Harry Harrison |
Todos los textos son hijos de su tiempo. Las grandes obras lo son de todos los tiempos. En el caso que nos ocupa, la novela ¡Hagan sitio, hagan sitio! (Make room, make room!, 1966), del escritor estadounidense Harry Harrison, pseudónimo de Henry Maxwell Dempsey (1925-2012), presentaba ya desde su título una idea futurible, a golpe de megáfono, que bien podía convertirse en una realidad, sino total, al menos de forma parcial.
Curiosamente, se trata de una novela que aparece tras los incidentes del apagón neoyorquino de 1965, aunque de igual modo, también he podido detectar una clara concomitancia con el punto de partida argumental expuesto en el cómic clásico Dan Dare, piloto del futuro, vol. I (Dan Dare, pilot of the future, Frank Hampson; 001 Editores, 2014), recientemente editado en España y que, casualidad o no, comparte idéntica premisa (aunque distintos derroteros).
Esta no es sino la escasez de los recursos alimentarios, debido a la sobrepoblación del ser humano y la sobreexplotación de dichos recursos.
Un conciso prólogo que advierte de la fragilidad de los medios terrestres (¿cómo será el mundo en el año 2000?, se pregunta el autor), da paso a una trama en la que se aborda no solo el referido problema de la sobrepoblación, sino la dificultad de mantener “el nivel de vida al que estamos acostumbrados” (pg. 7). La novela transcurre en una ciudad de Nueva York desparramada y churretosa (hasta cierto punto, la traslación de la urbe tal cual se hallaba a finales de los sesenta y primeros setenta); una pura escombrera que se alimenta de sí misma.
El relato se divide en dos partes o arcos temporales casi correlativos, centrándose la acción en el año 1999, con el advenimiento del nuevo siglo. Concretamente, en la primera parte, nos encontramos en agosto de ese año. Un tiempo en que las compañías farmacéuticas que sobreviven solo producen medicamentos rentables y donde existe una división por grupos sociales y étnicos, acuciados por una intensa ola de calor. En este entorno demacrado, vive y trabaja Andrew (Andy) Rusch, de treinta años, un policía del departamento de antidisturbios de la maltrecha Gran Manzana que, como la mayoría de sus habitantes, no está acostumbrado a expresar sus emociones (capítulo IX). Comparte su angosto apartamento con un perteneciente al estamento de los ancianos, Solomon Kahn, de setenta y cinco años.
Como buena obra de ficción, en este caso en su vertiente “anticipadora”, Harrison cuaja el relato de apreciables detalles (aunque no tan suculentos como los que se incorporarán a la versión cinematográfica). Uno de ellos viene dado, precisamente, por el ámbito alimentario, que se encarga de confeccionar unos nutrientes que palian la escasez de proteínas, aunque prácticamente carecen de sabor; el detalle es el siguiente: Andy no conoce lo que le ha precedido, por lo que no puede echarlo de menos.
Como toda cultura que fue, esta no puede trascender (en otro apunte, los personajes alaban unos cuadros pintados a mano; V). En definitiva, los seres humanos se encuentran al final de un ciclo donde no parece claro que se pueda recomenzar, y, en cualquier caso, la introducción de novedosos compuestos alimenticios como el Ener-G, no tiene mayor trascendencia dentro de la trama del libro. También destaca esa ínsula separada del resto de la urbe que es el Edificio Chelsea, y que contrasta con una Plaza Madison reconvertida en un zoco de desvaídos colores y actitudes tan desgastadas como mecánicas.
El marco se completa con unas tarjetas de racionamiento proporcionadas por el estado y por los continuos fallos en el suministro eléctrico. Un retroceso tecnológico que hasta desempolva las tablillas de escritura (el precedente directo de las actuales “tablets”), las cuales permiten comunicar mensajes de forma rústica, pero efectiva. Además, esta situación de doble carestía (escasez y encarecimiento) da como resultado emparejamientos no deseados y de toda índole.
Por las atestadas calles también deambula Billy Chung, de dieciocho años, potencial aficionado al L.S.D. (XI), y cuya familia se ha trasladado desde Formosa (en el mismo continente). Su “incidente” en el apartamento del capitoste Mike Greene (IV) tiene por consecuencia su huida. De su paradero se hará cargo Andy, que debido al suceso entra en contacto con otros dos personajes de relevancia, la joven Shril, que también ocupa el mismo apartamento –o espacio-, y su amigo de color y casi guardaespaldas, Tab Fielding, un personaje que, aunque “de soporte”, posee una marcada entidad y un comportamiento completamente humano (en el sentido de nobleza).
Cuando cesa la ola de calor y llegan las lluvias, Shril se marcha a vivir con Andy y Sol. Un momento que, alternativamente, coincide con el encuentro de Billy con un ex sacerdote sobrepasado –y “sonado”- por los acontecimientos, en una barriada abandonada de Brooklyn (XIV). Entre otros buenos apuntes, encontramos la sensación de claustrofobia de Billy (II), la rutina diaria de Shril y sus temores en el interior del piso de Mike, con el que ha convivido hasta entonces (III), la particularidad de que por la tele se emita la obra Fuentes de Roma, de Ottorino Respighi (1879-1936) (II: IX), la exposición de una oferta y una demanda dislocadas gracias al estado, donde todo queda sin terminar (IX), o el jocoso comentario acerca de cuándo comienza realmente el nuevo siglo (si en 2000 o 2001) (II: XIII).
En semejante escenario, hace tiempo que los medios de transporte público han quedado inutilizados, y de cuando en cuando, también se produce un conflicto con el agua potable que detiene el suministro. Cuando da comienzo la segunda parte, la llamada Zona de Sequía del planeta ha aumentado (II: IV).
En esta parte cobra mayor relevancia el personaje de Sol, representante de un estrato relegado, el de los ancianos. Estos son contemplados como un estorbo (II: II). En su caso, los comentarios de Sol sobre la conocida Ley Natural, respecto al control de la natalidad (II: IV y VI), nos introducen en el meollo de la problemática. La distribución ecuánime de los recursos no es posible debido a esa extensa Zona de Sequía, una desertización igualmente atribuida a causas humanas, por la sobreexplotación de los recursos, que impide que pueda haber alimento para todo el mundo. Sobreexplotación que incluso se traslada al ámbito laboral, al menos en el caso de Andy, que ha de padecerla en su trabajo (II: VII).
En palabras de Sol, “todo ha sido engullido, gastado, agotado” (II: VI). El miedo al cambio de siglo sobreviene, paradójicamente, cuando toda profecía ya ha sido cumplida. De este modo, todos los personajes de la novela son fatídicamente alcanzados por su destino. Posiblemente, ¡Hagan sitio, hagan sitio! sea uno de los relatos futuristas más desoladores que se han escrito.
Un último comentario con respecto a la traducción, que supongo ajustada a derecho salvo por un detalle: la presencia de construcciones incorrectas como “han habido” (247) o “pueden haber problemas” (290), cuando el verbo haber es aplicado a personas o cosas, y por tanto ha de actuar como forma impersonal, en tercera persona del singular. Al menos así ocurre en la edición de que dispongo, de Orbis (1986), perteneciente a la –que una cosa no quita la otra- inolvidable colección Biblioteca de Ciencia Ficción, promovida por el editor y escritor Domingo Santos (1941).
Escrito por Javier C. Aguilera
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