Watson: ¿Tiene ojos en la nuca?
Holmes: No, tengo una tetera bien pulida delante.
Aunque nuestra sección se dedique a Sherlock Holmes en el cine, vamos a comentar en la presente entrada unas adaptaciones destinadas a la televisión. Nos ocupamos, en esta ocasión, del regreso de Peter Cushing al personaje creado por Arthur Conan Doyle, analizada ya El perro de Baskerville (Terence Fisher, 1958), dentro de esta misma sección. Así mismo, en nuestra próxima entrada para el apartado ¡A ponerse series! abordaremos otra adaptación televisiva de calidad, la estupenda Sherlock Holmes producida por Granada Televisión entre 1984 y 94. Nuestro material para hoy consiste en la recientemente rescatada serie que la BBC dedicó al detective (los episodios que han sobrevivido, pues el material no se ha conservado íntegro), y que, en 1968, contó con el gran actor británico en el papel principal.
Una cuidada versión de El perro de los Baskerville es uno de los episodios que se han conservado, además de ser el más extenso. A estas alturas el argumento es de sobras conocido. Se trata de una fiel recreación del original en la que nuevamente destaca el empleo de los parajes naturales de Dartmoor, en Devon, como un omnipresente elemento dramático, bien integrado en el argumento. Hasta recuperamos la icónica imagen de la silueta de Holmes recortada frente al cielo del atardecer, en la distancia.
Estudio en escarlata es más una adaptación de La casa vacía, que en realidad toma como excusa el título de la primera obra de Sherlock Holmes (recordemos, cuando conoce al doctor Watson), por medio de una línea de diálogo algo traída por los pelos. Aquí Holmes y Watson (Nigel Stock) ya se conocen y habitan el 221b.Como realización televisiva de la época resulta típica: planos muy cerrados, sonido directo, empleo del reencuadre, apoyatura musical sesentera, algún leve desenfoque (inevitables sobre todo en los programas en directo), decorados y atrezo algo pobretones, y cierta teatralidad de la acción; pero como ocurría con los famosos Estudios Uno, estos inconvenientes no son tan relevantes, sino las interpretaciones, donde no hay nada que oponer. Estas son magníficas, el Holmes de Cushing es sagaz, impulsivo (también se precipita) e implacable; y Watson un “excelente conductor de luz”.
Otros detalles de la trama quedan bien expuestos, como la costumbre de los anuncios por palabras en la prensa (el Strand), por entonces una auténtica red social, tan vital para el lector de la época como lo pueda ser hoy internet o el correo electrónico. Una buena idea de planificación la hallamos en el asesino lavándose las manos en una jofaina, y una buena idea de guión, en las dos pastillas que el citado asesino da a escoger a su víctima, dejando al azar el destino de cada uno de ellos (idea retomada en la reciente Sherlock).
Otro episodio bien conocido es El signo de los Cuatro, con su tesoro de tiempos de la colonización india y el enamoramiento de Watson, lo que nos permitía conocer algo más al buen doctor, frente a la misoginia desplegada por el detective, que no se casará nunca para que su criterio no se vea influido.
Destaca en la adaptación el entusiasmo con que Holmes dicta una carta, ¡demasiado aprisa como para poder tomar nota!, junto al detalle del olor que desprende otra misiva, o el uso de la cámara subjetiva, que toma el punto de vista de un perro (¡hasta se detiene en una farola para aliviarse!), momento en que no se escuchan los diálogos entre Holmes y Watson, aunque los vemos conversar. Estamos, de nuevo, ante una digna adaptación desarrollada en escenarios naturales, en la que queda claro que Holmes no puede vivir con normalidad sin trabajo “mental”.
Holmes (hablando de una cantante): ¡Su tesitura es impresionante!
Watson: ¿Disculpe?
El misterio del valle Boscombe persiste en ese cuidado en las localizaciones. El free cinema había sacado las cámaras a las calles, y una serie de televisión de la época no era ajena a esta novedad. Llama la atención que el presunto caso de parricidio del conocido relato, fuera representado de forma explícitamente virulenta, lo que nos recuerda los cambios introducidos durante el final de aquella década. Un grafismo aderezado además por el gesto de fastidio de Holmes ante el viajero que les toca en suerte en el compartimento de tren, un Watson tratando de adivinar con pesar el nombre de un antiguo criminal y, de nuevo, un Holmes cicatero con el dinero pero lector de Petrarca.
Encontramos en el navideño El rubí azul un apunte divertido, cuando la propietaria de la joya desaparecida asegura que supo de la existencia del detective cuando su sobrina cenó con sir Henry Baskerville; o cuando descubrimos que analizando un sombrero, Watson no lo hace nada mal. En cambio, Holmes yerra (no mucho, claro). Otras curiosidades de este relato son la costumbre de Holmes de escribir sobre sus puños almidonados (un hábito que viene de antaño: Cushing-Holmes ya hacía lo mismo en El perro de Baskerville de Fisher), además de cómo llegó el dichoso rubí azul al estomago de un pavo en vísperas de la Navidad.
En ciertas ocasiones he recomendado -sin detrimento por las versiones originales, naturalmente-la labor de doblaje de una serie o una película. Pero en recientes ocasiones este reconocido arte, al menos en España, resulta de lo más impersonal y ramplón, ya que el redoblaje (auténtica plaga bíblica) resulta de lo más decepcionante. En esta ocasión recomiendo, ya que la serie no fue estrenada en España en su día, o no se conserva su doblaje original, ver toda la serie en versión original. Es la única forma en que este Sherlock Holmes puede volver a la vida.
Peter Cushing volvió a encarnar a Holmes años más tarde en un telefilme de bastante enjundia, de tal modo que podemos hablar abiertamente de una película, al estar tras las cámaras un equipo técnico muy competente, y aunque su destino fuera el televisivo. Se trató de Sherlock Holmes y las máscaras de la muerte (The masks of death, 1984), dirigida por Roy Ward Baker (1916-2010), bien conocido por sus trabajos para Hammer, además de por otras dos espléndidas películas: The house in the square (1951) y La última noche del Titanic (1958), inolvidable aproximación a la tragedia del barco.
Un Holmes maduro (¡pero nunca envejecido!) nos hace participes en esta ocasión de uno de esos casos que no se han podido desvelar con anterioridad. Así, de un prologo situado en 1926, retrocedemos hasta 1913. La voz en off, milagro, no molesta demasiado, aunque a veces resulte algo redundante. De este modo, la narración de Watson puntúa un relato que sigue escrupulosamente el léxico de su autor: realmente parece que estamos escuchando al auténtico doctor Watson de los relatos. Recordemos además que, la última de las aventuras aparecidas de Sherlock Holmes, La aventura de Shoscombe Old Place, se publicó en 1927, tres años antes del fallecimiento de su creador.
El presente caso se lo proporcionan a Holmes el inspector McDonald (el inolvidable Gordon Jackson de Arriba y Abajo) y el secretario del interior, un esplendido Ray Milland, con su habitual aplomo y desparpajo. Un Holmes que, gracias a Cushing, despliega de nuevo puro nervio; una agilidad pasmosa que no se evidencia únicamente durante los momentos de acción per se. Por lo demás, permanece tan quisquilloso y “humano” como de costumbre, sin cortapisas políticamente correctas. Así mismo, el asunto en cuestión, la desaparición del hijo de un diplomático alemán, recibe un fuerte estimulo con la inesperada reaparición del personaje de Irene Adler (Anne Baxter), la Mujer.
Sherlock Holmes y las máscaras de la muerte es un disfrute absoluto para los seguidores del personaje, y se cierra con la imagen del detective, junto a su amigo y colega el doctor Watson (John Mills), dirigiéndose a Balmoral, la residencia real durante el estío, acompañados por la hermosa partitura de Malcolm Williamson, con evidentes ecos a James Bernard.
Para concluir, un breve apunte sobre la nueva “actualización” televisiva del detective, la serie titulada Sherlock, hábil traslación de la BBC, bien escrita y ejecutada, y cuya principal virtud consiste en no descontextualizar, pese a todo, las características de un personaje (encarnado aquí con solidez por Benedict Cumberbacht) con el que todos estamos familiarizados.
Es evidente que los hábitos y mecanismos narrativos han cambiado (siempre lo hacen, aunque no siempre convenga hablar de evolución), aunque con esto no quiera (deba) decirse que lo anterior haya quedado obsoleto, en modo alguno. En este sentido, Sherlock (2010-) no se desmorona dentro de su propia pirotecnia tecnológica. Por ejemplo, hasta hace poco sabíamos que el héroe rescataría a la chica, la pregunta era cómo y cuanto tardaría. Ahora cabe preguntarse si el héroe podrá rescatar a la chica en cuestión, o si podrá impedir el robo. Y no sorprende que no sea así. La sorpresa, los giros de guión, están a la orden del día, y Holmes es un personaje que, incidiendo además en su parte más oculta, se prestaba mucho a ello.
Como la serie sigue en curso, lo mejor será posponer un comentario más elaborado para una futura ocasión. Entre tanto, los admiradores del personaje, podrán seguir encontrando material “cinematográfico”, espero que interesante, a lo largo de esta sección.
Escrito por Javier C. Aguilera "Patomas"
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