Un coche
por una solitaria carretera, con dos ocupantes. Se acaban de conocer y escuchan
una cinta de casete. Cuando esta se estropea, deciden jugar a adivinar series
de televisión a través de sus melodías. Es una situación cualquiera que sufre
un giro. Como el de las curvas al volante, pero narrativo. Cambios que
constituyen la esencia de un mundo paralelo que converge. Una intromisión de lo
inusitado en este plano de la realidad.
Después de
este prólogo, que enlazará con el epílogo, comienzan a desarrollarse los
distintos capítulos de En los límites de
la realidad (The Twilight Zone, the
Movie, Warner Bros., 1983). Son cuatro relatos en total, y estuvieron
dirigidos, de forma respectiva, por John Landis
(1950), Steven Spielberg (1946), Joe Dante (1946) y George Miller (1945).
Por supuesto, En los límites de la realidad es una puesta de largo y homenaje a la serie creada por Rod Serling (1924-1975), Dimensión desconocida (The Twilight Zone, CBS TV, 1959-1964), respetuosa con los contenidos expuestos en la misma. Un trabajo que inspiró a muchos futuros realizadores. De hecho, estamos ante una relectura que toma como base argumental tres de los capítulos de aquel mítico espacio televisivo (Kick the Can [1962], de Lamont Johnson [1922-2010]; It’s a Good Life [1961], de James Sheldon [1920-2016], y Nightmare at 20.000 Feet [1963], de Richard Donner [1930-2021]). El otro es original de John Landis, aunque se inspira en A Quality of Mercy (1961), de Buzz Kulik (1922-1999).
Más de una vez he querido comentar esta serie referencial, que tanto me gusta, pero la falta de tiempo no lo ha hecho posible, ya que me gustaría volver a verla de cabo a rabo. Así que he tomado la determinación de reseñarla, en cuanto pueda, escogiendo unos pocos capítulos que considero magistrales. Respecto a En los límites de la realidad, mis recuerdos van más allá, al haber visto esta película en un cine de verano poco después del estreno, en compañía de mis padres, en las raras ocasiones -tenía que llegar el estío- en que mi padre estaba disponible (muy pronto comencé a ir solo). O sea, que me trae recuerdos muy especiales, junto con otro puñado de títulos que creo haber reseñado en este blog. La triste circunstancia del accidente que costó la vida al actor Vic Morrow (1929-1982) durante la filmación, junto a otros dos niños, no la supimos hasta tiempo después, y no debe enturbiar nuestra visión del conjunto y disfrutar de la película (John Landis, director del episodio, fue exonerado de cualquier cargo).
En el primero de los relatos conocemos a William Connor (Vic Morrow), empleado en una empresa “X”, absorbido por el organigrama, y absorto en su propia amargura y soledad. Exhibe una retahíla de prejuicios (todos convergen en el protagonista para convertirlo en un “personaje tipo”), carcomido por el racismo y el resentimiento (no ha logrado el ascenso que tanto anhelaba). Como suele suceder, no es capaz de hablar de otra cosa ante sus amigos. Podemos considerar que se está desahogando, en la típica conversación de barra de bar.
William sufrirá distintos acosos en propias carnes. Es el capítulo más social y comprometido, si se quiere, de la selección, puesto que en la serie original se entrelazaban aspectos lúdicos y trascendentales, incluso espinosos, siempre bajo un punto de vista reflexivo, soleado y ameno. O sea, la urdimbre de lo que es el cine que consideramos clásico.
En un buen apunte visual por parte de John Landis, el espectador no ve nunca a William transmutado en cualquiera de los personajes a los que se ve abocado, y de los que se va ir impregnando, merced a los poderes de la Dimensión Desconocida. Lo contemplamos siempre como William, pero no así las personas que lo rodean. Son dos realidades que se solapan, el presente histórico (el presente del protagonista), y otras épocas del pasado, que se trasladan a la mente del sujeto paciente tanto como a la del espectador. La moraleja es sencilla: la próxima vez, por las razones que sea, nos puede tocar a nosotros el ser discriminados (ya hay países donde tan solo basta con ser mujer… u hombre).
Magnífica la canción interpretada por Jennifer Warnes (1947), compuesta por Jerry Goldsmith (1929-2004), que se incluye en este capítulo y formó parte de la banda sonora del genial compositor. Menuda diferencia con las insulseces que se ofrecen hoy en día.
Es el capítulo más emotivo. En él, el cambio que se opera en los ancianos, que no desvelaré, se produce antes de forma audible que visible; es decir, los oímos antes de verlos. Si existe una estrella que rija nuestro existir, estos personajes salen a su encuentro. Hay un destino que dirige nuestras vidas, aunque a veces sea duro, comenta el renacido señor Agee (Murray Matheson), haciendo suyas las palabras del señor Bloom. Lo que finalmente hace este demiurgo, es devolver a los arrinconados inquilinos de la residencia la ilusión por su libre albedrío, incluso aunque este forme parte de dicho destino.
Su alumno, y en cierta medida maestro, será Anthony (Jeremy Litch), un chico de unos once años, que vive con una familia hecha de retales y condenada a ver -y vivir en un mundo de- dibujos animados (cámbienlo por un móvil, tableta u otro dispositivo y ya lo tienen). La idea subyacente es no llevar la contraria a Anthony, tirano con causa y chico de aspecto inocente que Helen ha recogido en un bar de carretera (regentado por Walter [Dick Miller]), para acercarlo a su casa.
La vida de Anthony es una burbuja, que es dicha casa, y está a punto de explotar. Todos se muestran muy complacientes con el muchacho. Niño “consentido” donde los haya, al extremo de anular en los demás la capacidad de crítica, incluso de manera física. Hasta la vivienda está amoldada a su gusto. Como contrapartida, el resto de miembros de la familia, una madre (no sabemos si “la madre”; Patricia Barry), un padre (William Schallert), dos hermanas (Nancy Cartwright y Cherie Currie), y un tío (Kevin McCarthy), se han acostumbrado a vivir a costa del muchacho. De sus poderes, que ya no pueden controlar. Evidencia de ello es un almuerzo a base de dulces.
Helen descubrirá entonces a su alumno más complicado, pero con toda seguridad, también al más gratificante. Como parece indicar la resolución del caso.
La base narrativa de su historia es conocida por muchos: el miedo a volar. ¿Y si hubiera razones para ello? Que a veces las hay. ¿O serán imaginaciones nuestras? El pasajero John Valentine (el estupendo John Lithgow) experimenta a la persona que ha visto algo y no es creída por los demás, poniendo de paso a prueba la paciencia de las azafatas. Al ambiente claustrofóbico del avión se une la presencia de un hombre obeso (Charles Knapp), que resulta pertenecer a la seguridad aérea, y una niña repelente (Christina Nigra), tan cara al gusto estadounidense. Valentine escribe libros de informática. La suya es, por lo tanto, una mente analítica que se va a ver alterada. Impelida a salir de los márgenes de lo establecido. ¿Por qué? Para eso deberán ustedes adentrarse en los límites de la realidad.
Cabe señalar la excelente idea de la ventana cerrada, tras la que Valentine intuye que existe algo más, después de haber dudado de sus propios sentidos.
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