La esclava libre, de Raoul Walsh

25 febrero, 2017

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En la plantación Starwood de Kentucky, Estados Unidos, la situación es inestable. Durante años, el dueño, Aaron Starr (William Forrest), ha mantenido un ambiente cálido aunque ilusorio que, con su muerte, se resquebraja. Estamos en el año 1853 y la joven Amanda Starr (la inolvidable Yvonne De Carlo), apodada Manty, parte hacia Cincinnati para completar sus estudios. A su regreso, la vida le depara un duro revés, paradójicamente, debido a la generosidad de su padre y, desde luego, a la vileza de otras gentes sin escrúpulos.

Extremos opuestos que en La esclava libre (Band of Angels, Warner, 1957) afectan siempre a esos dos bandos en los que parece polarizarse la existencia de los protagonistas: norte-sur, hombre-mujer, esclavo-amo, blanco-negro. Pese a todo, en el guion de John Twist (1898-1976), Ivan Goff (1910-1999) y Ben Roberts (1916-1984), puesto en escena magistralmente por Raoul Walsh (1887-1980), lo que prevalece es una grisura que los afecta a todos. Desconozco la novela de Robert Penn Warren (1905-1989) en que se basa el trabajo de los guionistas, pero la formidable fotografía de Lucien Ballard (1904-1988) acentúa visualmente dichos contrastes entre la luz y la sombra; o cuando es necesario, la ausencia de ellos.

Como recuerda Seth (Rex Reason), el novio primerizo de Amanda, con frecuencia la bondad y la indulgencia encubren el mal. Los esclavos de color pueden ser tratados con cierta dignidad por parte de algunos “amos”, pero no por ello dejan de ser esclavos. Por otra parte, el que se le llene a un liberador la boca con la palabra libertad, no es garantía de que sus actos la confirmen.


La buena educación recibida y el natural albedrío de nada sirven a Amanda cuando su pasado es puesto al descubierto por la deslealtad de quiénes son siervos de sus propios prejuicios, alimentando los recovecos de la justicia. La joven es puesta a la venta como una mercancía más. Pero justo es reconocer que su mejor postor participa de las características de que era portador el padre; lo que, por otra parte, también incluye un pasado turbulento como tratante de esclavos, que el personaje trata de enmendar, considerando a las personas que están bajo su cargo como seres humanos.

Este personaje esencial es Hamish Bond (un extraordinario Clark Gable). Es un hombre con posibles, aunque se encuentra solo, y lo asume. Esa es la diferencia con otros personajes de soporte de la película: Hamish se conoce así mismo. Sabe cuál es su sitio y cuáles las aspiraciones que puede permitirse, pese a haber adquirido un estatus de desahogo. Y a diferencia de otras películas de igual temática, zaherir más con la imagen no es sinónimo de una mayor efectividad, aunque sí suela serlo de un alto grado de efectismo. A veces, lo que se elude puede resultar aún más traumático para la mente del espectador que lo simplemente explícito. Por ejemplo, cuando el negrero señor Calloway (Ray Teal) intenta forzar a Amanda en el camarote del barco que los traslada. Poco después, resultan más atenazadoras las palabras de una esclava que se ha resignado a su rol de renegada, que el hecho de visualizar las situaciones a que hacen referencia.


Pero Amanda no acepta su nueva condición de mestiza. Proclama que yo soy blanca. Hasta que comprende que, precisamente, es esta su mejor cualidad y fortaleza: pertenecer a lo mejor de ambos mundos. Al admitir esto, entiende que la libertad no se haya en las promesas, sino en los actos, del mismo modo que el coraje no se encuentra en los discursos de los hipócritas, sino en la aceptación del propio pasado; o que la distinción y el señorío no son propiedad de rangos y nombres, sino del empaque a la hora de saber encajar los golpes, con una humanidad juiciosa. Algo que ninguna geografía posee en exclusiva. Al fin y al cabo, como explicita el nordista Seth, una cosa es por lo que se lucha, y otra lo que uno mete en su casa.

Hamish también se afana por no perder su libertad (ante las amenazas de la Unión), llegando a sacrificar parte de lo que más ama, su plantación. Ya sabía yo que usted no obedecería imposiciones de ningún hombre, le espeta un conocido. Esta resolución personal convierte al personaje de Gable (1901-1960) en una creación admirable, en lugar de en el portador de ninguna postura tendenciosa. En efecto, junto a los viejos tiempos de cada uno, está desapareciendo un orden caduco en La esclava libre. Algo que Walsh anticipa con el estallido de una tormenta; el equivalente atmosférico de la tempestad interior de Amanda y Hamish. En el caso de este último, su otro yo responde a un pasado facineroso entre sombras, que él mismo, consecuente con su forma de ser, termina por desvelar.

Sin duda, el pretérito de los personajes pesa como una losa. También en Rau-Ru (Sidney Poitier), el secretario de color de Hamish. Todos ellos hallarán la auténtica libertad con la ayuda de los demás, sin sacrificar por ello su identidad, y pese a que, tal y como recuerda Hamish, uno es tan libre como es posible y el entorno permite. En cualquier caso, no basta con que “las cosas cambien”. Han de cambiar para mejor, y eso aún está por llegar.


Entre tanto, el reverso de Hamish es el caballerete Charles de Marigny (Patrick Knowles, ya especializado en este tipo de cometidos), al que el primero se enfrenta, demostrando, una vez más, que la protección es patrimonio de la generosidad, la gratitud y la lealtad (por ejemplo, la que le dispensa el ex criado Jimmee [Russell Evans]), y no del sometimiento (en ninguna de las direcciones).

Porque la razón nunca está en una facción sola. Todos estamos esclavizados por algo o alguien, incluso cuando más libres nos creemos. Como le sucede al despreciativo Ru, esclavo de su resentimiento. Por el contrario, si Amanda decide finalmente permanecer junto a Hamish Bond, es por decisión y voluntad propia, y no por ninguna conveniencia. Ambos han necesitado encontrar ese otro alguien en quien merece la pena confiar.

De hecho, no existe la Historia, sino muchas historias, al arbitrio de la primera. En algún lugar ha de estar, sino la Verdad, sí al menos la tranquilidad del espíritu. Esa que anhelan Amanda y Hamish cuando ambos comprenden que, sobre el pasado, turbulento o vulnerado, se construye, en lugar de someterse a él.

Escrito por Javier C. Aguilera


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