriormente incorporada a otras películas). Estupendas imágenes del terremoto y de la erupción del volcán son integradas en la fotografía de Joseph Biroc (1903-1996).

Escrita por Liam O’Brien (1913-1996), en torno a una novela de Max Catto (1907-1992), El diablo a las cuatro sitúa a unos personajes fácilmente extrapolables, aunque se revistan de sacerdotes o presidiarios, ante una encrucijada trascendental, por la naturaleza del planeta y la de sí mismos. Además, recientemente pude adquirir un CD con la banda sonora de George Duning (1908-2000), que da cuenta de su capacidad expresiva a la hora de abordar ambas facetas, incluso fusionándolas por medio de algunos cantos tribales y religiosos.

Como ya he adelantado, el veterano, demasiado olvidado, y por ello recomendable, Mervyn LeRoy, fue el encargado de dirigirla.

Escrito por Javier C. Aguilera


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