Adaptaciones (LX): El hombre tranquilo, de John Ford

27 junio, 2016

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John Ford (1894-1973) debió tener su ascendente en William Shakespeare (1564-1616); de otro modo no se explica su innata tendencia a una épica tan homérica como trascendental, reflejada en tantos westerns, así como en los relatos más recoletos y contemplativos. En todos ellos subyace un personal canto a la familiaridad y la camaradería, como forma mitológica esencial que puebla las ficciones, de igual modo que la asunción de los errores cometidos, la nostalgia, la esperanza o la felicidad van siempre de la mano en su particular pero universal trayecto iniciático.

El hombre tranquilo (The Quiet Man, 1952) es la adaptación, por parte del guionista Frank S. Nugent (1908-1965) y el propio Ford, de uno de los relatos que componen El hombre tranquilo (The Quiet Man and Other Stories, 1933-35) de Maurice Walsh (1879-1964). Se trata de una co-producción que el realizador emprendió, tras anhelantes años de financiación, en colaboración con su socio y buen amigo Merian C. Cooper (1893-1973) a través de su compañía Argosy, con distribución de Republic Films. Como anotábamos, por entre las cualidades del intemporal cine de John Ford se va filtrando cierto poso de melancolía, en su acepción más salutífera, a la búsqueda de un mundo que se sabe que termina.

Es el sueño de aquello que se quiere ser, y que en El Hombre tranquilo se evidencia por medio de una historia en la que las palabras se convierten en sensaciones, y estas en imágenes, “milagrosamente” captadas por la paleta minuciosa y onírica de Winton C. Hoch (1905-1979) y orquestadas por el gran Victor Young (1900-1956). Imágenes que componen un paisaje que siempre respira humanidad y que, bajo los soplos de una aparente improvisación, se reviste con calculadas dosis de humor gaélico (ese caballo que se detiene frente a la taberna).


De este modo, en una animosa relectura del relato original de Walsh, el bueno de Oge Flynn (Barry Fitzgerald) actúa como maestro de ceremonias entre el recién retornado Sean Thorton (John Wayne) y el resto de habitantes de Innisfree, marco de una población irlandesa tan reglada como agradecida y tan sacrificada como garante de unas tradiciones crípticas. Civilización y barbarie que no se empeñan en desgajarse, sino en tomar los vericuetos de una cosmovisión que, aunque pretenda ser unívoca, siempre resulta poliédrica.

Ejemplo de ese gozoso talante es el enfrentamiento final entre Thorton y Danagher (Victor McLaglen); una disputa que, de perdidos al río, pasando por el heno, es capaz de hacer levantar de la cama hasta a los moribundos. Es el reflejo de una sociedad entre lo asilvestrado y lo cultivado, en su más amplia observancia, y la razón por la que la puesta en escena de Ford se focaliza tanto en los personajes-tipo como en las fuerzas de la naturaleza: en todas ellas, ya que el amor también se contempla como una energía más, que forma parte de dicha naturaleza. Hasta la lluvia es épica y compone, en el ambiente del cementerio celta, una bellísima estampa romántica en la que, nuevamente, la acepción del vocablo es dual.


A todo ello contribuye la extraordinaria fotografía en tecnicolor del citado Winton C. Hoch, que armoniza y quintaesencia toda una geografía de ilusiones y respeto compartido, basamento del mutuo conocimiento y del auto-conocimiento. El de toda una comunidad o, más concretamente, el de Sean Thorton y Mary Kay Danagher (Maureen O’Hara). Formando parte de ese ciclo a la vieja usanza, la mujer no se entrega sin su dote, de igual modo que sin el consentimiento del hermano no hay boda en Irlanda. En este escenario, el dinero actúa a modo de metáfora de la culpa y del estatus aldeano. Una singularidad que, de nuevo haciendo frente a las apariencias, va más allá, puesto que las pertenencias de Mary Kate constituyen sus recuerdos y no unos meros enseres. De ahí el magnífico plano en que la casadera contempla sus muebles con orgullo, en el interior de su nueva vivienda.

Poco antes, una voz en off, que luego identificamos con la del cura-párroco Peter Lonergan (Ward Bond), ha relatado la llegada del Hombre Tranquilo a la estación de Castletown, con destino a Innisfree, espacio último que se nos invita a observar como si de un lugar de cuento se tratara. No en vano, Lonergan se ha fijado en que el extraño pasajero “no llevaba cámara de fotos ni caña de pescar”.

Tanto Thorton como Mary Kay pertenecen a confesiones religiosas distintas, aunque complementarias (católica y protestante; esta última representada por el padre Cyrill Playfair [Arthur Shields]), lo que no es obstáculo para que, una vez adquirida la casa de su juventud, la Blanca Mañana, Thorton pretenda a la hermana de Danagher, aspirante a caudillo local, siempre secundado por el pelotero Ignatius Feeney (Jack McGowran), y para el que “tantos acres tienes, tanto vales”.


En Innisfree todo posee su propio ritmo, y como una cualidad identitaria más, están los vehículos de un solo caballo; animal que es el motor principal del Día de las Carreras de Caballos en la localidad. Una competición que nos lega una secuencia inolvidable, a la que podemos añadir el destino de la parte más “crematística” de la dote, de conformidad con ambos contrayentes, así como el retorno de Sean al hogar familiar, ya deshabitado, a la caída de la tarde.

De hecho, es este su primer regreso, como “americano”, a la tierra de sus ancestros, puesto que se producirá un segundo, ya como “irlandés”, a un lugar geográfico que, como recuerdan los lugareños que pululan por la estación del ferrocarril, no es fácilmente localizable. O dicho de otra manera, es el de Innisfree un camino que no resulta sencillo de alcanzar, pues hay que hacer las debidas estaciones en el amor -no solo mundano- y la imaginación.

Precisamente, será este primer sentimiento el que se coloque en primera línea de batalla y matice con su colorido optimista a todos los demás. Por eso, John Ford se permite aquí hasta la bucólica (y geórgica) estampa de una Mary Kay entre las ovejas. Como en todas las historias de amor dispersas a lo largo de su filmografía, también en El hombre tranquilo se hace necesaria la llegada de la madurez -que no es una mera cuestión de edad- para poder apreciar dicho sentimiento amoroso en toda su magnitud, ya que el correspondiente al paisaje siempre lo tuvo. Es el de los humanos el que se suele resistir.

Escrito por Javier C. Aguilera


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