El autocine (CVII): La noche que aterrorizó a América, de Joseph Sargent, y El gran apagón, de Eddy Matalon

15 febrero, 2023

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Menuda se armó. Por la fuerza de un solo medio: la radio. ¿Qué tendrá la radio que seguimos conectados a ella? Es verdad que cada cual se hace su propia programación por medio de los podcast, lejos quedan los tiempos en que había que hacer mangas y capirotes para no perderte tu programa favorito (El Debate Sobre el Estado de la Nación de Luis del Olmo [1937], Medianoche de Antonio José Alés [1937-2009], La rosa de los vientos –la de Juan Antonio Cebrián [1965-2007], por supuesto-, o más recientemente, Cowboys de medianoche de Luis Herrero [1955]). Y a mí me parece bien. La radio ha estado siempre presente y siempre lo estará. Será raro que desaparezca, es (in)mutable como cualquier ser vivo de película de ciencia ficción. En mi caso, la prefiero a la televisión desde finales de los años ochenta; es decir, desde adolescente (y desde que Pilar Miró [1940-1997] se cepilló el cine para el sábado noche, no por casualidad, título de otra de mis secciones en este blog).



El treinta de octubre de 1938, víspera de Halloween, se radió la adaptación de la obra La guerra de los mundos (War of the Worlds, 1898), del autor inglés H. G. Wells (1866-1946), puesta en escena radiofónica y -como comprobamos gracias a la película y a algunas fotografías- también presencial, del entonces productor, actor y locutor Orson Welles (1915-1985), a través de su compañía The Mercury Theatre on the Air (El Teatro Mercurio en el aire).


Dirigida y narrada por el propio Welles, que a la sazón contaba con veintitrés años, la lectura fue avanzada porque trasladó los hechos de la novela, de la Inglaterra victoriana, al Estados Unidos del presente histórico (lo mismo que hiciera la posterior adaptación  cinematográfica emprendida por George Pal (1908-1980), La guerra de los mundos [War of the Worlds, Byron Haskin, 1953]). Lo hace alternando distintos narradores, e intercalando anuncios, a modo de publicidad de la cadena, conexiones puntuales con una orquesta de música, y avances informativos. Es decir, como si lo radiado fuera total y absolutamente verdadero. Quienes conectaron con la emisora CBS tras el inicio de la narración, pensaron que se trataba de una emisión auténtica, y por consiguiente, de un peligro real.


Esto fue lo que pasó. Se desató el pánico en algunas personas. No tantas como el posterior mito ha dado a entender, y la película para televisión que vamos a comentar, se encarga de recordar. Pero pánico puro y duro.



Por la fuerza de un solo medio, repito, una pesadilla entró en las casas. Principalmente en Nueva York y Nueva Jersey, donde Orson Welles focalizó la tragedia. A todos nos viene a la mente la famosa imagen de la Tierra vista desde el espacio, legado icónico de nuestros primeros astronautas. Puede ser también el punto de vista de los marcianos, tal y como H. G. Wells lo describe en los prolegómenos a la invasión. Un punto frágil y diminuto, como diría Carl Sagan (1934-1996), pero que nos da mucho que hacer. También se puede provocar una pesadilla en la mente de las personas con la debida sugestión. De una obra de ficción que se traslada a la realidad.


La película para televisión La noche que aterrorizó a América (The Night That Panicked America, ABC-Paramount TV, 1975), dirigida por el estimable Joseph Sargent (1925-2014), es una fidedigna recreación de aquellos sucesos. Como muestra el hecho de presentar a los actores de la cadena de radio preparando la emisión con efectos de sonido caseros (algunos, empleando un retrete como amplificador). Poniendo en danza el poder de la antedicha sugestión e imaginación, incluso en las mentes más pragmáticas. Como comenta Paul Stewart (Walter McGuinn), uno de los locutores-actores del Mercury Theatre, cada vez que escucho la radio no puedo creerme lo que pasa en Europa (estamos en la época del ascenso del nazismo y la dejación de responsabilidades por parte de los gobiernos europeos y otras organizaciones (des)unidas ante el poder coactivo de Hitler [1889-1945]). Así que, volvamos al mundo real, parece pensar Paul. El de la emisión. Una evasión que va a incidir de forma dramática en las fisuras de la cotidianeidad.


Obviando una voz en off, que salvo en los inicios, resulta algo molesta, porque no aporta nada, excepción hecha de algunos datos horarios y topográficos, prevalece la exposición maravillosa de la radio en directo. Esta vez, no con público, como tantas veces se hacía, sino como un teatro radiado.



Como ya he mencionado, la narración es dada como un boletín de noticias. No se trata entonces de una nueva adaptación por parte del Mercury Theatre, sino de una recreación, una dramatización realista, cuando la gente vivía pegada al aparato de radio. Lo que provoca un temor selectivo, desatado por todos los rincones de Norteamérica, como pone de manifiesto el relato de varios personajes pertenecientes a distintos estados. La película se centra en cómo esta narración incide en dicho grupo de personas, seleccionadas por el destino y su guionista, Nicholas Meyer (1945). Es curioso cómo un hecho no contemplado, venido de fuera, alienígena incluso (me refiero a la emisión), es capaz de alterar nuestra visión de la realidad y el conjunto de tareas cotidianas. Aún no había salido la población norteamericana de los gravosos efectos de la Gran Depresión, cuando se vio sometida a otra dura prueba. La que desembocó en la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). Creo que ahora estamos en una encrucijada parecida. Y por cierto que, con recursos económicos, léase baratos, se recrea bien todo este escenario dramático (la ambientación de los años treinta). Lo que nos recuerda que contar con medios más exorbitantes no siempre es garantía de un mayor impacto o eficacia.


Tampoco deja de ser curioso cómo la radio es el único medio que no ha perdido por completo la magia. Es bonita la imagen de los dos chicos que escuchan la emisión a través de un aparato en la cama.



Nuestro siguiente incidente tiene que ver con otro suceso real. De siempre la televisión ha ofrecido productos entre lo estimulante y lo oportunista. Como inoportuno puede ser un corte en el suministro eléctrico. Nos quedamos sin luz, y estamos como en cueros.


Hubo dos cortes que afectaron de forma directa a la ciudad de Nueva York. El del nueve de noviembre de 1965, y el del trece de julio de 1977. Ambos se pueden compenetrar para dar pie a lo expuesto en El gran apagón (Blackout, The Blackout Syndicate, 1977; estrenada al año siguiente), una co-producción entre Francia y Canadá, con cierto aire de telefilme. Esto no ha de ser un demérito necesariamente. Fue escrita John C. W. Saxton (1930-1987), en torno a una idea de John Dunning (1927-2011) y Eddy Matalon (1934), que se encargó de la dirección.


En el primero de los cortes no anduvieron lejos nuestros amigos de La guerra de los mundos. Multitud de OVNIS fueron vistos sobre el skyline de la majestuosa ciudad, principalmente, gracias a la ausencia de contaminación lumínica; es decir, a la ausencia de luz. Lo que no está mal para una ciudad que presume de no dormir nunca. Incluso pululan evidencias en las que otro objeto desconocido fue visto sobre la subestación de Clay, foco del apagón, el más largo de la historia de Norteamérica. Treinta y seis millones de personas se vieron afectadas, incluidos dos estados canadienses, Ontario y Quebec. En el segundo de ellos, el de 1977, un mal rayo partió la subestación Buchanan South, cerca del río Hudson (Nueva York), y de paso, a las gentes de Nueva York, sacudidas por el pillaje y todo tipo de desórdenes públicos.



Lo primero que cabe decir de esta película es que no es una exposición pormenorizada de los hechos e incidentes ocurridos en dichas fechas durante el corte de electricidad. Ni mejor ni peor opción, es la que hay, y tenían derecho a ello. ¿En qué consiste entonces? En centrar los hechos en el interior de un edificio, como es preceptivo, poblado de variopintos inquilinos.


Hasta él llega un grupo de criminales con serios desequilibrios mentales, encabezados por el ladrón de bancos Christie (Robert Carradine). Estaban siendo trasladados en un furgón policial cuando se produjo el apagón. Una vez liberados de su prisión rodante, el grupo de perturbados penetra en el edificio para guarecerse y cometer todo tipo de tropelías.


La “mala alineación cósmica” se da en forma de una tormenta con “aparato eléctrico” que deja a oscuras la ciudad de Nueva York, cuyo principal factor de riesgo es el vandalismo. El escenario es parco pero está bien escogido, edificios como colmenas, la parte menos glamurosa de la ciudad. Necesidades presupuestarias aparte, son imágenes que deparan, en un ámbito genérico, la necesaria inquietud. Distintas subestaciones se ven alteradas debido a esta inclemencia climática y dramática. Por ejemplo, para la señora Grant (June Allyson) y su marido enfermo (Fred Doederlein), sujeto a un respirador y, por lo tanto, a la corriente eléctrica. La señora Moore (Camille Ange), a punto de dar a luz. Otros dos inquilinos encerrados en un ascensor (David Bloom y Anna Dorland). Hasta un mago que trabaja en un espectáculo de variedades para sobrevivir, Henry Lee (curioso reencontrarse con Jean-Pierre Aumont por estas lides). Lee comenta que la gente ya no se quiere divertir, solo encerrarse en casa y ver la televisión. Vive con su perro Piper y los recuerdos de una vida mejor.


Por cierto que ya hubo por aquella época otro telefilme, nada despreciable, acerca de un grupo de personas encerradas en un ascensor con unos ladrones deambulando por el edificio: Pánico en el ascensor (Claustrophobia, Jerry Jameson, 1974).



Imaginen, sin luz, sin teléfono, sin Smartphone, internet o wifi. Sin poder recargar su tableta. Y un policía que entra de servicio en medio de estas o muy parecidas inconveniencias, Dan Evans (James Mitchum, hijo de Robert [1917-1997]). Sin líneas rojas no hay semáforos. Han caído las puertas del campo, donde campan a sus anchas policías y ladrones. Christie y su séquito, el locuelo Marcus (Victor B. Tyler), Chico (Don Granberry) y el fortachón Morgan (Maurice Attias). Todos con menos cerebro que un mosquito, excepto para hacer el mal (¿cómo no acabarían en el ámbito de la política?). Frente a un chaval que se queda solo en su casa, la celebración de una boda, o el asalto a una pareja gay y a un matrimonio de potentados, con el gran Ray Milland (1907-1986) haciendo su aportación villanesca y sibilina marca de la casa.


Por todo esto, El gran apagón se asemeja más a una película de terror que catastrofista. En un flamante contexto de crisis social y económica. Por su parte, el policía trata de localizar a los sospechosos mientras espera unos refuerzos que nunca va a llegar. Lo hace en compañía de Belinda Montgomery (Annie Gallo), que ha sido violada por uno de estos energúmenos y que, haciendo de tripas corazón, al menos de momento, se presta a echar una mano a Dan. En un buen momento de realización, Belinda no reconoce a su agresor, porque tal y como está concebido el plano, ambos personajes no están a una misma altura (ni moral ni física, en una escalera de servicio). Finalmente, Belinda y Dan se enfrentan a los desaprensivos del edificio con más de una dificultad. Fuera del mismo, se produce el saqueo más indiscriminado (del que forman parte los niños).


En la línea molona de las películas de catástrofes, y ampliando toda su gama, El gran apagón contó como productor ejecutivo a Ivan Reitman (1946-2022), futuro realizador de Los cazafantasmas (Ghostbusters, 1984).


 

La complicada red de relaciones se acrecienta en lo bueno y en lo malo, dentro del edificio. Impera la casualidad, también en lo bueno y en lo malo. Y la necesidad de sobreponerse a lo sucedido, atendiendo los intereses más inmediatos, la propia supervivencia.


La película depara algunos buenos momentos, como el del policía, Dan, que entra en el apartamento donde se está celebrando la boda y piensa -ve-, que todo está en orden. Aunque como sabemos, las apariencias engañan. En este sentido, el film es eficaz, y acaba con el enfrentamiento del líder de los criminales con el agente de la ley. La persecución en el aparcamiento del edificio está bien llevada, posee el suficiente nervio.


Al final, se hizo la luz, pero no sabemos qué pasará con las vidas de todas estas personas tocadas por la varita de la oscuridad.


La película supuso cierto impacto, lo recuerdo bien. Incluso en su pase televisivo. Hace poco se habló de la posibilidad de un corte eléctrico a gran escala. Intencionado. De consecuencias humanas imprevisibles y económicas bastante previsibles.


¿Estarían ustedes a la altura? Yo sí sabría qué hacer. Pero no lo pienso decir.


Escrito por Javier Comino Aguilera




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