Incluso
Charles Chaplin (1889-1977) se negó, en un principio, a incorporar la voz a sus películas –no así el acompañamiento musical-. Para él, el cine lo constituían las imágenes primordialmente. Pero el cine es un arte ecléctico que siempre ha tomado lo mejor de todas las artes precedentes, sobre todo cuando el esfuerzo y la inspiración van de la mano, lo que le ha permitido convertirse en el mejor representante visual y sonoro de nuestro pasado siglo XX (después nos han llovido toda clase de productos).
Así lo comprendió finalmente Chaplin, a quien el cine tanto debía -y debe-, tanto técnica como emocionalmente, por mucho que sus mejores logros ya hubiesen sido atesoraros por el celuloide para la posteridad.
Dentro del arte cinematográfico también han coexistido los saludables auto-homenajes a sí mismo, reflejos ora amables, ora corrosivos, de sus mágicos entresijos (aquello que de ordinario no se muestra al espectador). Una engalanada muestra de lo más sugestivo o censurable del ser humano que, en definitiva, es el motor de cualquier arte. Si bien, siempre sin perder de vista aquella vieja máxima por la cual la industria del cine simboliza la consabida fábrica de sueños por excelencia.
Pero para poder hacer buenas películas hace falta gente de talento (creativos) y cierto grado de profesionalidad (técnicos), y unos y otros no faltaron en la aún moderna y gozosa Cantando bajo la lluvia (Singin’ in the rain, MGM, 1952), la película que hoy nos proponemos compartir con nuestros lectores.
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O'Connor, Donen y Kelly |
Fue dirigida al alimón por los bailarines, coreógrafos y realizadores
Stanley Donen (1924) y Gene Kelly (1912-1996), quienes supieron aunar con creativa armonía la consolidada caligrafía cinematográfica con una imaginativa labor coreográfica. Ecuación en la que fue determinante, como productor y autor de las letras, Arthur Freed (1894-1973), al que se unió el talento musical del dúo formado por Betty Comden (1917-2006) y Adolph Green (1914-2002).
Metro Goldwyn Mayer fue un estudio que aportó a ese sueño compartido todo un arsenal de profesionales y un considerable background, la mayoría de las veces intercambiable entre géneros (que en MGM fueron el musical y la comedia, principalmente).
Por ello, a los nombres citados hemos de añadir los del director musical Lennie Hayton (1908-1971), los diseñadores de producción -o decoradores- Cedric Gibbons (1893-1960) y Randall Duell (1903-1992), el compositor y letrista Nacio Herb Brown (1896-1964) y la fotografía en tecnicolor del experimentado Harold Rosson (1895-1988).
Pues bien, haciendo sarcástica gala de la propia publicidad del estudio, “las estrellas del cine”, más que un eslogan se ha convertido en un imán para las fans de Don Lockwood (Gene Kelly), como puede comprobar su sorprendido colega, además de amigo, Cosme Brown (el estupendo Donald O’Connor; como habrán podido advertir, el apellido de ambos compositores, el real y el ficticio, es coincidente).
A Lockwood le acompaña siempre una manufacturada diva llamada Lina Lamont (la extraordinaria Jean Hagen), con la que forma una pareja de conveniencia, todo sonrisas y buen porte, que como es lo acostumbrado, acude con buena disposición al estreno de su último emparejamiento fílmico, El truhán real, producida por los eufemísticos estudios Monumental, en pleno y trascendental año de 1927...
Este magno acontecimiento es recibido por los espectadores como un auténtico festín y sirve para que el espectador pueda adentrarse en la verdadera relación de Don, Lina y Cosme. En efecto, por boca del actor principal, se irán sucediendo una serie de flashbacks en respuesta a las preguntas de una entrevistadora “del corazón”, que tienen la particularidad de mostrar todo lo contrario de lo que se dice; una ilusión paralela que revela lo que para -las vidas de- los espectadores suponían –suponen- determinados personajes mediáticos (en este caso del cine, pero de más amplia gama por medio de revistas especializadas y medios de difusión).
De hecho, podría decirse que imágenes y palabras están desincronizadas, y no lograrán una perfecta concordancia hasta el término del relato. Entre tanto, por medio de dichas imágenes nos convertimos en espectadores –por partida doble- del auténtico periplo vital y musical de la joven pareja de trotamundos formada por Don y Cosme, mucho antes de adornar las marquesinas, junto a su posterior asociación con Lina.
Después del estreno en cuestión y de que las fans le asalten en plena calle, se produce el encuentro fortuito de Lockwood con una joven llamada Kathy Selden (Debbie Reynolds), al precipitarse el actor en el interior de su descapotable. Será la muchacha quien le recuerde lo fútil de toda esa vanagloria y lo ridículo de determinados ademanes. Más sustancialmente, le hará ver que no tiene por qué actuar “fuera de la pantalla”.
El guión de Cantando bajo la lluvia hace un excelente uso de los estereotipos de la perpetua fauna cinematográfica, incluyendo una magistral descripción del paso del mudo al sonoro (transición de orden técnico además de artístico); un proceso al que se agrega la alocada alegría de los años veinte. De este modo, la espléndida representación del ambiente de aquellos años hace que su vitalidad y desinhibición se traslade a bailes y actitudes, concretándose en las canciones All I do is dream about you y Make ‘em laugh, esta última, maravillosamente escenificada por O’Connor, con acompañamiento de sonoros golpetazos.
Es por ello que, cuando Don comenta a Kathy que “quisiera hablarle de una cosa”, naturalmente lo haga con música, extrapolando todo aquello que, de otro modo y en una conversación más convencional, tal vez no hiciera acopio del valor suficiente o no encontrara las palabras precisas, cosa que no ocurre al comunicarse por medio del universal lenguaje de la música.
Como ya sabemos a estas alturas, la inclusión de números musicales no solo no interrumpe el discurso narrativo sino que lo enriquece. Por esta razón, y regresando a la proposición que Don le hace a Kathy, el decorado en que esta tiene lugar es, precisamente, un plató desnudo que progresivamente irá cobrando vida y significado. Más aún, con el concurso exclusivo de música e imagen se puede contar toda una historia, y justamente eso es lo que se logra durante el extenso número musical de la Melodía de Broadway, en el que Kelly se vio acompañado por una joven Cyd Charisse (1922-2008). Un segmento en el que, como en el cine más clásico, sobran las palabras. Al fin y al cabo, la imagen siguió siendo la fuente de información más relevante del discurso cinematográfico.
Para propiciar una adecuada transición del silente al sonoro también se requieren profesores de dicción y declamación, pedagogos contratados por el hospitalario jefe del estudio, al que se identifica mediante las siglas R.F. (el estupendo Millard Mitchell). La renovación supuso la muerte de muchas estrellas que, o no supieron, o no quisieron adaptarse al nuevo medio.
Por ejemplo, los problemas técnicos que conllevó la incorporación del sonido hicieron necesario el procedimiento del doblaje en un primer momento (suele olvidarse que las películas también se doblan al propio idioma para corregir defectos, cambiar líneas de diálogo o resaltar matices). Y aquí es donde entra en escena otro personaje inolvidable, el realizador del siguiente vehículo cinematográfico de Don y Lina, el sufrido realizador Dexter (Douglas Fowley), con la subsiguiente y decepcionante “noche de pre-estreno” del producto final.
No en vano, todos los aspavientos y latiguillos intertitulados han quedado obsoletos de repente, como anticipa la divertida secuencia de la filmación de dicha película, originalmente concebida como muda pero reconvertida en sonora.
Y por supuesto, inolvidable es la presencia de la lluvia durante el conocido número Singin’ in the rain, cuyo tema fue compuesto con anterioridad por Freed y Brown (concretamente, se publicó en 1929). Se trata de una lluvia luminosa y vivificante, símbolo de esa felicidad que le asalta a uno en plena calle, sencillamente porque se es feliz, llueva o haga sol, tal cual lo expresaron el compositor Harold Arlen (1905-1986) y el letrista Johnny Mercer (1909-1976).
Y es que, más allá de los números musicales, los actores también se desenvuelven coreográficamente, como si el paso por la vida constituyera una alegre danza.
Por su parte, Lina Lamont vive su propio ensueño: el amor que siente hacia Don es el pavimento de una historia en la que llueve sobre mojado, y a la cual la actriz supo proporcionar toda la compasión que reclamaba su personaje. Como curiosidad, hemos de mencionar que en la realidad, fue la actriz Jean Hagen (1923-1977) la que dobló a Debbie Reynolds (1932), prestando su voz durante las intervenciones musicales.