Jean Renoir, el último a la derecha |
La identificación metafórica de un río con el transcurrir de la vida no es un asunto nuevo. La literatura española, de la mano de Jorge Manrique (en sus Coplas), Garcilaso (Égloga I), Gerardo Diego (Romance del Duero), Antonio Machado (Recuerdos) o Miguel de Unamuno (Agua del Tormes), entre otros muchos, ha proporcionado testimonios imperecederos. Entre ellos figura el de Jean Renoir (1894-1979), por medio de su película El río (The river, United Artist, 1951), basada en una obra de la escritora inglesa Rumer Godden (1907-1998).
La acción se sitúa en Bengala (India), y fue impresa en celuloide, además de por la dirección de Renoir, gracias a la labor del diseñador de producción de Eugène Lourié (1903-1991), y la contrastada fotografía de Claude Renoir (1913-1993), hermano del realizador. Por medio de la voz en off de la narradora y protagonista, ya desde la madurez, se nos recuerda que el sentimiento amoroso es “igual en todas partes”, aunque la plasmación de los hechos tenga lugar en la India.
Cartel del film |
Ahora bien, será este escenario el que proporcione la consabida cadencia y un ritmo ancestral a los mismos. Ni el amor ni la muerte pueden sentirse de igual modo aquí que en otros lugares, como corroboran las imágenes de Renoir, cuyo discurso fluye inevitable, casi indolentemente. Incluso cuando el río no se nos muestra en el plano, está ahí. O dicho de otro modo, es el marco el que otorga personalidad a unos sentimientos que, en efecto, son universales: el (primer) amor, la identidad, el paso del tiempo o la muerte.
Como un organismo vivo, el río tiene su propia vida y es objeto indirecto de la de los demás. Es una arteria vital –la gente nace y muere con él-, y comercial –por él se transporta el yute que manufactura el padre de la narradora, Harriet (Patricia Walters). Pero lo es también porque tiene una vida y una muerte: nace en el Himalaya y acaba muriendo en el Golfo de Bengala. Y como los seres humanos que lo transitan, nunca es el mismo río, como recordaba ese formidable poema de Gerardo Diego al que hacíamos referencia hace un momento, dependiendo también esa visión cambiante, del sujeto que lo mire y de cómo lo mire.
De ese modo, “el tiempo pasaba sin darnos cuenta”, recuerda Harriet desde un lugar no especificado, porque en la juventud el tiempo no existe.
Como queda dicho, la narración está sujeta a la visión de la joven, enamorada platónicamente de un visitante, amigo de la familia, el capitán John (Thomas E. Breen), y está matizada –idealizada, si se quiere- por esos sentimientos. Su poesía es pura, no crítica. Curiosamente, el capitán es comparado con “Antínoo, bello como un dios, más que como un Marco Antonio”.
Al de Harriet se suma el conflicto de Melanie (Radha Brunier), su amiga y vecina de origen indio y británico. ¿A qué civilización pertenece? Resulta sorprendente que el padre (el fordiano Arthur Shields) le comente que tal vez no debería haber nacido, como una reflexión de lo más natural, sin reproche por parte de ella: “pero he nacido”, responde Melanie, otorgando así un grado de madurez, no solo a sí misma, sino a la relación que mantiene con su progenitor.
Y es que en El río, la finalidad de Renoir no es la crítica social, sino la de narrar una historia que se adentra en los territorios de fábula. Su punto de vista –el de la imagen- es el poético. A lo largo del metraje se van desgranando símbolos y rituales, costumbres que nos recuerdan continuamente que no existe construcción sin destrucción. Y cuando la mirada se posa en el río, se nos aparece el puente que une el pasado con el presente.
Pero Renoir añade un nuevo símbolo al relato: las tres cartas que sendas muchachas dejan caer hacia el final del mismo. Es la representación gráfica, alejada de todo subrayado, del paso a la madurez; ese momento en que lo mirado ya no es visto de la misma forma.
Entre los instantes más hermosos y recordados de El río, destaca el parlamento del padre de Madeleine referido a los niños, junto a la plasmación de ese primer amor, deseado y temido a la vez, y sufrido de igual modo por tres muchachas (la tercera es Valerie -Adrienne Corri-, otra amiga de la familia).
Como buen cineasta de la imagen, Renoir sabía cuando las palabras estaban de más. Durante la secuencia del funeral, todos los intervinientes guardan silencio. De igual modo, resulta inquietante es ese plano-contraplano del niño con la serpiente
Gracias al mantenimiento de una cámara casi omnipresente e inmóvil –no pasiva-, con calculados movimientos de reencuadre formando parte de una puesta en escena invisible pero que también está ahí, transcurre este indeleble fluir de fotogramas.
¡Hola! Te nominé a un premio en mi blog: http://lavidaenlaspaginas.blogspot.com.ar/2014/06/liebster-award-11.html
ResponderEliminarCuando puedas pasate, besos.
En nombre de los que hacemos Baúl del Castillo (que en este "matrimonio" somos tres) gracias por tu interés y ánimo -a ambas- con vuestro sincero blog. Un saludo cordial.
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