Frente a otros dramaturgos contemporáneos, la obra de Antonio Buero Vallejo (1916-2000) se ha centrado siempre en trasladarnos historias con un profundo sentir humano trágico, pero ubicado usualmente en un ámbito que al espectador o al lector le resulta cercano. Incluso cuando nos encontramos ante una obra situada en un tiempo pasado, como sucede con Las Meninas (1960). Esta característica se debe, sin duda, a la labor del dramaturgo para lograr unas circunstancias en las que sus personajes se sientan reales, sin por ello rechazar innovaciones en la forma.
En el caso de Las Meninas, la obra nos transporta a la corte de Felipe IV (1605-1665) en el momento en que el gran artista Diego de Velázquez (1599-1660) va a solicitar permiso al rey para pintar uno de sus cuadros más célebres, que da título a la obra: Las meninas (1656). Estructurado en dos actos, el primero nos situará en el momento adecuado y nos presentará a los personajes, mostrando sobre todo las tensiones existentes entre ellos y las envidias que Velázquez suscita en las esferas de poder, mientras que el segundo acto es un juicio en torno al pintor, en el que el protagonista se defenderá gracias a su ingenio y desvelará las aristas más sombríos y despreciables del mundo cortesano.
Todo ello queda enmarcado en la narración que realiza uno de los personajes, el mendigo Martín, que llega a dirigirse al público, como sucediera en El tragaluz (1967) con Él y Ella, pero en este caso formando parte activa también de la obra ocasionalmente. En cuanto al espacio de la obra, destaca una descripción precisa previa a la propia obra, además de aprovechar varios recursos para la recreación de distintas estancias en un mismo escenario, como la casa de Velázquez o el Cuarto del Príncipe, taller de los pintores de la corte.
No será la única, ni tampoco la primera ocasión, en que Buero Vallejo se acerque al drama histórico, como ya hiciera en Un soñador para un pueblo (1958), en torno a las reformas del Marqués de Esquilache (1699-1785), o como volverá a hacer con El sueño de la razón (1970), en el que el protagonista volverá a ser un pintor, Francisco de Goya (1746-1828). No obstante, no debemos entenderlas como obras fidedignas a la historia con mayúsculas, sino que se trata de ficción, como sucedía con la visión que García Lorca (1898-1936) proyectó en Mariana Pineda (1927) sobre la rebelde granadina o el paralelismo que estableció Francisco Ayala (1906-2009) entre las relaciones de poder contemporáneas y sus relatos Los usurpadores (1949); es decir, el autor no trata de ser riguroso, aunque ello no impida que parta de un contexto y de elementos reales y bien referenciados.
Todo ello queda enmarcado en la narración que realiza uno de los personajes, el mendigo Martín, que llega a dirigirse al público, como sucediera en El tragaluz (1967) con Él y Ella, pero en este caso formando parte activa también de la obra ocasionalmente. En cuanto al espacio de la obra, destaca una descripción precisa previa a la propia obra, además de aprovechar varios recursos para la recreación de distintas estancias en un mismo escenario, como la casa de Velázquez o el Cuarto del Príncipe, taller de los pintores de la corte.
Representación de la obra |
Cabe destacar que Buero conocía bien el arte pictórico y a los grandes pintores españoles, dado que en su juventud fue pintor, aunque acabaría por abandonar ese mundo por el literario, no sin antes legarnos el famoso retrato del poeta Miguel Hernández (1910-1942), al que dibujó cuando coincidieron en la cárcel como presos del franquismo en 1940. Quizás por ello dedicó sendas obras teatrales a Velázquez y Goya, y también por ello otorgaba un gran valor a la mirada. Este elemento estaba presente ya en su primera obra, En la ardiente oscuridad (1951) y en Las Meninas cobra especial importancia en varias ocasiones, por ejemplo, con la forma en que Velázquez ve y aprecia elementos en la realidad que plasma en su pintura, en contraposición a la ceguera del pintor Nardi para comprender la innovación de su compañera. Curiosamente, el auténtico ciego de la obra, el mendigo Pedro, será en realidad quien mejor entienda a nuestro protagonista. También el tema de la mirada estará presente en el debate en torno a los desnudos en el arte, tratando de establecer dónde reside el pecado, si en el cuadro o en los ojos que lo contemplan. Incluso está presente en personajes menores como Nicolasillo, que se autodefinirá como los ojos del palacio.
Sin duda, la obra nos muestra la capacidad de Velázquez para contemplar la oscuridad que se mueve a su alrededor en una época de decadencia, marcada por los intereses, los rumores que corren por Palacio y las traiciones para lograr mayor poder. Contemplación callada que le lleva, sin embargo, a ser víctima de esa misma oscuridad a la que no ha sido capaz de enfrentarse. Se trata de la soledad de un artista avanzado ante las envidias de sus compañeros, los celos y secretos rencores de sus personas más cercanas e incluso la lejanía cada vez más evidente con su esposa Juana Pacheco. Buero crea un Velázquez que plasma en su pintura sus ideales: la belleza no solo de la grandeza, sino también de lo cotidiano, igualando no para faltar el respeto a los nobles o a la realeza, sino para otorgar dignidad allá donde encuentra injusticia. Por eso, el dramaturgo no duda en mostrar su amistad con el mendigo Pedro Briones, en quien encontramos lo que hubiera podido ser el otro destino del rebelde Velázquez, el destino del hombre al que la fortuna no ha beneficiado a pesar de sus inquietudes artísticas y su capacidad para ver el mundo idéntica a la del célebre pintor. Para colmo, apenas un ciego que, sin embargo, es el único capaz de observar lo que también Velázquez aprecia de la realidad. No cabe duda que en ambos personajes proyecta Buero sus ideas y su propio sentir ante las circunstancias sociales que le rodeaban.
Venus del espejo (c.1651), de Diego de Velázquez |
En cuanto a los demás personajes, debemos señalar cómo la mayoría siguen un camino clásico en la tragedia: la búsqueda de la verdad que tan solo conlleva pesar. Será el caso de Pedro Briones, cuya verdad es la verdad de un pueblo desgraciado, o de Juana Pacheco, en cuya obsesión por descubrir si su marido esconde algo acabará por traicionarlo descuidadamente. También la infanta María Teresa, personaje que muestra a una joven denostada por su sexo a pesar de su personalidad cabal, se enfrenta a la verdad de los pecados de su padre. A su vez, el rey tendrá que afrontar que aquello que no comprendía de su pintor predilecto era su rebeldía, una rebeldía existente a pesar del cariño que el monarca le ha profesado.
No obstante, la imagen que Buero nos proyecta de Felipe IV es crítica, pero benevolente, casi como sucede con la mayoría del plantel. No en vano, se nos muestra como una marioneta de sus consejeros, incapaz de seguir su propia determinación, quizás más sensata, lo que se traduce también como un carácter irresponsable, desinteresado en las consecuencias y más cercano a otras actividades más lúdicas. De características más maniqueas son los conspiradores de palacio, como el Marqués, aunque el protagonista se ve capacitado para perdonarlos.
Las meninas (1656), de Diego de Velázquez |
Todos los hechos acontecidos en el drama conllevan un cambio en sus protagonistas, un cambio que se traduce en el lamento final de Velázquez, quien a pesar de poder pintar su célebre obra, ha quedado marcado por estos acontecimientos. En otro tiempo contemporáneo, en otras Las Meninas, el escritor Buero Vallejo vuelve a demostrar su valía dramatúrgica legándonos un retrato atemporal, el del trágico rebelde que fue su Velázquez.
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