En junio de 1886 llega Rubén Darío (1867-1916) a Chile desde Nicaragua, muy probablemente huyendo del desamor y la política, dos magníficas razones para alejarse del sentimental tumulto. Y pese a que, sin duda, a todos nos cuesta hacer frente a los cambios, así como enjuiciarlos cuando carecemos de la suficiente perspectiva, el poeta supo hacer de la necesidad virtud y de tan adversas circunstancias fue capaz de traducir a palabras el vacío afectivo que lo atenazaba y la nueva forma de vida urbana que le asaltaba por doquier.
En efecto, las esencias humanas se sobreponen a casi todo, y permanecen poco más o menos inalterables allá donde nos encontremos. O dicho de otra manera, el poeta lo es, se encuentre donde se encuentre.
Pero al contrario de otros colegas que denigran oficialmente la sociedad de consumo en la que viven instalados confortablemente, presos del reconocimiento público o de las viles pertenencias materiales, Rubén Darío se distinguió por buscar un modo de manifestación personal que, en medio de tanto trasiego corpóreo y anímico, huyera tanto de los calcos literarios (franceses, en aquel momento) como procurara apartar de sí el cáliz de la política, desechándola como desahogada materia para sus crónicas.
De hecho, entre los tópicos que se transmiten en las aulas está el de que el modernismo, rimbombantes imitadores aparte, es una literatura cuyas principales causas y efectos radican en la evasión y el divertimento más trivial. Pero como bien señala José María Martínez ¿Cachero (1924-2010)? en su modélica introducción para Cátedra (Letras Hispánicas, 1995-2007), tanto en Azul (1888) como en Cantos de vida y esperanza (1905), la profusión artística, exótica, cosmopolita y libresca de la obra no tiene nada de artificiosa evasión, como tantas veces se ha afirmado, sino que responde al retrato que Darío hizo del mundo que estaba viviendo y que le parecía muy distinto al de su tierra natal (pg. 21).
De hecho, Rubén Darío siempre tuvo muy presente a un amplio y potencial espectro de lectores, con especial afección hacia el femenino. Una espontaneidad calculada y una laboriosa frescura a las que no fue ajeno nuestro Juan Valera (1824-1905), gran valedor de la obra del poeta. La citada edición reproduce las dos lúcidas cartas, elogiosas y analíticas, del egabrense, que asegura a Darío que usted posee carácter individual (107), y recuerda o anticipa, poco después, cómo los límites de lo natural y lo sobrenatural tienden a esfumarse y desaparecer (117).
Los poemas de Azul y Cantos de vida y esperanza despliegan un virtuosismo técnico que trasluce cierto idealismo de forma, pero también un acusado pesimismo de fondo, engarzado en orientaciones parnasianas, simbolistas y decadentistas. Además de incorporar la interesante influencia de Richard Wagner (1813-1883) (53), cuyo objetivo es relacionar una amplia gama de situaciones poéticas argumentales con otros elementos artísticos, en este caso, referidos al arte musical, por los cuales el verso adquiere la facultad de convertirse en música (54-55). En este sentido, Rubén Darío amolda las palabras a su propia orquestación poética, en un desarrollo majestuoso de la frase castellana (136). E incluso se nos muestra como un agudo anticipador de oníricas imágenes cinematográficas. Para el poeta nicaragüense, el azul que da nombre a su poemario fundacional es el color del ensueño y del arte, es helénico y homérico, oceánico y firmamental (23).
Por su parte, destaca José María Martínez cómo Juan Ramón Jiménez (1881-1958) tuvo un papel más que decisivo en la organización de Cantos de vida y esperanza (80), un poemario que considera la existencia como fuente de emociones artísticas selectas, traspasadas por la cultura antigua (82). Y en este sentido, hemos de recordar el interés creciente de Rubén Darío por los elementos, tanto formales como sustanciales, de los círculos esotéricos o teosóficos, por los cuales, mujer y placer se asociaban a lo eterno femenino tanto como al lado más “oscuro”, envolvente y etéreo de tal existencia; lo que le conducía a la búsqueda de una solución entre religiosa y científica (676-8).
Un material al que el poeta añade, como es natural y preceptivo, su propia y mudable deriva emocional. Si Azul se sostiene por la experiencia biográfica del autor y por su calidez formal, siendo el punto de partida del modernismo, los Cantos son el ensanchamiento y la cima de dicha literatura (84-85). Por lo cual, Rubén Darío evoluciona de un parnasianismo interior, bellamente autónomo y ensoñador, en Azul y Prosas profanas (1896), hacia las inquietudes y confesiones más desilusionadas, aunque no por ello menos personales o comprometidas, artísticamente hablando, de los Cantos.
De ahí la crítica hacia cualquiera -es mi lectura- que presuma de un impostado mecenazgo hacia las artes, a modo de paternalista y colectivista pose, carente de vida efectiva, como le sucede a ese rey burgués que, en realidad, no era un rey poeta… y no solo porque no escribiera versos. También a Azul pertenecen el campechano cuento griego El sátiro sordo o el más parisiense La ninfa, así como el testimonio de aquel pescador, más que viejo, gastado, que relata la muerte de su hijo en el semi-biográfico El fardo; o el conocido El velo de la reina Mab, referencia a la soberana de los sueños, de estelar aparición en Romeo y Julieta (1597) de William Shakespeare (1564-1616), y que es la que permite volver a mirar con agrado y esperanza, como sucede con ese remedio para las muchachas anémicas de El palacio del sol, entorno habitado por las hadas, o con la estampa bohemia desplegada en el maravilloso El pájaro azul, a su vez, representado por la delicada y soñadora figura del joven poeta Garcín.
Primorosamente platónicas son las crónicas porteñas y santiaguesas que relatan el descubrimiento del amor y el devenir de Ricardo, lírico a la caza de obras… vivas. O los celos, nada infundados además de desenfundados, de una esposa recelosa ante la estatua adquirida por su cónyuge escultor, en La muerte de la emperatriz de China. Especialmente bella resulta la diamantina génesis legendaria del rubí, aderezada con otros misteriosos y pragmáticos seres de la Tierra, equiparada a una madre-Gea, como son los gnomos.
Fuente de la Ninfa, Granada |
Giros inesperados, imágenes seductoras o metáforas atrevidas. Cuántas combinaciones alcanzan a tender puentes idílicos entre el ser humano y su entorno interior. La idea se convierte en imagen, convirtiendo la poesía en un contenido arquetípico, por el que se nos ofrece la oportunidad de progresar. Ocasión muy distanciada de aquellas instituciones cuya única (sin)razón de ser es la de adoctrinar respecto a cómo hay que hablar, escribir o pensar. La respuesta de Rubén Darío ante tan artificiosa corrección es su invocación a la poesía, en A una estrella. Tránsito del coqueteo impresionista de las semblanzas de sus Medallones, a los excelsos ejemplos narrativos de Venus o Caupolicán, vigorosa evocación del indio heroico que dio muerte al gran conquistador Pedro de Valdivia (1497-1553), tal cual se recuerda en La Araucana (1569-89) de Alonso de Ercilla (1533-1594).
Mención honorífica merece la sensacional tetralogía de Las Cuatro Estaciones, con el retorno al pasado oriental y mitológico expuesto en Primaveral, la oriental y exótica atmósfera con tigre al fondo de Estival, una nueva incursión en el reino de los sueños y las historias más secretas, en Autumnal, y finalmente, el contraste entre las inclemencias de la intemperie y el recogimiento del hogar, en el excelente Invernal.
Ambiente y estilo que se trasladan a Pensamiento de otoño, A un poeta o Anagke, voluptuosa adjetivación de lo inefable; o ya (con)centrados en Cantos de vida y esperanza, al autorretrato ofrecido por el poeta en “I”, la mágica evocación de Los Tres Reyes Magos (IV), o el nuevo díptico estacional conformado Por el influjo de la primavera (Otros poemas: II) y la maravillosa Canción de otoño en primavera (VI).
A este poemario pertenecen, igualmente, el irónico A Roosevelt (VIII) y la justamente célebre Marcha Triunfal (XIV), aunque también cabe señalar el diálogo entre Góngora (1561-1627) y Velázquez (1599-1660) en Trébol (VII), el soneto a Miguel de Cervantes (1547-1616) (XVIII), a Goya (1746-1828) (XXVIII) y hasta al Marqués de Bradomín valleinclanesco (XXXI), así como la remembranza de la inmortal figura de don Quijote, en la soberbia Letanía (XXXIX), acompañada de la no menos magistral Marina (XX).
Y por último, aunque no menos relevantes, descollan los extraordinarios Ay, triste del que un día (XXII), Nocturno (XXXII) y Lo fatal (XLI), cuestionamiento último de nuestro lugar en el mundo, entendido como ubicación no solo material.
Escrito por Javier C. Aguilera
Por un momento pensè que estabas hablando de otro Rubèn Darìo, porque esta obra yo no la conocìa. Tengo uno que otro poema suelto y mi favorito es A Margarita Debayle. Pues es que es literalmente un cuento de niños precioso, lleno de imaginaciòn y sobre todo de ternura. Era una de esas poesìas que me recitaba mi papà de pequeña antes de dormir, junto con Gratia Plena de Amado Nervo "màs que muchas princesas, princesa parecìa". ¡ Què hermosos recuerdos me han venido a la mente!
ResponderEliminarMe ha hecho gracia que mencionaras a Juan Valera, hace unos meses atràs leì una recopilaciòn de cuentos suyos (3) y me dejò muy impresionada. La palabra que usè en esa reseña fue "poètico" aunque en realidad eran cuentos. Soy su fan.