Mad Max: Furia en la carretera, de George Miller

22 enero, 2016

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Frente a películas que no muestran la menor labor personal de dirección ni progresan dramáticamente, porque apenas cuentan nada, ya sean biopics, ficciones o recreaciones de acontecimientos pasados o por venir, no resulta inusitado que destaque el buen oficio de un realizador como George Miller (1945), rescatado para la imagen “real” gracias a Mad Max. Furia en la carretera (Mad Max. Fury Road, 2015, Warner Bros.).

Decía Joseph Campbell (1904-1987) en su primordial El héroe de las mil caras (The hero with a thousand faces, 1949; Fondo de Cultura Económica, 2014), que el héroe se presenta en cada cultura por medio de contenidos populares muy similares, en torno a una peripecia que se articula mediante estadios que contienen el universo, ya inexistente, al que perteneció la persona en cuestión; sus reticencias, concretadas en la dificultad de una empresa, y la desembocadura, sino en el hogar, sí al menos en una fase más serena de la existencia, tras el enfrentamiento con la muerte.

Características que se trasladan al relato de George Miller -también guionista- a modo de comportamientos y símbolos tribales de pertenencia y reconocimiento (aunque no necesariamente de auto-indagación), entre los cuales destacan el culto al sol, a la calavera e incluso a la caverna, junto con otras adoraciones, ¡como el volante de un interceptor V-8!, o la fanática creencia en un paraíso celestial, en este caso, el recuperado Valhalla, por el cual vale la pena morir y matar.

Una coyuntura que polariza Inmortan Joe (Hugh Keays-Byrne), el nuevo Humungus (Kjell Nilsson), gobernante de la Ciudadela y sus pobladores, y buen ejemplo del caos de un mundo agreste, escindido entre dirigentes tiranos, obedientes sometidos y sufridos héroes que, en última instancia, no pretenden liderazgo alguno, por mucho que este les acabe reclamando para sí. Por ejemplo, nuestro protagonista sigue pensando que la esperanza es un error.


De este modo se asegura que el, a su pesar, líder Max Rockatansky (su nueva faz corre ahora a cargo de Tom Hardy), en su condición de héroe de carácter independiente, físicamente zarandeado y emocionalmente vapuleado, huye tanto de vivos como de muertos. Se trata de un paladín que, precisamente, en función de sus muchas máscaras, se desdobla en Furiosa (una espléndida Charlize Theron), quedando unidos por un objetivo común y por la capacidad de sacrificio personal, pese a que sus destinos se bifurquen.

Incluso, en determinado momento, prevalece el punto de vista de ella, cuando Max acude a encargarse de los acólitos de Inmortan Joe que pretenden darles caza. En esta ocasión, la aguerrida joven es testigo -junto al espectador- de los resultados y no del enfrentamiento directo. Es por ello que el peso del pasado y la necesidad de redención son circunstancias que afectan por igual a ambos personajes. Junto a ellos, subsisten otros supervivientes en forma de mutantes, alterados genéticamente por la catástrofe o por sus semejantes, además de unas hembras reproductoras que valen su peso en oro, o los llamados bolsas de sangre (humanos sanos), víctimas de un vampirismo sin el cual los primeros no pueden sobrevivir.

Son estos mutantes una raza de anémicos obreros-conejos de indias que recuerdan a los harkonnen de Frank Herbert (1920-1986), pasados por el filtro post-industrial de David Lynch (1946), y cuyo fundamentalismo neo-religioso los convierte en suicidas. Un destino sorteado -en buena medida- por el joven Nux (Nicholas Hoult), cuando entra en contacto con esa otra parte de la realidad que le ha sido velada. Otro buen ejemplo de humana escisión lo encontramos en la discapacidad que afecta a uno de los brazos de Furiosa, circunstancia de la que somos verdaderamente conscientes no tanto cuando conduce, sino cuando se equipara a la pesadumbre por un vergel definitivamente perdido.


Todo ello es narrado por Miller mediante un notable brío visual más que argumental; es decir, en el aspecto estrictamente cinematográfico de la imagen se inserta el discurso textual, de modo que, conforme las imágenes se van sucediendo, lo hace la propia narración (tanto las preguntas que encuentran respuesta como aquellos interrogantes que permanecerán abiertos). En este sentido, no es objetivo del realizador ir más allá de una básica -aunque bien fundamentada- estructura de arquetipos junguianos o campbellianos.

Esta estructura también se vertebra con elementos reconocibles de las tres entregas precedentes, como la necesidad de gasolina -a la que se suma la del agua-, personajes-tipo de soporte, una nueva negociudad a la que se regresa, la presencia de un líder-dios, la promesa de un lugar legendario aunque real, la significación y provecho de la máscara, o la estima hacia las incisiones en la piel, como elemento jerárquico (apartado en el que podemos incluir unos recobrados cinturones de castidad). Y amalgamando todo el conjunto cinematográfico, está el valor del recuerdo. Todos los personajes, directa o indirectamente, desean que se les recuerde por algo. Todos estos son elementos que ejemplifican un cambio de paradigma, una situación planetaria irreversible que la fortaleza de algunos seres humanos trata de superar.


De este modo, somos partícipes de un entorno somático en el que destacan la cascada acuática que se vierte sobre el populacho, el paso por la tormenta de polvo magnética, el ejemplar rifirrafe entre Max y Furiosa (finalmente, auténticos hermanos de sangre) o el asedio al convoy, esta vez hostigado desde uno o más frentes, y cuya carga es, también en esta ocasión, aún más valiosa que el propio combustible.

Por esta razón, la fisicidad del desierto, el instinto de supervivencia, el valor específico de los planos generales, los ejemplares momentos de emoción contenida, así como de trabajo en equipo, sin menoscabo de las distintas individualidades… son situaciones y resoluciones equiparables al mejor western clásico. Lo que equivale a decir moderno.

Escrito por Javier C. Aguilera


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