Indiana Jones y el dial del destino, de James Mangold

24 agosto, 2024

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Una de las propiedades de la ficción es arrojarnos a vidas apasionantes que rellenan nuestras fantasías de aventura mientras sabemos que estamos a salvo en nuestras casas, simplemente pasando las páginas o viendo una imágenes. Aún así, esas aventuras nos emocionan, creamos un vínculo con ellas, nos divertimos y lloramos. Nos da la oportunidad de vivir más, más allá de nuestra propia vida. No es de extrañar que nos sintamos más vinculados a esas historias que nos sorprendieron por primera vez, que nos encariñemos con los personajes con los que nos sentimos identificados o a los que nos gustaría imitar. 

Y también agradezcamos, de manera inconsciente, haber vivido la emoción de su aventura imaginaria como si fuera nuestra. Ser un hobbit que decide abandonar su hogar, sobrevivir a la invasión de un alienígena en tu nave espacial, descubrir que puedes salvar la galaxia a pesar de ser un granjero, saber que la magia existe y que hay una escuela esperándote a aprenderla... o adentrarte en civilizaciones antiguas para conocer reliquias fascinantes del pasado mientras escapas de trampas y enemigos con tu sombrero y tu látigo.

Indiana Jones y el dial del destino (Indiana Jones and the Dial of Destiny, James Mangold, 2023) es la quinta y posiblemente última entrega de esta saga, al menos con Harrison Ford al frente del célebre personaje. Debo reconocer que, en lo personal, no me ha atraído en exceso lo relacionado con Indiana Jones, siendo mi favorita Indiana Jones y la última cruzada (Indiana Jones y and the Last Crusade, Steven Spielberg, 1989). Quizás eso me ha permitido no ser un aficionado demasiado nostálgico con el personaje. En esta ocasión, valoro algunas de las decisiones tomada para hacer esta película, pero creo que queda por debajo del nivel que alcanzaron las realizadas en los ochenta. No obstante, no desmerece el resultado.


Para empezar, cuenta con un excelente prólogo que rejuvenece a Indiana Jones mediante CGI en el cuerpo de Anthony Ingruber y lo sitúa en los estertores del régimen nazi, contando con puntales de acción que apenas se vuelven a alcanzar y con el personaje en pleno rendimiento, no solo a nivel físico, sino también en la parte humorística y en la manera de afrontar los distintos sucesos. Sin duda, de lo mejor de la película a pesar de que el rostro del protagonista resulte llamativo en ocasiones, causando esa sensación de valle inquietante que provocan las imágenes de humanos generados por ordenador. Por eso también gran parte de la acción sucede en un ambiente más oscuro y nocturno, que favorece y disimula el uso de la técnica digital. 

Más allá de esta cuestión, que a alguno puede sacar de la ficción, nos encontramos con la presentación de la reliquia protagonista de esta historia, la creación de Arquímedes, la Anticitera, y también al villano de turno, el científico nazi Jürgen Voller (Mads Mikkelsen), que trata de convencer a sus superiores del poder de este artefacto, del que han encontrado solo una mitad. Como habitualmente, Mikkelsen funciona bien para este tipo de roles, recibiendo posteriormente algunas escenas donde desarrollar la personalidad del personaje, fría, orgullosa y despectiva. Sin embargo, no deja de ser un antagonista simple, como sus secuaces, que son arquetipos vacíos. Mejor trabajados estarán los nuevos aliados de Indiana Jones en esta aventura, de los que hablaremos después. 


Una vez que nos ubiquemos en el presente del protagonista, en concreto en el año 1969, durante la celebración estadounidense de la llegada a la luna, nos encontraremos con un personaje hastiado y pesimista. El desparpajo habitual se ve sustituido por una versión más gruñona, que arrastra conflictos internos y personales, como su matrimonio con Marion (Karen Allen) o la pérdida de su hijo Mutt (al que conocimos en Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal [Indiana Jones and the Kingdom of the Crystal Skull, Steven Spielberg, 2008]), que tendrán su desarrollo durante la película, destacando la conversación con Helena en el barco, más otros que no se evidencian con palabras, pero sí con imágenes. 

Por ejemplo, la falta de vínculo con la actualidad (Indiana no valora la llegada a la luna ni le interesa, sigue anclado en el pasado, en la antigüedad donde se siente cómodo), la desconexión con sus alumnos (frente a la pasión desmedida que observábamos en películas anteriores, sobre todo en el sector femenino) y también el poco apego a sus compañeros de trabajo. Pero todo ello conecta con un personaje herido, con heridas provocadas por una vida cotidiana que ha mellado su espíritu, sin que por ello le falten fuerzas para emprender otra aventura ni arriesgarse por salvar el mundo y a su ahijada, dado el caso. Con él funciona a la perfección el factor nostalgia y los elementos clave: la sempiterna presencia de su sombrero, su látigo como arma, su escepticismo (pese a todo lo que ha vivido ya) y sus frases célebres. Precisamente, en el epílogo de la película, se emplea esa nostalgia de manera bastante acertada para cerrar no en sí esta aventura, sino esas heridas mencionadas.


No obstante, precisamente por su género y por su  saga, tampoco puede huir de sus tropos, provocando que la película sea predecible e incluso incluya incoherencias que debemos permitir para dejar fluir la ficción. Funcionará para los menos experimentados o para quienes busquen algo más simple, pero no para quienes estén buscando originalidad y atrevimiento. Es más, en algunos casos podemos considerar que hay ciertos anacronismos en el retrato que se hace de la sociedad de finales de los sesenta. Ahora bien, donde mejor se nota que arrastra su carácter repetitivo es en las secuencias con el antagonista: aparece siempre que los protagonistas consiguen avanzar, nunca mata al grupo principal de personajes aunque tenga oportunidad y es su propia codicia quien lo lleva a su ruina, aunque en esta ocasión de manera bastante ridícula. Y ello a pesar del gran porte de Mikkelsen al frente del personaje, por cierto, un tipo de rol en el que ha quedado encasillado. Pero como ya mencionábamos, él y sus secuaces están escritos de manera bastante plana.

Por contra, los personajes que acaban colaborando con Indiana Jones mejoran o evolucionan con respecto a lo ya visto en la saga. Se repite el modelo que vimos en Indiana Jones y el templo maldito (Indiana Jones and the Temple of Doom, Steven Spielberg, 1984) con una mujer y un niño, en este caso más adolescente, pero más trabajados en su personalidad. Por una parte, Helena Shaw (Phoebe Waller-Bridge) es una mujer de carácter ambiguo, ahijada de Indiana e hija de otro arqueólogo. Aunque en una primera impresión podría aparentar tener el mismo espíritu aventurero y obsesivo que su padre o que el protagonista, lo cierto es que es una mujer materialista que busca su propio provecho. Durante la película tendrá que confrontar ese carácter que se ha forjado con el paso de los años con los valores que Indiana Jones trata de recuperar en ella. El choque generacional y el desparpajo de Helena provocarán roces entre ambos personajes durante toda la película, aunque también compartirán algunas escenas emotivas. 


El adolescente que les acompañará en esta aventura, Teddy (Ethann Isidore), está bien construido, dejando desde el principio algunas ideas sembradas que tendrán relevancia posteriormente. Participará constantemente de la acción y será quien apoye el lado más egoísta de Helena frente al altruismo de Indiana. En este sentido, tiene una personalidad más marcada que otros compañeros anteriores, como Tapón. Otros personajes quedan más desdibujados y de fondo. Por ejemplo, la presencia de Sallah (John Rhys-Davies) es un punto de nostalgia, pero sin ningún tipo de protagonismo, la agente de la CIA Mason (Shaunette Renée Wilson) es completamente prescindible, no aporta nada a la trama, y el capitán y buzo Renaldo (Antonio Banderas) queda desaprovechado, aunque aporta crudeza a la película. 

A pesar de sus aciertos, como la manera de elevar el tono dramático con Indiana Jones, el buen desarrollo de personajes secundarios, o de tener momentos que nos recuerdan al espíritu de la saga, no deja de sentirse como una aventura menor. Quizás porque en algunas ocasiones se siente poco natural, la amenaza es superficial, se le da poco valor a los acertijos, las trampas o el pasado y se recurre a otros clichés que están demasiado machacados. Por eso, se puede se sentir que se desaprovecha la ocasión para revitalizar las aventuras clásicas y darles un toque de originalidad, precisamente porque se acerca a hacerlo, incluso con cómo funciona en esta ocasión la reliquia que titula la película.


En definitiva, con Indiana Jones y el dial del destino James Mangold firma una película de manual, pero con falta de gracia. Que recupera a un personaje y unos elementos queridos por un sector del público, apelando a su nostalgia, pero sin atreverse a proponer algo relevante como novedad. Una aventura para pasar el rato. Como notas positivas, su gran inicio, el contrapunto entre Helena e Indiana y el toque más dramático para un héroe de capa caída que vuelve a la adrenalina de una última aventura.

Escrito por Luis J. del Castillo



Animando desde Oriente (XXVIII): Pluto, de Toshio Kawaguchi

10 agosto, 2024

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¿Qué nos hace humanos? La esencia de lo que somos, de lo que sentimos y pensamos, es siempre punto de conflicto de los más intensos debates filosóficos. Aunque hayamos podido discernir parte del funcionamiento de nuestro cerebro, aún hay elementos intangibles difíciles de clasificar y de definir certeramente. La cuestión de nuestra identidad personal ha ocupado miles de historias que abarcan el paso de la infancia al mundo adulto, pero suelen ser siempre sobre cuestiones morales y éticas, sobre el desarrollo de una personalidad concreta y de unas enseñanzas transmitidas socialmente. Pero la realidad suele ser más cruda cuando nos acercamos a la reflexión sobre nuestra propia existencia y sobre sus límites. En gran medida, incluso como adultos, tratamos de esquivar estas dudas para seguir insertos en las dinámicas cotidianas de nuestra vida, sin plantearnos nuestro espacio en este vasto universo. A veces nos acercamos, pero el miedo a la incertidumbre nos puede. Lo reflejaba Delibes (1920-2010) en la inocencia de Daniel y Roque en El camino (1950) al hablar de las estrellas, de la misma forma que Gaiman (1960-) se refería a nuestra indolencia ante la profundidad de nuestra tragedia para poder seguir andando por la vida en American Gods (2001).

Para ello, la ficción nos ha permitido alcanzar esas dudas a través de sus personajes. Nos sentimos más cómodos en el mundo de las metáforas, en los ejemplos ajenos que puedan servirnos como espejo. Allí donde podemos alcanzar cierta catarsis y entender el mundo con una vida prestada temporalmente. Una de esas mezclas que se dan entre los dos mundos, el del autodescubrimiento y el del cuestionamiento de la propia existencia, se da en el terreno de la ciencia ficción cuando se aborda el tema de la humanidad en robots, en seres creados artificialmente. Con ejemplos tan relevantes como ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (Philip K. Dick, 1968), con su célebre adaptación Blade Runner (Ridley Scott, 1982), en la que el replicante Roy Batty parece demostrar más humanidad e inquietud existencial que el protagonista, Deckard; o la inquietante Ghost in the Shell (Mamoru Oshii, 1995), donde una inteligencia artificial cuestiona la percepción de la realidad humana, capaz de alterar la identidad a través de los recuerdos. Sin olvidar la importancia en el género de Isaac Asimov (1920-1992), rescatando además la adaptación de uno de sus relatos, El hombre bicentenario (Chris Columbus, 1999). 


Es cierto que la animación japonesa se ha encargado de abarcar estas temáticas desde diferentes ángulos. Es más, uno de sus principales puntales de llegada al mundo occidental fue la historia de Astro Boy (Tetsuwan Atomu, 1952-1968), del maestro Osamu Tezuka (1928-1989). En esta ya encontramos a un robot perfeccionado que con su forma infantil trató de ser el reemplazo del hijo fallecido de su creador, el doctor Tenma, logrando que imitase y experimentara las emociones humanas, un hito en la computación. Las aventuras de Astro Boy consistían en la lucha contra seres humanos que odiaban a los robots, robots enloquecidos o invasores alienígenas, pero introduciendo cuestiones relacionadas con la identidad del protagonista y de varios de los personajes como robots autoconscientes. A partir de esta historia, el también brillante Naoki Urasawa (1960), creador de 20th Century Boys (1999-2006) y Monster (1994-2001), junto a Takashi Nagasaki y la supervisión de Makoto Tezuka, creó Pluto (2003-2009), una reelaboración en forma de thriller de uno de los arcos argumentales de la serie original. En 2023 se estrenó finalmente la adaptación animada en Netflix, dirigida por Toshi Kawaguchi y animada por Studio M2. Y el resultado lo eleva como una de las grandes series anime de los últimos años, con elementos que nos recuerdan a algunas de las ya mencionadas, como Blade Runner o Ghost in the Shell, en tanto que combina a la perfección la investigación de un misterio turbio incluso para los protagonistas con la reflexión sobre los límites y la identidad humana, pero planteada sobre todo por los propios robots.

Todo comienza en Pluto con las muertes simultáneas del robot Mont Blanc y de un doctor que formó parte del grupo de investigación Bora. Ambos elementos parecen apuntar al conflicto bélico contra el Imperio Persa que hubo años previos, en el que participaron los robots más avanzados científicamente hasta la fecha de una u otra forma. El inspector robótico de la Europol, Gesicht, empieza a investigar el caso, durante el cual se dará cuenta de que él también es uno de los objetivos y que su programación parece tener algún fallo que no logra determinar. 


En efecto, uno de los pulsos narrativos que sostiene la serie es su ambienta de thriller, un asesino en serie que se mueve por todo el planeta y una marcha contrarreloj mientras avanza en la eliminación de sus víctimas, a las que deja marcadas con dos cuernos como símbolo. Combina bien sus elementos para crear una ambientación inquietante, no solo por sus tramas, sino también gracias a su dibujo y a la eficacia de la música de Yugo Kanno, que rima con algunas de las referencias antes mencionadas. A nivel de historia, podemos destacar algunas cuestiones que colaboran en esa atmósfera. Por ejemplo, la presentación tan simbólica y potente de Brau 1589, un robot encarcelado por asesinar a un humano quebrantando las normas de sus programación, al que acuden algunos personajes para tratar de orientarse ante sus conflictos internos, recordándonos a las conversaciones entre Clarice y Hannibal en El silencio de los corderos (Jonathan Demme, 1991). 

Otro detalle habitual del género es la sensación de peligro continua que tiene Gesicht, personaje que más nos recuerda, salvando algunas distancias, a la forma de ser de Motoko Kusanagi, protagonista de Ghost in the Shell y a Rick Deckard de Blade Runner, incluyendo la ambigüedad de sus decisiones a la hora de actuar. También la manera en que se nos oculta en todo momento la imagen del asesino, pero somos conscientes de su daño y del terror que causa al introducirse su imagen como ruido blanco en las mentes de los personajes. En este sentido, es curioso que debamos eliminar de la ecuación de esta serie la acción como eje central de la trama. La mayor parte de batallas que podrían resultar interesantes están elididas, somos testigos de sus efectos, pero no de su realidad, lo que otorga más peso a la investigación y al desarrollo interno de los personajes que a la espectacularidad de un combate. Siempre hay una apuesta decidida por un tono determinado de suspense, que podemos considerar que flaquea levemente en el último episodio cuando no hay más remedio que ceder, por el desarrollo de la conclusión y el evidente homenaje a algo más similar a la acción de Astro Boy.


Además, a diferencia de otros thrillers usuales, no encontramos solo el enfoque del investigador que va encontrando las pistas en los cadáveres, sino que la serie se enfocará en mostrarnos con detalle la personalidad y la historia de esas posibles víctimas. Es fácil empatizar con los robots que forman parte de esa lista, como el pacifista Epsilon, que se ha convertido en una figura paterna para una multitud de huérfanos de guerra, los luchadores tanto rivales como amigos Heracles y  Brand, este último más familiar. Por no hablar de Atom (o Astro según la versión), que ve su papel más reducido en favor de Gesicht, pero que será crucial en la historia. Incluso Mont Blanc, asesinado nada más empezar la serie, es reflejado como un ecologista que cuidaba de los Alpes suizos y cuya muerte se siente injusta para todos los demás personajes. 

También cabe destacar el espacio que se le deja a North No. 2, que parece desligado del resto de la serie, pero que nos otorga un acercamiento al trauma de los robots bélicos y a la búsqueda de una identidad nueva, en este caso relacionada con la música, para sentir que cumple con un servicio útil que le permita huir de sus recuerdos como genocida de su propia especie. Así pues, la guerra es otra de las temáticas abordadas, en tanto que los asesinatos guardan relación con un conflicto bélico de su pasado. Se nota claramente que es una revisión de la guerra de Irak (2003), a la que se denomina 39º conflicto centro-asiático, cambiando algunos nombres (Persia por Irak, Estados Unidos de Tracia por los Estados Unidos de América, Sadam Husein convertido el personaje Darío XIV) y, evidentemente, lo relacionado con los robots. Pero siguen los mismos pasos: tras un primer comité que buscó un arma de destrucción masiva sin éxito, empezó, aún así, una contienda bélica contra Persia empleando a los robots antes mencionados, salvo el caso de Epsilon, que se opuso por su pacifismo, y Atom, que solo acudió una vez finalizada la guerra como emisario de paz. Por cierto, uno de los personajes más misteriosos de la serie se encuentra tras los pasos seguidos por los Estados Unidos de Tracia tanto en la guerra como posteriormente, pudiendo haber sido el desencadenante y la mente maestra tras los sucesos de la serie. 


Por su parte, los flashbacks sobre esta guerra revelan una cuestión primordial: el rechazo y el trauma que supuso para algunos de estos robots su participación. Como se pregunta uno de los personajes, pensaba que estábamos aquí por una causa justa, ¿qué hemos venido a hacer aquí? De nuevo, volvemos a una de las temáticas clásicas de la ciencia ficción: las emociones humanas en figuras artificiales. Nos permiten vernos reflejados y pensar en qué es nuestra identidad. Como sucedía en las ya mencionadas Blade Runner, El hombre bicentenario o hasta en una película más infantil como WALL-E (Andrew Stanton, 2008). Así, podemos ver cómo los robots ansían imitar a los humanos, queriendo tener una familia, lo que nos lleva a dudar en muchas ocasiones sobre si estamos viendo interactuar a personas o a robots, como sucede con los huérfanos de Epsilon y con la familia de Brand. Es significativa la escena en la que Gesicht se apiada de un policía robot que ha muerto en acto de servicio y le lleva su chip de memoria a su viuda, advirtiéndola de que podría ser doloroso ver los recuerdos de su marido. No se alejan de mostrar algo semejante a lo que sucedería si la escena estuviera protagonizada por personas.

Es curiosa una de las conclusiones a las que se llega en la serie, mostrando que el ser humano se compone de una imperfección concreta, derivada de un desequilibrio emocional, solo así se pueden superar las barreras artificiales de la perfección robótica (mentir, matar...). Tanto Gesicht como Atom comparten parte de esta problemática. El primero porque comienza a dudar sobre su programación y tendrá una subtrama propia en relación con un hecho de su pasado que será decisiva para el personaje. Demostrará lo importante que es la memoria en la formación de la identidad. El segundo porque pese a su perfección, admirada por todos, se siente como un fracaso para su creador, el doctor Tenma, por no sentirlo como un hijo real, porque no era tan molesto ni era capaz de odiarlo, como sí lo hubiera hecho un niño de verdad. Algo semejante a lo que sucede con el personaje de David en A.I. Inteligencia Artificial (Steven Spielberg, 2001), pudiendo notar en ambos casos la inspiración última de Pinocho y Geppetto. Incluso el villano, quizás uno de los personajes más difíciles de entender por su triple vertiente, está destinado a sus crímenes por un desmedido odio derivado del dolor y la pasión de los humanos, fruto de los efectos de la guerra. Resulta curioso pensar cómo un buen propósito acaba convirtiéndose en una marioneta de destrucción. 


Sin lugar a dudas, Pluto es una serie inmensa, a pesar de su brevedad, que revitaliza y homenajea un clásico convirtiéndose en otro, menos naif y con tintes más existencialistas. Todos sus elementos están muy bien medidos, tiene un ritmo acertado con la ambientación y consigue profundizar lo necesario en sus personajes para lograr una conexión con el espectador. Se notan claramente sus referentes, pero logra sentirse como algo nuevo y original. 

Escrito por Luis J. del Castillo

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