Para el sábado noche (CXXIV): En los límites de la realidad, de John Landis, Steven Spielberg, Joe Dante y George Miller

02 febrero, 2023

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Un coche por una solitaria carretera, con dos ocupantes. Se acaban de conocer y escuchan una cinta de casete. Cuando esta se estropea, deciden jugar a adivinar series de televisión a través de sus melodías. Es una situación cualquiera que sufre un giro. Como el de las curvas al volante, pero narrativo. Cambios que constituyen la esencia de un mundo paralelo que converge. Una intromisión de lo inusitado en este plano de la realidad.

 
Después de este prólogo, que enlazará con el epílogo, comienzan a desarrollarse los distintos capítulos de En los límites de la realidad (The Twilight Zone, the Movie, Warner Bros., 1983). Son cuatro relatos en total, y estuvieron dirigidos, de forma respectiva, por John Landis (1950), Steven Spielberg (1946), Joe Dante (1946) y George Miller (1945).

Por supuesto, En los límites de la realidad es una puesta de largo y homenaje a la serie creada por Rod Serling (1924-1975), Dimensión desconocida (The Twilight Zone, CBS TV, 1959-1964), respetuosa con los contenidos expuestos en la misma. Un trabajo que inspiró a muchos futuros realizadores. De hecho, estamos ante una relectura que toma como base argumental tres de los capítulos de aquel mítico espacio televisivo (Kick the Can [1962], de Lamont Johnson [1922-2010]; It’s a Good Life [1961], de James Sheldon [1920-2016], y Nightmare at 20.000 Feet [1963], de Richard Donner [1930-2021]). El otro es original de John Landis, aunque se inspira en A Quality of Mercy (1961), de Buzz Kulik (1922-1999).

Más de una vez he querido comentar esta serie referencial, que tanto me gusta, pero la falta de tiempo no lo ha hecho posible, ya que me gustaría volver a verla de cabo a rabo. Así que he tomado la determinación de reseñarla, en cuanto pueda, escogiendo unos pocos capítulos que considero magistrales. Respecto a En los límites de la realidad, mis recuerdos van más allá, al haber visto esta película en un cine de verano poco después del estreno, en compañía de mis padres, en las raras ocasiones -tenía que llegar el estío- en que mi padre estaba disponible (muy pronto comencé a ir solo). O sea, que me trae recuerdos muy especiales, junto con otro puñado de títulos que creo haber reseñado en este blog. La triste circunstancia del accidente que costó la vida al actor Vic Morrow (1929-1982) durante la filmación, junto a otros dos niños, no la supimos hasta tiempo después, y no debe enturbiar nuestra visión del conjunto y disfrutar de la película (John Landis, director del episodio, fue exonerado de cualquier cargo).
 

En el primero de los relatos conocemos a William Connor (Vic Morrow), empleado en una empresa “X”, absorbido por el organigrama, y absorto en su propia amargura y soledad. Exhibe una retahíla de prejuicios (todos convergen en el protagonista para convertirlo en un “personaje tipo”), carcomido por el racismo y el resentimiento (no ha logrado el ascenso que tanto anhelaba). Como suele suceder, no es capaz de hablar de otra cosa ante sus amigos. Podemos considerar que se está desahogando, en la típica conversación de barra de bar.

William sufrirá distintos acosos en propias carnes. Es el capítulo más social y comprometido, si se quiere, de la selección, puesto que en la serie original se entrelazaban aspectos lúdicos y trascendentales, incluso espinosos, siempre bajo un punto de vista reflexivo, soleado y ameno. O sea, la urdimbre de lo que es el cine que consideramos clásico.

En un buen apunte visual por parte de John Landis, el espectador no ve nunca a William transmutado en cualquiera de los personajes a los que se ve abocado, y de los que se va ir impregnando, merced a los poderes de la Dimensión Desconocida. Lo contemplamos siempre como William, pero no así las personas que lo rodean. Son dos realidades que se solapan, el presente histórico (el presente del protagonista), y otras épocas del pasado, que se trasladan a la mente del sujeto paciente tanto como a la del espectador. La moraleja es sencilla: la próxima vez, por las razones que sea, nos puede tocar a nosotros el ser discriminados (ya hay países donde tan solo basta con ser mujer… u hombre).

Magnífica la canción interpretada por Jennifer Warnes (1947), compuesta por Jerry Goldsmith (1929-2004), que se incluye en este capítulo y formó parte de la banda sonora del genial compositor. Menuda diferencia con las insulseces que se ofrecen hoy en día.
 
 
El episodio de Spielberg es un remake mejorado del citado capítulo Kick the Can. El escenario de esta nueva historia extraordinaria es la residencia para ancianos Sunnyvale, donde la esperanza es un recuerdo. Lo más cuidado es la exposición de los distintos caracteres. Breve a la fuerza, pero precisa. A esta institución llega el anciano señor Bloom (el no siempre aprovechado Scatman Crothers). No es la primera residencia que visita, y como el espectador tendrá ocasión de comprobar, tampoco será la última. Bloom anima al resto de ancianos a que esa noche esté fuera de las normas. Se dan cita en el patio, bajo la mirada introspectiva de la luna, a salvo de cortapisas represoras y normas restrictivas. Tan olvidada tenían esta experiencia que uno de los personajes comenta que huele a medianoche.

Es el capítulo más emotivo. En él, el cambio que se opera en los ancianos, que no desvelaré, se produce antes de forma audible que visible; es decir, los oímos antes de verlos. Si existe una estrella que rija nuestro existir, estos personajes salen a su encuentro. Hay un destino que dirige nuestras vidas, aunque a veces sea duro, comenta el renacido señor Agee (Murray Matheson), haciendo suyas las palabras del señor Bloom. Lo que finalmente hace este demiurgo, es devolver a los arrinconados inquilinos de la residencia la ilusión por su libre albedrío, incluso aunque este forme parte de dicho destino.
 

El ilusionismo que algunos niños emprenden con sus padres, y que estos aceptan de buen grado, convenciéndose de lo que haga falta, bien podría ser el asunto primordial del tercero de los capítulos. Pero este va más allá. Helen Foley (Kathleen Quinlan), descrita como mujer en tránsito (se entiende que de su vida), es una maestra de escuela que, en efecto, va a experimentar la enseñanza desde un punto de vista total, inesperado y completamente enriquecedor. Toda una atención personalizada.

Su alumno, y en cierta medida maestro, será Anthony (Jeremy Litch), un chico de unos once años, que vive con una familia hecha de retales y condenada a ver -y vivir en un mundo de- dibujos animados (cámbienlo por un móvil, tableta u otro dispositivo y ya lo tienen). La idea subyacente es no llevar la contraria a Anthony, tirano con causa y chico de aspecto inocente que Helen ha recogido en un bar de carretera (regentado por Walter [Dick Miller]), para acercarlo a su casa.

La vida de Anthony es una burbuja, que es dicha casa, y está a punto de explotar. Todos se muestran muy complacientes con el muchacho. Niño “consentido” donde los haya, al extremo de anular en los demás la capacidad de crítica, incluso de manera física. Hasta la vivienda está amoldada a su gusto. Como contrapartida, el resto de miembros de la familia, una madre (no sabemos si “la madre”; Patricia Barry), un padre (William Schallert), dos hermanas (Nancy Cartwright y Cherie Currie), y un tío (Kevin McCarthy), se han acostumbrado a vivir a costa del muchacho. De sus poderes, que ya no pueden controlar. Evidencia de ello es un almuerzo a base de dulces.

Helen descubrirá entonces a su alumno más complicado, pero con toda seguridad, también al más gratificante. Como parece indicar la resolución del caso.
 

El último de los capítulos, dirigido por George Miller, fue escrito por Richard Matheson (1926-2013), según su propio relato (lo encontramos en Pesadilla a veinte mil pies y otros relatos insólitos y terroríficos, Valdemar Gótica, 2003). Matheson también participó en la escritura del segundo, y en solitario, en el tercero.

La base narrativa de su historia es conocida por muchos: el miedo a volar. ¿Y si hubiera razones para ello? Que a veces las hay. ¿O serán imaginaciones nuestras? El pasajero John Valentine (el estupendo John Lithgow) experimenta a la persona que ha visto algo y no es creída por los demás, poniendo de paso a prueba la paciencia de las azafatas. Al ambiente claustrofóbico del avión se une la presencia de un hombre obeso (Charles Knapp), que resulta pertenecer a la seguridad aérea, y una niña repelente (Christina Nigra), tan cara al gusto estadounidense. Valentine escribe libros de informática. La suya es, por lo tanto, una mente analítica que se va a ver alterada. Impelida a salir de los márgenes de lo establecido. ¿Por qué? Para eso deberán ustedes adentrarse en los límites de la realidad. 

Cabe señalar la excelente idea de la ventana cerrada, tras la que Valentine intuye que existe algo más, después de haber dudado de sus propios sentidos.
 

En 1985 se ofreció una segunda tanda de capítulos para televisión con el nombre de Más allá de los límites de la realidad (The Twilight Zone, CBS TV, 1985-1989). No la recuerdo bien, o tan bien como la serie original, pero habrá de ser tenida en cuenta. Según parece, con posterioridad ha habido otros intentos de rentabilizar el formato, en 2002 y 2019. Aunque estas son fechas más cercanas a la mayoría, quedan bastante lejos de mi ámbito de interés.
 
Escrito por Javier Comino Aguilera




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