Menuda se armó. Por la fuerza de un solo medio: la radio. ¿Qué tendrá la radio que seguimos conectados a ella? Es verdad que cada cual se hace su propia programación por medio de los podcast, lejos quedan los tiempos en que había que hacer mangas y capirotes para no perderte tu programa favorito (El Debate Sobre el Estado de la Nación de Luis del Olmo [1937], Medianoche de Antonio José Alés [1937-2009], La rosa de los vientos –la de Juan Antonio Cebrián [1965-2007], por supuesto-, o más recientemente, Cowboys de medianoche de Luis Herrero [1955]). Y a mí me parece bien. La radio ha estado siempre presente y siempre lo estará. Será raro que desaparezca, es (in)mutable como cualquier ser vivo de película de ciencia ficción. En mi caso, la prefiero a la televisión desde finales de los años ochenta; es decir, desde adolescente (y desde que Pilar Miró [1940-1997] se cepilló el cine para el sábado noche, no por casualidad, título de otra de mis secciones en este blog).
El treinta
de octubre de 1938, víspera de Halloween,
se radió la adaptación de la obra La
guerra de los mundos (War of the
Worlds, 1898), del autor inglés H. G. Wells
(1866-1946), puesta en escena radiofónica y -como comprobamos gracias a la
película y a algunas fotografías- también presencial, del entonces productor,
actor y locutor Orson Welles (1915-1985), a
través de su compañía The Mercury Theatre
on the Air (El Teatro Mercurio en el
aire).
Dirigida y
narrada por el propio Welles, que a la sazón contaba con veintitrés años, la
lectura fue avanzada porque trasladó los hechos de la novela, de la Inglaterra
victoriana, al Estados Unidos del presente histórico (lo mismo que hiciera la
posterior adaptación cinematográfica
emprendida por George Pal (1908-1980), La guerra de los mundos [War of the Worlds, Byron Haskin, 1953]). Lo hace alternando distintos
narradores, e intercalando anuncios, a modo de publicidad de la cadena,
conexiones puntuales con una orquesta de música, y avances informativos. Es
decir, como si lo radiado fuera total y absolutamente verdadero. Quienes
conectaron con la emisora CBS
tras el inicio de la narración, pensaron que se trataba de una emisión
auténtica, y por consiguiente, de un peligro real.
Esto fue lo
que pasó. Se desató el pánico en algunas personas. No tantas como el posterior
mito ha dado a entender, y la película para televisión que vamos a comentar, se
encarga de recordar. Pero pánico puro y
duro.
Por la fuerza de un solo medio, repito, una pesadilla entró en las casas. Principalmente en Nueva York y Nueva Jersey, donde Orson Welles focalizó la tragedia. A todos nos viene a la mente la famosa imagen de la Tierra vista desde el espacio, legado icónico de nuestros primeros astronautas. Puede ser también el punto de vista de los marcianos, tal y como H. G. Wells lo describe en los prolegómenos a la invasión. Un punto frágil y diminuto, como diría Carl Sagan (1934-1996), pero que nos da mucho que hacer. También se puede provocar una pesadilla en la mente de las personas con la debida sugestión. De una obra de ficción que se traslada a la realidad.
La película
para televisión La noche que aterrorizó a
América (The Night That Panicked
America, ABC-Paramount TV,
1975), dirigida por el estimable Joseph Sargent
(1925-2014), es una fidedigna recreación de aquellos sucesos. Como muestra el
hecho de presentar a los actores de la cadena de radio preparando la emisión
con efectos de sonido caseros (algunos, empleando un retrete como
amplificador). Poniendo en danza el poder de la antedicha sugestión e imaginación,
incluso en las mentes más pragmáticas. Como comenta Paul Stewart (Walter
McGuinn), uno de los locutores-actores del Mercury
Theatre, cada vez que escucho la
radio no puedo creerme lo que pasa en Europa (estamos en la época del
ascenso del nazismo y la dejación de responsabilidades por parte de los
gobiernos europeos y otras organizaciones (des)unidas ante el poder coactivo de
Hitler [1889-1945]). Así que, volvamos al mundo real, parece pensar Paul. El de
la emisión. Una evasión que va a incidir de forma dramática en las fisuras de
la cotidianeidad.
Obviando una
voz en off, que salvo en los inicios,
resulta algo molesta, porque no aporta nada, excepción hecha de algunos datos
horarios y topográficos, prevalece la exposición maravillosa de la radio en
directo. Esta vez, no con público, como tantas veces se hacía, sino como un
teatro radiado.
Como ya he
mencionado, la narración es dada como un boletín de noticias. No se trata
entonces de una nueva adaptación por parte del Mercury Theatre, sino de una recreación, una dramatización realista,
cuando la gente vivía pegada al aparato de radio. Lo que provoca un temor selectivo,
desatado por todos los rincones de Norteamérica, como pone de manifiesto el
relato de varios personajes pertenecientes a distintos estados. La película se
centra en cómo esta narración incide en dicho grupo de personas, seleccionadas
por el destino y su guionista, Nicholas Meyer
(1945). Es curioso cómo un hecho no contemplado, venido de fuera, alienígena incluso (me refiero a la
emisión), es capaz de alterar nuestra visión de la realidad y el conjunto de
tareas cotidianas. Aún no había salido la población norteamericana de los
gravosos efectos de la Gran Depresión, cuando se vio sometida a otra dura prueba.
La que desembocó en la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). Creo que ahora
estamos en una encrucijada parecida. Y por cierto que, con recursos económicos,
léase baratos, se recrea bien todo este escenario dramático (la ambientación de
los años treinta). Lo que nos recuerda que contar con medios más exorbitantes
no siempre es garantía de un mayor impacto o eficacia.
Tampoco
deja de ser curioso cómo la radio es el único medio que no ha perdido por
completo la magia. Es bonita la imagen de los dos chicos que escuchan la
emisión a través de un aparato en la cama.
Nuestro
siguiente incidente tiene que ver con otro suceso real. De siempre la
televisión ha ofrecido productos entre lo estimulante y lo oportunista. Como
inoportuno puede ser un corte en el suministro eléctrico. Nos quedamos sin luz,
y estamos como en cueros.
Hubo dos cortes
que afectaron de forma directa a la ciudad de Nueva York. El del nueve de
noviembre de 1965, y el del trece de julio de 1977. Ambos se pueden compenetrar para dar pie a lo expuesto
en El gran apagón (Blackout, The
Blackout Syndicate, 1977; estrenada al año siguiente), una
co-producción entre Francia y Canadá, con cierto aire de telefilme. Esto no ha
de ser un demérito necesariamente. Fue escrita John C. W. Saxton (1930-1987),
en torno a una idea de John Dunning (1927-2011) y Eddy Matalon (1934), que se
encargó de la dirección.
En el
primero de los cortes no anduvieron lejos nuestros amigos de La guerra de los mundos. Multitud de OVNIS
fueron vistos sobre el skyline de la
majestuosa ciudad, principalmente, gracias a la ausencia de contaminación
lumínica; es decir, a la ausencia de luz. Lo que no está mal para una ciudad
que presume de no dormir nunca. Incluso pululan evidencias en las que otro
objeto desconocido fue visto sobre la subestación de Clay, foco del apagón, el
más largo de la historia de Norteamérica. Treinta y seis millones de personas
se vieron afectadas, incluidos dos estados canadienses, Ontario y Quebec. En el
segundo de ellos, el de 1977, un mal rayo partió la subestación Buchanan South,
cerca del río Hudson (Nueva York), y de paso, a las gentes de Nueva York,
sacudidas por el pillaje y todo tipo de desórdenes públicos.
Lo primero
que cabe decir de esta película es que no es una exposición pormenorizada de
los hechos e incidentes ocurridos en dichas fechas durante el corte de
electricidad. Ni mejor ni peor opción, es la que hay, y tenían derecho a ello.
¿En qué consiste entonces? En centrar los hechos en el interior de un edificio,
como es preceptivo, poblado de variopintos inquilinos.
Hasta él
llega un grupo de criminales con serios desequilibrios mentales, encabezados
por el ladrón de bancos Christie (Robert Carradine). Estaban siendo trasladados
en un furgón policial cuando se produjo el apagón. Una vez liberados de su
prisión rodante, el grupo de perturbados penetra en el edificio para guarecerse
y cometer todo tipo de tropelías.
La “mala
alineación cósmica” se da en forma de una tormenta con “aparato eléctrico” que deja
a oscuras la ciudad de Nueva York, cuyo principal factor de riesgo es el
vandalismo. El escenario es parco pero está bien escogido, edificios como
colmenas, la parte menos glamurosa de la ciudad. Necesidades presupuestarias
aparte, son imágenes que deparan, en un ámbito genérico, la necesaria
inquietud. Distintas subestaciones se ven alteradas debido a esta inclemencia
climática y dramática. Por ejemplo, para la señora Grant (June Allyson) y su
marido enfermo (Fred Doederlein), sujeto a un respirador y, por lo tanto, a la
corriente eléctrica. La señora Moore (Camille Ange), a punto de dar a luz.
Otros dos inquilinos encerrados en un ascensor (David Bloom y Anna Dorland).
Hasta un mago que trabaja en un espectáculo de variedades para sobrevivir,
Henry Lee (curioso reencontrarse con Jean-Pierre Aumont por estas lides). Lee
comenta que la gente ya no se quiere
divertir, solo encerrarse en casa y ver la televisión. Vive con su perro
Piper y los recuerdos de una vida mejor.
Por cierto
que ya hubo por aquella época otro telefilme, nada despreciable, acerca de un
grupo de personas encerradas en un ascensor con unos ladrones deambulando por
el edificio: Pánico en el ascensor (Claustrophobia, Jerry
Jameson, 1974).
Imaginen,
sin luz, sin teléfono, sin Smartphone, internet o wifi. Sin poder recargar su tableta.
Y un policía que entra de servicio en medio de estas o muy parecidas inconveniencias,
Dan Evans (James Mitchum, hijo de Robert [1917-1997]). Sin líneas rojas no hay
semáforos. Han caído las puertas del campo, donde campan a sus anchas policías
y ladrones. Christie y su séquito, el locuelo Marcus (Victor B. Tyler), Chico (Don Granberry) y el fortachón
Morgan (Maurice Attias). Todos con menos cerebro que un mosquito, excepto para
hacer el mal (¿cómo no acabarían en el ámbito de la política?). Frente a un
chaval que se queda solo en su casa, la celebración de una boda, o el asalto a una
pareja gay y a un matrimonio de potentados, con el gran Ray Milland (1907-1986)
haciendo su aportación villanesca y sibilina marca de la casa.
Por todo
esto, El gran apagón se asemeja más a
una película de terror que catastrofista. En un flamante contexto de crisis
social y económica. Por su parte, el policía trata de localizar a los
sospechosos mientras espera unos refuerzos que nunca va a llegar. Lo hace en
compañía de Belinda Montgomery (Annie Gallo), que ha sido violada por uno de
estos energúmenos y que, haciendo de
tripas corazón, al menos de momento, se presta a echar una mano a Dan. En
un buen momento de realización, Belinda no reconoce a su agresor, porque tal y
como está concebido el plano, ambos personajes no están a una misma altura (ni
moral ni física, en una escalera de servicio). Finalmente, Belinda y Dan se
enfrentan a los desaprensivos del edificio con más de una dificultad. Fuera del
mismo, se produce el saqueo más indiscriminado (del que forman parte los niños).
En la línea molona de las películas de catástrofes, y ampliando toda su gama, El gran apagón contó como productor ejecutivo a Ivan Reitman (1946-2022), futuro realizador de Los cazafantasmas (Ghostbusters, 1984).
La
complicada red de relaciones se acrecienta en lo bueno y en lo malo, dentro del
edificio. Impera la casualidad, también en lo bueno y en lo malo. Y la
necesidad de sobreponerse a lo sucedido, atendiendo los intereses más
inmediatos, la propia supervivencia.
La película
depara algunos buenos momentos, como el del policía, Dan, que entra en el
apartamento donde se está celebrando la boda y piensa -ve-, que todo está en
orden. Aunque como sabemos, las apariencias engañan. En este sentido, el film
es eficaz, y acaba con el enfrentamiento del líder de los criminales con el
agente de la ley. La persecución en el aparcamiento del edificio está bien
llevada, posee el suficiente nervio.
Al final, se
hizo la luz, pero no sabemos qué pasará con las vidas de todas estas personas
tocadas por la varita de la oscuridad.
La película
supuso cierto impacto, lo recuerdo bien. Incluso en su pase televisivo. Hace
poco se habló de la posibilidad de un corte eléctrico a gran escala.
Intencionado. De consecuencias humanas imprevisibles y económicas bastante
previsibles.
¿Estarían
ustedes a la altura? Yo sí sabría qué hacer. Pero no lo pienso decir.
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