Clásicos Inolvidables (CXXXIX): El rayo que no cesa, de Miguel Hernández

08 septiembre, 2017

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Cuanto he sabido de la vida de Miguel Hernández (1910-1942), ya fuera por los años académicos o por diversas lecturas casuales, me ha otorgado la sensación de encontrar a un hombre sincero. Quizás incluso de cierto sentir translúcido y, por tanto, con una cercana humanidad. No hablamos aquí de ideologías, ni mucho menos de política, sino de una personalidad que transmitía una honestidad única, quién sabe si por sus humildes orígenes o por alguna otra razón desconocida e insondable.

Si en sus años de mozo tuvo que seguir un camino casi solitario entre las tareas campestres y las cabras que pastoreaba, con la única tutela de su estimado, a pesar de sus disputas, Ramón Sijé, con el tiempo lograría hacerse un hueco en el terreno madrileño. Su primer viaje le hizo retornar a Orihuela con cierta sensación de fracaso, pero con el material suficiente para desarrollar su poemario Perito en lunas (1933) dentro de la estela neogongorina. Bajo esa misma sombra se cobijará el cancionero El rayo que no cesa (1936), su segundo poemario. Se trata de la primera etapa de Hernández y la ubicamos lejos de esa voz cercana al pueblo y, sobre todo, reivindicativa, en que se convertirá tras el inicio de la guerra civil y donde destaca Viento del pueblo (1937).

Regresemos a El rayo que no cesa para observar el calado clásico de esta obra: un auténtico cancionero de ecos medievales y renacentistas, como el de Petrarca, con estilo barroco neogongorino, pero tiempo contemporáneo. Esta clasificación no es vana: el cancionero es una obra compuesta en su mayoría por sonetos amorosos, donde el amor es inalcanzable o imposible, mientras que el estilo neogongorino nos remite a la revisión que la poesía de Luis de Góngora tuvo en estos años y que afectó a varios poetas de la época, incluyendo el uso de un léxico más hermético, culto y latinista o la preferencia por algunos recursos retóricos como el hipérbaton. No obstante, en esta obra concreta en la que Hernández se permite elaborar y experimentar con los sonetos, también incluye imágenes que pertenecen a lo que él conocía: el mundo campestre, el del hortelano, el de los toros y el de la naturaleza abierta con la que siempre convivió este pastor poeta.

Siguiendo por ese camino de los elementos propios de Hernández, quizás nos sorprenda observar poemas de expresión artificiosa o compleja de forma innecesaria. Y nos sorprende porque los encontramos juntos a otros que, aún conservando los ecos barrocos, se desarrollan con una naturalidad inusitada, una naturalidad que les otorga la honestidad que ya advertíamos en torno a la figura del poeta. Son los poemas donde se identifica al amante rechazado o de amor imposible, es decir, a la voz poética, con el hortelano que cava hacia la muerte, casi como único destino posible cuando ya el amor es inalcanzable. O bien, en varias ocasiones, con el toro, aquel que solo en la ribera llora o aquel que es burlado, lidiando con una meta que nunca se podrá lograr y que tan solo lleva, de nuevo y como en el caso del hortelano, hacia la muerte.

Todos los sonetos cuentan con gran fuerza e intensidad la pasión amorosa, el sufrimiento por la idealización de la amada, la pena por sentir que cualquier cercanía resulta insuficiente y la necesidad de lograr el amor o hallar el fin a tanto dolor.

Para ello, Hernández despliega metáforas generalmente relativas al mundo natural, incluso en su aspecto más intrascendente, como pudiera ser el limón, de forma semejante a cómo Góngora embellecía elementos cotidianos con versos empleados en su época para temas relevantes. También encontramos diversas repeticiones, ya sean anáforas, que refuerzan la intensidad del soneto, o paralelismos, que le permite ahondar en los efectos de una misma situación.

De todo ello es bastante representativo el poema Me llamo barro aunque Miguel me llame, que ocupa el centro del libro y, al contrario que el resto del cancionero, se trata de una silva distribuida en versos endecasílabos junto a alejandrinos y pentasílabos. En esta pieza se logra la identificación de la voz poética con elementos humildes, partiendo del barro, que comienza con sumisión hacia la amada pero que desea conquistarlo todo, lograr satisfacerse sus deseos e instintos. Por otra parte, se supone también la pérdida de la identidad y la identificación con un elemento natural como sucedía en la poesía surrealista de la época, como era el caso de La destrucción o el amor (1935) de Vicente Aleixandre.


Y aparte, pero siguiendo la misma estela, encontramos la Elegía a Ramón Sijé, dedicada a su gran amigo fallecido súbitamente con tan solo 22 años. En el poema fúnebre destaca tanto el desgarro sentimental que siente la voz poética unido de nuevo al mundo natural, en esta ocasión en relación a la tierra donde se encuentra enterrado su amigo, como la ilusión por regresarlo a los lugares conocidos, un imposible como el del amor del resto de sonetos.

Sin ninguna duda, este contundente cancionero es un gran ejemplo de cómo los temas más clásicos siempre tienen cabida para una nueva visión, y vida, poética. Fue Hernández antes de la guerra, antes de que llegasen las auténticas penas y el dolor de las tragedias. Pero él ya sufría y compartía con nosotros ese rayo que no cesa.

Escrito por Luis J. del Castillo



1 comentario :

  1. hola!
    vengo a informarte de que te eh nominado en mi blog en los ''Liebter award''
    espero que te pases
    nos leemos !!

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