Nada mejor para estos días que recuperar una gran película como La chica del adiós (The goodbye girl, Warner Bros., 1977), nuevo texto de Neil Simon (1927) para el cine (en este caso, la representación teatral llegó más tarde), dirigida por Herbert Ross (1927-2001), con producción de Ray Stark (1915-2004), y acompañamiento musical de Dave Grusin (1934).
Excelente dialoguista, como puede comprobarse con cualquiera de sus obras, Simon da comienzo a La chica del adiós con una ruptura –otra- para Paula (Marsha Mason, actriz principalmente teatral y pareja de Simon hasta el año 81). Aunque solo somos testigos de su reacción, puesto que el otro, un hombre casado, ya se ha largado, nos damos cuenta de que estamos ante una mujer afectiva y enamoradiza, ¡que es de lo peor que le puede suceder a uno!
Antes de irse, Tony, que así se llamaba el interfecto, ha subarrendado el apartamento a otro compañero de profesión, el también actor Elliot Garfield (Richard Dreyfuss, que obtuvo el Óscar por este trabajo), procedente de Chicago.
Así que esta nueva extraña pareja se ve forzada a convivir entre los desengaños y la aprensión hacia un nuevo compromiso de una, y la frustraciones profesionales del otro. Entre ambos está Lucy (Quinn Cummings), la hija de Paula, bastante más madura que su madre. No es un personaje tan “cargante” como suele ocurrir: está claro que Neil Simon habla por él muchas veces.
De este modo, La chica del adiós no trata únicamente sobre la convivencia en un mismo espacio de dos personajes en principio disímiles, sino además, del miedo a una posible ruptura, la espada de Damocles de cualquier pareja, de las cicatrices que dejan los desengaños, de la aprensión a comenzar de nuevo -como se tituló otra apreciable película de Pakula-, y de cierta parálisis o autocomplacencia en la propia desdicha. “Los demás inquilinos también viven solos”, le comentará Elliot a una compañera de trabajo cuando la lleve al apartamento.
Pero por fortuna, al menos en el cine existen los terceros actos. Claro que en tanto llega, Simon no escatima dardos hacia el modus vivendi (o “pensanti”) de algunos actores atiborrados de prejuicios, o sobre ese regodeo en la desgracia amorosa. Ni lo “trascendente” escapa al sarcasmo del egregio autor.
Con respecto a la vida sobre las tablas, además de una evidente metáfora acerca del amor como “representación”, también desarrollada en tres actos: atracción, plenitud y desamor, ocurre que en Broadway casi siempre se busca a gente joven para las obras, apartando al resto. La visión acerca de lo “alternativo”, del Off-Broadway, es igualmente ácida –y supongo que en parte biográfica-, como sucede con el montaje de un Ricardo III de Shakespeare por parte de unos integrantes, liderados por Mark (Paul Benedict), que desprecian los trabajos para televisión (de un arte para las masas).
Inevitablemente, la frustración de Elliot en lo profesional se traslada a lo personal, hasta que, poniendo cada uno un poco de su parte, Paula y Elliot encuentran un equilibrio. Ambos serán conscientes de que cambiar el mundo es como darse contra un muro, y que más fructífero resulta cambiar el mundo de uno mismo.
Bajo esa predisposición positiva, todo parece ir a mejor; así, Elliot acabará recibiendo en su camerino la visita de un conocido realizador, “Oliver Fry”, una colaboración especial de Nicol Williamson, con quien Ross ya había filmado la espléndida Elemental, doctor Freud (The seven per cent solution, 1976).
En cualquier selva, en este caso la neoyorquina, la necesidad de afectos se incrementa; aunque sean efímeros, que es lo que realmente asusta a Paula. Vivir rodeado de personas y cosas no es sinónimo de estabilidad. Sintomáticamente, cuando la vida de Paula de un nuevo giro –se supone que definitivo- también cambiará el aspecto del “escenario”, del apartamento: es un concepto sencillo pero eficaz.
Para el recuerdo, siempre quedará la cena en el tejado; ¡ni la lluvia puede chafar el estupendo trabajo fotográfico de David M. Walsh!
Excelente dialoguista, como puede comprobarse con cualquiera de sus obras, Simon da comienzo a La chica del adiós con una ruptura –otra- para Paula (Marsha Mason, actriz principalmente teatral y pareja de Simon hasta el año 81). Aunque solo somos testigos de su reacción, puesto que el otro, un hombre casado, ya se ha largado, nos damos cuenta de que estamos ante una mujer afectiva y enamoradiza, ¡que es de lo peor que le puede suceder a uno!
Antes de irse, Tony, que así se llamaba el interfecto, ha subarrendado el apartamento a otro compañero de profesión, el también actor Elliot Garfield (Richard Dreyfuss, que obtuvo el Óscar por este trabajo), procedente de Chicago.
Así que esta nueva extraña pareja se ve forzada a convivir entre los desengaños y la aprensión hacia un nuevo compromiso de una, y la frustraciones profesionales del otro. Entre ambos está Lucy (Quinn Cummings), la hija de Paula, bastante más madura que su madre. No es un personaje tan “cargante” como suele ocurrir: está claro que Neil Simon habla por él muchas veces.
De este modo, La chica del adiós no trata únicamente sobre la convivencia en un mismo espacio de dos personajes en principio disímiles, sino además, del miedo a una posible ruptura, la espada de Damocles de cualquier pareja, de las cicatrices que dejan los desengaños, de la aprensión a comenzar de nuevo -como se tituló otra apreciable película de Pakula-, y de cierta parálisis o autocomplacencia en la propia desdicha. “Los demás inquilinos también viven solos”, le comentará Elliot a una compañera de trabajo cuando la lleve al apartamento.
Pero por fortuna, al menos en el cine existen los terceros actos. Claro que en tanto llega, Simon no escatima dardos hacia el modus vivendi (o “pensanti”) de algunos actores atiborrados de prejuicios, o sobre ese regodeo en la desgracia amorosa. Ni lo “trascendente” escapa al sarcasmo del egregio autor.
Con respecto a la vida sobre las tablas, además de una evidente metáfora acerca del amor como “representación”, también desarrollada en tres actos: atracción, plenitud y desamor, ocurre que en Broadway casi siempre se busca a gente joven para las obras, apartando al resto. La visión acerca de lo “alternativo”, del Off-Broadway, es igualmente ácida –y supongo que en parte biográfica-, como sucede con el montaje de un Ricardo III de Shakespeare por parte de unos integrantes, liderados por Mark (Paul Benedict), que desprecian los trabajos para televisión (de un arte para las masas).
Inevitablemente, la frustración de Elliot en lo profesional se traslada a lo personal, hasta que, poniendo cada uno un poco de su parte, Paula y Elliot encuentran un equilibrio. Ambos serán conscientes de que cambiar el mundo es como darse contra un muro, y que más fructífero resulta cambiar el mundo de uno mismo.
Bajo esa predisposición positiva, todo parece ir a mejor; así, Elliot acabará recibiendo en su camerino la visita de un conocido realizador, “Oliver Fry”, una colaboración especial de Nicol Williamson, con quien Ross ya había filmado la espléndida Elemental, doctor Freud (The seven per cent solution, 1976).
En cualquier selva, en este caso la neoyorquina, la necesidad de afectos se incrementa; aunque sean efímeros, que es lo que realmente asusta a Paula. Vivir rodeado de personas y cosas no es sinónimo de estabilidad. Sintomáticamente, cuando la vida de Paula de un nuevo giro –se supone que definitivo- también cambiará el aspecto del “escenario”, del apartamento: es un concepto sencillo pero eficaz.
Para el recuerdo, siempre quedará la cena en el tejado; ¡ni la lluvia puede chafar el estupendo trabajo fotográfico de David M. Walsh!
Escrito por Javier C. Aguilera
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