Sobre un mapa de México comienzan a sobreimpresionarse los títulos de crédito de El gran robo (The Big Steal, RKO, 1949). Ya estamos, pues, ubicados. Ahora solo nos falta conocer a los principales protagonistas. Estos son tres norteamericanos y un oficial mexicano. El primero que aparece es Duke Haliday (el estupendo Robert Mitchum), que se presentará a sí mismo como tesorero del ejército. Nada más arribar a México por vía marítima, es sorprendido en su camarote por el capitán, también del ejército, Vincent Blake (William Bendix). Blake pretende extraditarlo, ya que a Haliday se le acusa del robo de trescientos mil dólares, destinados al abono de unas nóminas. Un desfalco que él no ha perpetrado. Por el contrario, lo que Haliday pretende es dar con el paradero del verdadero ladrón.
Que no es otro que Jim Fiske (Patric Knowles), el vértice de la historia, pues también es requerido, digámoslo así, por su ex novia y víctima Joan Graham (Jane Greer), secretaria de una compañía de importaciones, a la que Fiske también ha malversado. Pero todos estos pormenores los iremos conociendo según avanza la narración. Tras una pelea en el camarote, felizmente resuelta por el competente realizador Donald Siegel (1912-1991), Haliday logra zafarse de Blake adoptando su identidad, en tanto que Joan es burlada al reclamar su dinero a Fiske.
La realización no puede ser más precisa y concisa. El destino establecido por el director y los guionistas, a saber, Drayson Adams (1900-1988) y Geoffrey Homes, seudónimo del singularísimo Daniel Mainwaring (1902-1977), en torno al relato The Road to Carmichael’s (-) de Richard Wormser (1908-1977), dispone que Joan y Haliday vuelvan a encontrarse en el mismo hotel (donde para Fiske). Un destino que anteriormente los ha juntado, aún sin conocerse, en el atestado muelle del puerto, a su llegada a México. En tanto se organiza la captura de Fiske, el director, imagino que con la aquiescencia de los guionistas y del autor del relato, no deja de introducir en este primer encuentro la irónica presencia de un ave real, un loro.
El caso es que el pájaro de Fiske ha volado astutamente en el mismo momento en que los desplumados Joan y Haliday pretendían cortarle las alas. Por lo que, ambos deciden darle alcance, tras verse unidos en la aventura. Para ello disponen de un mapa con una ruta a seguir, propiedad del propio ratero. Tal cúmulo de circunstancias conducirá (¡literalmente!) a ambos personajes a la búsqueda del dinero, con objeto de hacer justicia. En su caso, para reestablecer la respetabilidad dañada, en el de otros, para quebrantarla, digámoslo así, al pretender proporcionar tal suma a un perista. Tenemos intereses comunes, los pájaros, resume Joan de forma alegórica frente al inspector general de la policía, Ortega (un vivaz Ramón Novarro), restante personaje estratégico de la trama.
En efecto, la policía de México, encabezada por el inspector, acaba por estar al tanto de esta operación de rescate, y decide seguir el vuelo de todos los implicados, incluido el auténtico capitán Blake, que anda tras Haliday. Es curioso cómo la figura del inspector mexicano no es mostrada de forma tan estereotipada como cabría esperar, lo cual es un punto a favor del relato cinematográfico. Probablemente, por estar encarnado por el referido Ramón Novarro (1899-1968), celebérrimo actor de películas mudas. El resto de mexicanos sí son retratados de forma algo indolente, pero en honor a la verdad, no es mejor la impresión que los lugareños, como por ejemplo un barbero, sacan de los visitantes norteños.
Triple persecución, por lo tanto. Jim Fiske es seguido por Duke Haliday y Joan Graham que, a su vez, son seguidos por el capitán Blake. Sin olvidar que, aún desde una distancia entre divertida y prudencial, los movimientos de todos ellos son advertidos por el inspector Ortega, en un simpático tira y afloja. Siegel materializa esta búsqueda compartida por medio de una estupenda persecución en coche. Al fin y al cabo, El gran robo es un policiaco aventurero tanto como una road-movie, en la que el ritmo no desfallece jamás. Todo ello, en una atmósfera y compás realista, a la que contribuyen la música de ambiente mexicano del interesante Leigh Harline (1907-1969) y la fotografía pulcra de Harry J. Wild (1901-1961).
El giro final que toman los acontecimientos también será vertiginoso. Sin embargo, tras estos últimos avatares, la satisfacción acompañará a nuestros protagonistas, Joan y Haliday, así como al espectador, por haber podido asistir a una película de género tan disfrutable.
Tras el atezado desenfado de El gran robo, asistimos a las algo más virulentas y detalladas incidencias de un Sábado trágico (Violent Saturday, Fox, 1955), tal cual fueron desarrolladas, de forma igualmente admirable, por el guionista Sydney Boehm (1908-1990), en torno a una novela de William L. Heath (1924-2007) y puestas en imágenes por el excelente realizador Richard Fleischer (1916-2006).
La película se bifurca entre los géneros negro y el policíaco, con la particularidad de una fotografía en color, a cargo de Charles G. Clarke (1899-1983), o la música semi melodramática de Hugo Friedhofer (1901-1981), a modo de penúltima parábola de unos géneros que se expandían en cinemascope, pero que no perdían uno solo de sus componentes más reconocibles, como el del héroe a la fuerza que, además, se ve forzado a actuar solo.
Es cierto que Sábado trágico transcurre, en buena medida, en el escenario aireado de un pueblecito, pero no por ello sacrifica la sordidez de un medio ambiente moral, o la negrura consustancial de algunos de los protagonistas. En este sentido, los peligros de la gran urbe se trasladan al campo, no dejando de manifestarse en este entorno rural. Asimismo, persiste cierto fatalismo argumental (las “circunstancias de la vida”), en tanto que los atracadores permanecen unidos, pese a las distintas idiosincrasias, y los pobladores se avienen lo mejor que pueden.
El plano de una cantera, que es en realidad una mina de cobre al aire libre, muestra una población al fondo, al término de los créditos iniciales. Se trata de una detallista imagen, que vuelve a incidir en esa concisión narrativa tan característica del género -o géneros-, al igual que sucede con los letreros del Banco de Brandeville, que nos informan, precisamente, del nombre del pueblo, del mismo modo que, en el interior del recinto, otros rótulos dan cuentan de la fecha: viernes once.
De un autobús desciende el vendedor de bisutería encubierto Harry Harper (Stephen McNally). El resto de sus compañeros de atraco son Billy Dill (Lee Marvin) y Chapman, o Chapi (J. Carroll Naish), que llegan en tren a Brandeville. Existe un cuarto, que aparecerá algo más tarde, Stan Smith (Robert Adler), pero su incidencia en la trama es más accesoria. La presentación de todos los personajes y sus circunstancias particulares es sumamente certera, por medio de actitudes, gestos y diálogos. Una presentación de forasteros y vecinos que no renuncia a cierto carácter documental, en un entorno en el que también conviven familias amish. Y aunque los atracadores se valdrán de la buena voluntad de tan disciplinados “hermanos”, estos pondrán en claro que la práctica de su salvaguardia es, por suerte, versátil.
Entre el resto de personajes convergentes están el apoderado del banco Harry Reeves (Tommy Noonan), y la bibliotecaria Elsa Braden (Sylvia Sydney), la cual debe una importante suma de dinero al banco, que se dispone a embargarle el sueldo. Elsa comete un hurto, que casualmente es descubierto por Reeves. El mismo azar que hace que Elsa averigüe, al mismo tiempo, la afición voyeurística del banquero.
También en Brandeville reside Shelley Martin (Victor Mature), administrador de la citada mina. Shelley es trazado como un personaje noble y comprensivo, aunque desapercibido incluso para su hijo Stevie (Billy Chapin). Trabaja para Boyd Fairchild (Richard Egan), que es el hijo del propietario de la excavación. Boyd considera al padre de Shelley (ya fallecido) como un fracasado, en tanto que a Shelley como un triunfador. Y viceversa. Es decir, que en un alarde de sinceridad, Boyd se considera a sí mismo como un malogrado en los negocios, a la invicta sombra de su padre. Incluso como marido, pues su matrimonio con Emily (Margaret Hayes) hace aguas. La propia Emily busca consuelo a su insatisfacción en otros brazos.
La comunidad posee su Club de Campo, donde se organizan reuniones, se reestructuran las relaciones, se evidencian los fracasos, concurren los anhelos insatisfechos, e incluso los muy satisfechos, y quedan al descubierto las debilidades personales. Sin duda, un lugar fascinante, que Fleischer emplea visualmente de forma expresiva.
Debo señalar que, al contrario de lo que han dejado escrito la mayoría de críticos, de forma algo estereotipada, acerca de la podredumbre que suelen albergar estas comunidades floridas, a mí sí me agradan estos pueblos de provincia, sobre todo, los retratados en la década de los cuarenta y cincuenta; tales como, pongo por caso, el de Solo el cielo lo sabe (All That Heaven Allows, Douglas Sirk, 1955). A pesar de las adversidades, y siendo muy consciente de las mezquindades de la América profunda, creo firmemente que el ser humano es como es en cualquier escenario.
Tan es así, que el matrimonio de Boyd y Emily acaba por reconciliarse, poniendo de manifiesto la fragilidad de algunos proyectos vitales, cruelmente cercenados por quienes vienen de las grandes ciudades. Por su parte, la acogedora vivienda de Shelley, casado con Hellen (Dorothy Patrick), se encuentra situada junto a su lugar de trabajo, en otra forma de confirmar, de forma visual, su dedicación e integridad. A lo largo de la narración, Shelley tendrá ocasión de demostrar que nadie es prescindible, al igual que habrá de hacerlo el apocado cabeza de familia amish (Ernest Borgnine).
En su dominio del formato ancho, Richard Fleischer muestra cómo el voyeur es observado, a su vez, por los recién llegados (y estos por el espectador). Se trata de un fisgón que ronda a la enfermera Linda Sherman (Virginia Leith), enamorada -no tan secretamente- de Boyd. El atraco perpetrado por los maleantes pondrá patas arriba todo este cúmulo de relaciones, en lo bueno y en lo malo.
Escrito por Javier C. Aguilera
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