El oscurecimiento de la justicia a manos de la ley ha sido objeto de numerosos tratamientos literarios y cinematográficos. Una ley que a veces no está a la altura de la buena labor policial ampara delitos graves que prescriben por conveniencias políticas o sobrevuela todo tipo de vericuetos legales… más que la aplicación de la ley, los demandantes suelen reclamar justicia.
Esta puede llegar tarde, incluso convertirse en poética, pero a la larga, ya sea a causa de una buena instrucción, de la perseverancia de un letrado o debido a una concienzuda labor historiográfica, suele aparecer, por mucho que el olvido se asemeje a un monstruo de mil cabezas que lo devora todo.
Tales son los cimientos de Testigo de cargo (Witness for the prosecution, United Artist, 1957), dirigida por Billy Wilder (1906-2002) y puesta en escena de una celebérrima obra teatral de Agatha Christie (1890-1976), adaptada por Harry Kurnitz (1908-1968) y el propio realizador.
Entre otros destacados profesionales, que a estas alturas no son en absoluto ajenos a nuestro blog, hemos de señalar la fotografía del gran Russell Harlan (1903-1974) y el no menos estimulante diseño de producción del colaborador habitual de Wilder, Alexandre Trauner (1906-1993), cuya labor se pone de manifiesto en los “decorados” del despacho del letrado protagonista, la cantina semiderruida situada en Hamburgo y, por descontado, la sala del Tribunal de Justicia. Marlene Dietrich (1901-1992) contó, además, con la inapreciable colaboración de la diseñadora Edith Head (1897-1981) en el vestuario.
La acción transcurre en 1952. Tras dos meses de reclusión forzosa en un hospital, a causa de un leve ataque cardiaco, el abogado criminalista sir Wilfrid Roberts (el portentoso Charles Laughton) regresa a su hogar y despacho (ambas cosas forman un todo, el escenario está compartido). Sir Wilfrid presenta un aire de distinción y unas formas que recuerdan la figura de Winston Churchill. Es el típico paciente pejiguera, además de un profesional entregado, de sobrada experiencia y honestidad. Desde luego, Wilfrid contempla el aspecto vocacional de su profesión con mucho más entusiasmo que el vacacional. Para él la justicia es un puntal primordial de la sociedad, un elemento constitutivo del ser humano, centrado en la defensa del cliente.
El resto de personajes de soporte también posee su relevancia. Entre ellos, están el secretario personal de Wilfrid, Carter (Ian Wolfe), su colega y ex pupilo Brogan Moore (John Williams), el fiscal Mayers (Torin Tatcher), y su viejo amigo el procurador Mahyew (Henry Daniell).
El caso es que Wilfrid se halla a dieta de asuntos criminales, quedando a merced únicamente de “pleitos claros y bien retribuidos”. Se encuentra en el limbo de una especie de “arresto domiciliario”, al cuidado de la abnegada enfermera Miss Plimsoll (Elsa Lanchester). La complicidad entre ambos irá en aumento a lo largo del relato.
Como podrán suponer, Wilfrid se involucra en “un caso más” cuando comienza a tratar con sus amigos el asesinato de Emily French (Norma Varden), una viuda adinerada de Hampstead. El principal sospechoso es el joven y algo tarambana Leonard Vole (Tyrone Power), un “chapuzas” descentrado desde su licenciamiento en el ejército, con ribetes de inventor, eventualmente ha trabajado como mecánico o en unos grandes almacenes.
Mediante dos flashbacks, Wilder narra el modo en que el acusado conoció a la futura víctima –introduciendo la animadversión de la criada, Janet (Una O’Connor)- y, posteriormente –en cuanto al tiempo cinematográfico se refiere-, el encuentro, narrativamente anterior, con la que será su esposa, Cristina Vole (Marlene Dietrich). Un buen detalle durante el primer flashback apunta al carácter de la viuda: se mete en un cine, donde coincide con Vole, porque pese a su condición pudiente, se trata de un personaje solitario.
Durante el segundo, se produce un divertido juego de corte amoroso en base a los productos de estraperlo que porta Leonard como moneda de cambio. “Es un placer hacer negocios contigo”, le dice Cristina en su estancia arruinada por los bombardeos. Poco antes, Wilder ha mantenido a Vole apartado del resto de soldados en la desnortada cantina donde Cristina canta, haciendo notar así su singularidad, su diferencia con respecto a los demás.
Por su parte, Wilfrid recordará cómo “el amor puede más que la evidencia”, lo que anticipa la previsible y fácilmente manipulable actitud de la llamada “opinión pública”, esa corriente oculta de simpatía o antipatía de un jurado y público en general hacia un personaje determinado. El hecho es que no puede condenarse a nadie sin pruebas, de forma circunstancial. Wilder resuelve visualmente los excelentemente escritos interrogatorios por medio de ágiles cambios de ángulo, de puntos de vista del caso, podríamos aventurar, en el tribunal.
Aún no he tenido ocasión de leer la pieza teatral de la autora (publicada por RBA, 2011), pero sí otros libros suyos, y conociendo además la obra de Billy Wilder, hay que convenir que el habitual sentido del humor de Agatha Christie casa bastante bien con el del cineasta.
De forma magistral, Testigo de cargo ofrece un relato que se desenvuelve con soltura en el ámbito de aquello que, aún siendo legal, no es justo.
Escrito por Javier C. Aguilera
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