En 1906, San Francisco ya era una de las ciudades más populosas de EEUU, y la mayor de toda la costa oeste. Al menos hasta el 18 de abril de ese mismo año, fecha del gran terremoto.
No había sido el único. Ya en 1865 se había producido otro temblor de considerables proporciones; hasta podría decirse que, en la actualidad, San Francisco aguarda el momento en que, como suele suceder con algunas poblaciones anexas a volcanes, la tierra vuelva a expresarse. Por si fuera poco, la ciudad había ardido hasta seis veces desde su fundación por diversas causas.
La fértil y creciente urbe fue, como otras metrópolis de EEUU, una ciudad de acogida. Un tercio de la población se correspondía con nacidos fuera de la misma y otro tercio a hijos de inmigrantes. Pero además, la ciudad del futuro Golden Gate (inaugurado en 1937) lo era también de una gran distensión y jolgorio, sobre todo en el conocido barrio de Barbary Coast, vórtice de un ambiente general de corrupción cuyo nivel alcanzaba hasta la alcaldía.
Como encarnación de todas estas virtudes está el personaje, interpretado con natural frescura, apostura y convicción por Clark Gable (1901-1960), forjado a sí mismo pero caballeroso. Se trata de Blackie Norton, dueño del suntuoso local de variedades Paradise, paladín de la algarabía que simboliza la imparable expansión de la ciudad.
El relato se inicia con la llegada de un nuevo año, una ceremonia que, premonitoriamente, se ve interrumpida por la irrupción de varios coches de bomberos, que acuden a sofocar un fuego. La naturaleza de esa ciudad orgullosa de sí, tan emprendedora y sacrificada como corrompida –y no me refiero solo al ámbito moral-, es sumamente frágil, como demuestran unas viviendas demasiado vulnerables, debido a los materiales baratos con que han sido edificadas. Tal cual sucede con algunos de los personajes de San Francisco (MGM, 1936), pese a su fachada de aparente fortaleza, y con independencia de la esfera social a la que pertenezcan.
Todos estos son aspectos atendidos por el guión de Anita Loos (1888-1981), en base a la historia desarrollada por Robert E. Hopkins (1886-1966), con ayuda no acreditada de Herman J. Mankiewicz (1897-1953), hermano de Joseph L. Como curiosidad, podemos anotar que el competente realizador W. S. Van Dyke (1889-1943) recibió una significativa colaboración del simpar y (justamente) mítico D. W. Griffith (1875-1948), a cargo de la segunda unidad, así como la de un jovencito Joseph M. Newman (1909-2006).
El caso es que Blackie Norton entra en contacto con dos vertientes relativamente novedosas para él. En primer lugar, su relación con la cantante de gran tesitura Mary Blake (una estupenda Jeanette MacDonald); y en segundo, con un aspecto que podríamos considerar complementario al de sus actividades: la política. En efecto, Blackie presenta su candidatura como concejal de distrito, no solo por su natural inclinación al poder, sino también por la aspiración legítima de servir positivamente a su comunidad.
Junto a estos personajes y en este ambiente, se desenvuelve también el sacerdote católico Jim Mulligan (Spencer Tracy), conciencia de Norton dada su amistad desde niños, y personaje de carne y hueso, como demuestran sus aficiones deportivas, bien ensamblado en la narración.
Lejos de la sofocante corrección política que nos aflige, el relato muestra con desparpajo la tolerancia entre caracteres, ejemplificada en la relación que se establece entre la llamada música culta y la popular. Lo demuestra el incipiente cambio de actitud del personaje de Blackie durante una representación del Fausto (1859) de Charles Gounod (1818-1893). Una función a la que este no se limita a asistir, como tantos otros, sino a la que permanece muy atento.
Por su parte, la música popular posee la virtud de involucrar al ciudadano medio en un clima de común camaradería. Este hilo conductor hace que los personajes principales de San Francisco puedan dar el paso de ser personalidades célebres a personas relevantes frente a la adversidad.
Pero además, esta tolerancia es bidireccional en lugar de unidireccional -como suele suceder tan a menudo, de forma tan forzada-, propiciando un aprendizaje que también influye en Mary, la cual aprenderá a querer a la otra persona tal cual es (ella es hija de un pastor protestante), como a apreciar la importancia de los trofeos del despacho de su empleador (un lugar que este apenas pisa); galardones obtenidos en el popular baile de los pollos, que se conceden al espectáculo anual de mayor calidad artística.
Será la de Mary una actitud finalmente compatible con el pragmatismo de Blackie, que -en principio- asegura que “me gusta creer en las cosas que puedo ver”. Un carácter que, lejos de ser impecable, como atestigua su reacción de sincera incredulidad al conocer que la muchacha que le atrae no ha conocido pretendiente, a cambio sí resulta muy humano.
En definitiva, es este un escenario común en el que un negocio, además de muchos sueños e ilusiones, puede irse a pique en cuestión de segundos. El descomunal temblor no solo acabará con los conductos del agua… contratiempo que, a su vez, tiene como consecuencia que para contener el avance de las llamas se creen cortafuegos a base de dinamitar edificios. Una situación extrema de la que el bregado reportero Jack London (1876-1916) dio testimonio. Como cinematográficamente lo hicieron, en San Francisco, la fotografía de Oliver T. Marsh (1892-1941), los decorados del imprescindible Cedric Gibbons (1893-1960) y todo el departamento MGM encargado de los notables efectos visuales y de la música, con Herbert Stothart (1885-1949) y Edward Ward (1900-1971) al frente de esta última.
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