En El extranjero (L’Étranger, 1942), Albert Camus (1913-1960) se propone y logra plasmar el distanciamiento afectivo y existencial de un personaje cuya peripecia anti emocional es narrada en primera persona (en español, en una modélica traducción de José Ángel Valente [1929-2000] para Alianza Editorial, 1971-2012).
No se trata de un desafecto asesino en serie, sino de un personaje totalmente apático, que comete un crimen casi como única forma de descargar la energía de toda su inexistencia. Un resentimiento acumulado, si fuera capaz de experimentar tal pasión.
Desde el comienzo de la novela (corta pero intensa) se desprende un ambiente enrarecido, tal cual es observado por el señor Meursault, el protagonista y narrador de los hechos. Es su percepción de las cosas la que le impele de forma pasiva, casi como una limitación orgánica de su mente, tanto en el trabajo como a solas en su apartamento. En este sentido, El extranjero es una pieza tan psicológica como clínica. La extrañeza y la desafección no envuelven, sino que crean la atmósfera. Más que vivir, Meursault transita por la vida. No me acuerdo de nada, resume (Primera parte, capítulo I). Lo que se traslada a su desapasionado encuentro en la playa con una antigua amiga, la mecanógrafa Marie Cardona, con la que trata de exculpar su esquivo sentimiento de culpa, en casi todos sus actos o pareceres, consciente, aunque solo en parte, de que estos son, sino antinaturales, sí al menos inapropiados para la ocasión (I: II).
Si en esta primera parte de la obra el protagonista resulta abúlico, no es porque no se vea capaz de hacer distintas cosas, sino porque no le apetece hacerlas. Pese a todo, sus vivencias desvinculadas (ya que hasta un punto podemos tildarlas de deshumanizadas) conviven con otros aspectos más cercanos (III), siquiera de forma indirecta, como cuando el protagonista sube a un camión en marcha con un compañero del trabajo, o cuando se describe así mismo (por vía del autor) viendo la vida pasar desde el balcón de su apartamento; en los que, probablemente, sean los momentos más bellos, armónicos y hasta exultantes de la novela (I: II). Momentos que contrastan con la relación inhumana de un vecino con su perro, la que establece Meursault con Raymond, otro conocido (semántica que en la obra se contrapone a la de la palabra amistad), igualmente, maltratador de su pareja (III y IV); o en suma, con su impersonal deseo (más cercano a lo fisiológico) hacia Marie (IV).
Si en esta primera parte de la obra el protagonista resulta abúlico, no es porque no se vea capaz de hacer distintas cosas, sino porque no le apetece hacerlas. Pese a todo, sus vivencias desvinculadas (ya que hasta un punto podemos tildarlas de deshumanizadas) conviven con otros aspectos más cercanos (III), siquiera de forma indirecta, como cuando el protagonista sube a un camión en marcha con un compañero del trabajo, o cuando se describe así mismo (por vía del autor) viendo la vida pasar desde el balcón de su apartamento; en los que, probablemente, sean los momentos más bellos, armónicos y hasta exultantes de la novela (I: II). Momentos que contrastan con la relación inhumana de un vecino con su perro, la que establece Meursault con Raymond, otro conocido (semántica que en la obra se contrapone a la de la palabra amistad), igualmente, maltratador de su pareja (III y IV); o en suma, con su impersonal deseo (más cercano a lo fisiológico) hacia Marie (IV).
Todos estos episodios están narrados por su protagonista con total desapasionamiento, por medio de una prosa concisa pero descriptiva, de frases cortas, podríamos decir que azorinianas. Ello no obsta para que Camus comparta con el lector la complicidad nihilista de su historia y, por lo tanto, el distanciamiento que la impregna, así como la pena que, de alguna manera, se desprende de los párrafos expuestos por su personaje. Un monólogo frío que trata encarecidamente de ser cálido y comprendido por los demás, sin darse cuenta de que desarrolla un punto de vista anti empático. El autor-narrador juega irónicamente con recursos tales como el modo en que tratamos de esconder la muerte, y cómo preferimos no enfrentarnos a ella. Las honras fúnebres de la madre (el velatorio, el cortejo y el sepelio) no son más que gestos y gestiones formales e impersonales, aumentados por la inapetencia del personaje narrador. Una oportunidad de mejora en el trabajo o la proposición de matrimonio (de establecer algún vínculo emocional, en definitiva) por parte de Marie, le dan literalmente lo mismo (I: V). A veces, es incluso la narración la que parece despegada afectivamente del comportamiento, real o fingido, del protagonista, en tanto que otras, se acopla formando un todo anímico (si entendemos como tal la ausencia casi total de emoción).
El día en la playa con Marie, el maltratador Raymond (personaje de carencias rayanas en lo patológico) y otros conocidos (I: VI) supone la consumación de este camino de inacción, de motivación nutrida por la falta de motivaciones, pero también el culmen lógico de su deriva psicológica. Será al final de este encuentro de circunstancias cuando cometa un crimen de difícil justificación (disparando varias veces a uno de los argelinos que les había atacado previamente). Es por ello que creo que es un error entender al protagonista como el típico personaje angustiado: salvo en la víspera de su ejecución, y con matices, no demuestra estarlo en ningún momento (tan solo incómodo por su situación).
El día en la playa con Marie, el maltratador Raymond (personaje de carencias rayanas en lo patológico) y otros conocidos (I: VI) supone la consumación de este camino de inacción, de motivación nutrida por la falta de motivaciones, pero también el culmen lógico de su deriva psicológica. Será al final de este encuentro de circunstancias cuando cometa un crimen de difícil justificación (disparando varias veces a uno de los argelinos que les había atacado previamente). Es por ello que creo que es un error entender al protagonista como el típico personaje angustiado: salvo en la víspera de su ejecución, y con matices, no demuestra estarlo en ningún momento (tan solo incómodo por su situación).
Dibujo de José Muñoz |
Tras su estancia en prisión y el proceso (II: III), en el que, curiosamente no testimonia ningún médico, ya es tarde para cambiar. Todo se desarrolla sin mi intervención, comenta Meursault (IV), a lo que añade que yo nunca he podido lamentar nada verdaderamente (IV), nunca he tenido imaginación (V), o no sabía lo que era pecado; de nuevo, una desconexión tanto ética como funcional (V), y una confesión que, como no podía ser de otra manera, es interior (privada), y no pública. Con lo que, en El extranjero, la segunda parte de la novela cae como una losa sobre la primera, anulando la conmiseración que el lector se hubiera podido formar acerca del personaje, pese a que en esta primera parte recaen las consecuencias de la segunda. En cualquier caso, tengo la impresión de que Camus pretendió concentrar demasiados temas en uno solo.
Luchino Visconti (1906-1976) acometió una adaptación de la novela con el patrocinio del muchas veces arriesgado (algo que con frecuencia se ha olvidado) Dino De Laurentiis (1919-2010) y la colaboración en la escritura de Suso Cecchi D’Amico (1914-2010), Georges Conchon (1925-1990) y Emmanuel Robles (1914-1995).
La película El extranjero (Lo straniero, Paramount, 1967) da comienzo con los prolegómenos al proceso de Lamel Marceau (Marcello Mastroianni), el Meursault de la novela (que al igual que en esta, es administrativo en una naviera), para, a continuación, recapitular todo lo acaecido. Mastroianni (1924-1996) compone un personaje desganado pero de inevitables rasgos humanos por vía de la imagen, al estilo de otras personalidades ocultas y atormentadas, de conductas desviadas, que distinguen la carrera del actor; como la de, pongo por caso, Detrás de la puerta (Oltre la porta, Liliana Cavani, 1982). De este modo, se establece un personaje igual de introspectivo y reservado, pero algo menos lacónico o inexpresivo (la fuerza de la imagen manda). Interactúa con sus interlocutores aunque, más que responder a los estímulos, los sobrelleva, poniendo noble rostro a determinadas situaciones, a la fuerza, expresadas en la novela de una forma más ambigua. En cualquier caso, la película ofrece imágenes menos escabrosas que la novela (como sucede con el ensañamiento del repelente vecino respecto a su perro enfermo), lo que no quiere decir que resulte menos eficaz.
Así, la narración fílmica no abusa del monólogo interior (el texto de la novela), aunque este deviene fundamental para precisar las inacciones del protagonista. El resto, es potestad de la imagen, y ahí es donde Luchino Visconti logra una buena recreación del estado psicológico y medioambiental del protagonista. Por ejemplo, mediante la manifestación del calor en el entorno, a través del sudor, un ventilador, la luz cegadora y casi fantasmal de la playa, o la que se filtra por una claraboya, elemento tamizado y dosificado por Giuseppe Rotunno (1923), o gracias a la perturbadora sequedad que desprende la partitura de Piero Piccioni (1921-2004).
De igual modo se respeta, con cuatro elementos formales (un autobús o un traje de baño), la ambientación del original. La película también reproduce la visión del protagonista de lo que acontece en la calle, su encuentro con Marie (Anna Karina), sus relaciones (por llamarlas de alguna manera) con el almacenero Raymond (aquí llamado Ramón; Georges Géret) y con su vecino (Marc Laurent), o su agitación tras la reyerta con los argelinos (como sabemos, el sol de la playa le sienta como un tiro), episodio donde, pese a que impide a Ramón que use un arma, desemboca en el crimen. Un delito entre el ensañamiento y la sofocación, pues el relato cinematográfico, más que el literario, tiende a buscar una confortable coartada en la canícula.
Siguiendo la línea expuesta por Camus, los desórdenes no solo afectan al protagonista. Durante su interrogatorio, el magistrado (Georges Wilson) no comprende que el arrepentimiento ha de ser un acto sincero e individual, y no una exigencia impuesta porque todo el mundo lo hace (razón por la que se corre el riesgo de desviar o justificar la culpabilidad del protagonista, sometiéndolo a las circunstancias, algo que Camus no hizo, al atribuir a su personaje un desaforado número de disparos sobre la víctima, y pese a los intentos de hacer precisamente esto por parte del fiscal). Que el juez (Pierre Bertin) admita estar, igualmente, perplejo, es el último asidero de esta extraña narración. Al punto de que, aunque el fiscal (Alfred Adam) acierta con la difusa clave del comportamiento de Meursault/Marceau, es inmediatamente ridiculizado su análisis y anulada su postura ética (no solo legal) por su exceso de celo apostólico y ademanes, como si de un fanático religioso (y no niego que los haya) se tratara. El caso es que todo el proceso es investido de un componente pseudo-paródico. Un comprensible existencialismo posbélico al más puro estilo del siglo XX, que en la película trata de ser sofocado cuando una furtiva lágrima humaniza al extranjero de sí mismo, la víspera de su ejecución. Una sinceridad tardía y emocional, que casi parece estar fuera de lugar. Si bien, tal vez fuera esta la intencionalidad última de Albert Camus.
Escrito por Javier C. Aguilera
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