Para el sábado noche (CXI): Confesiones verdaderas, de Ulu Grosbard

02 noviembre, 2021

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En nombre de la santidad, o al amparo de ella, se pueden cometer y ocultar abusos. Principalmente, los relacionados con la debilidad de la carne. A estas alturas, podemos considerar que esto constituye un tópico literario o cinematográfico. Hablar ex cátedra es hacerlo en nombre de la autoridad de un cargo, las más de las veces (sobre)cargado de boato y pedantería. La infalibilidad ya es asunto más espinoso, al referirse a personas de carne y hueso, por muy investidas que estén de dicha autoridad y, en cualquier caso, se refiere en exclusiva a los dogmas de un colectivo. No debiera ser parapeto de una opinión poco contrastada. Así, frente a quienes pontifican omitiendo los pecados propios y pidiendo perdón por la (malinterpretación de la) historia, se opone el Dios del cristianismo, que propugna el perdón personal de las faltas, que son las que han de rendir las cuentas, dejando la historia a los historiadores, y procurando de paso no avergonzar a millones de fieles y seguidores.

Al final, la confesión a la que se pertenezca es lo de menos, religiosa o política, las personas pueden llegar a ser tan crédulas y manipulables hasta el punto de prestar su apoyo a ideologías sostenidas por el dinero del narcotráfico.

La seguridad de juicio puede ser ambivalente, como bien sabe el sargento de homicidios Tommy Spellacy (Robert Duvall), y aprenderá su hermano, monseñor Desmond Spellacy (Robert de Niro), que pertenece a la Iglesia Católica estadounidense.

Este último ha sido siempre el “favorito de mamá” (Jeanette Nolan), una ferviente religiosa (no creo que el adjetivo fanática se ajuste). En efecto, el aventajado ha sido siempre el menor. Los compromisos de monseñor son múltiples, y los quehaceres del policía no le andan a la zaga. Para pesar de uno y promoción social del otro. Como bien resume Tom de forma irónica ante su colega Frank Crotty (Kenneth McMillan), estando así las cosas, resulta que un policía no es un pilar de la comunidad.

Historia de dos hermanos, su relato se expande e impregna toda una ciudad. Y un espacio concreto dentro de esa urbe. El telón de forma y fondo de un San Francisco que es el lugar de acción de Tom, como el marco de la iglesia de Desmond, si bien, la virtud teologal de Confesiones verdaderas (True Confessions, United Artist, 1981) es que ambos escenarios convergen, de un modo tan inesperado como sombrío. La razón en abstracto es que los humanos que transitan por dichos espacios son lo que son. Más que de lugares en sí, habría que hablar directamente de las personas que lo (des)habitan.

Que a los dos hermanos las cosas no les van igual lo ilustra Ulu Grosbard (1929-2012) a través de un plano en el que vemos cómo a Tom se le ha estropeado el radiador de su vehículo. Son los pequeños impedimentos de la vida cotidiana que no parecen afectar a su hermano menor, que tiene quien se los solucione (por ejemplo, Desmond viaja con chófer). Su misión es la de salvar almas, pero habrá de encomendar la suya en primer término para poder sobrevivir anímicamente y encontrarle un auténtico sentido a su quehacer en el mundo y a su espiritualidad.

Otro personaje con carácter es el de la madame y ex prostituta Brenda Samuels (Rose Gregorio). Como los demás, bien construido y manejado por los guionistas John Gregory Dunne (1932-2003) y Joan Didion (1934), en torno a la novela de Dunne, el mismo adaptador de la versión de Ha nacido una estrella (A Star is Born, 1976) oficiada por Frank Pierson (1925-2012).


Las restantes figuras secundarias no carecen de entidad, como el anciano padre Seamus Fargo (Burgess Meredith), que parece haber visto de todo, política y administrativamente hablando, tal cual se desprende de su rostro, que procura no perder la sonrisa aunque se vea nublada. La nómina la completan el cardenal Danaher (Cyril Cusak) y Jack Asmterdam (estupendo Charles Durning), un lastre con el que todos necesitan contar pero que desprecian en privado, filántropo especulador que será el resorte que ponga en contacto esos dos mundos a los que hacíamos mención, convirtiéndolos en uno mismo, más por vía de lo espirituoso que de lo espiritual. Designado a dedo o a los dados Católico Seglar del Año, Amsterdam no se dejará apartar de la acción de mando tan sumisamente. La parroquia californiana se ve igualmente lastrada por el vínculo colateral y sinuoso que mantiene con otro patrocinador, que se las apaña para permanecer en la sombra: Lelan K. Standard (conocemos su existencia por una misiva). Antes de desatarse todos los infiernos, buena prueba de este clima viciado lo encontramos en la boda “con componendas” que tiene por objeto casar a la hija de Amsterdam, Georgette (Susan Myers). Un apaño conveniente, ya que la pareja espera descendencia. Los planos entre la gente durante la ceremonia son herencia directa de El Padrino (The Godfather, Francis Ford Coppola, 1972), pero no por ello dejan de tener su propia entidad y significado. Simbolizan los acuerdos bajo cuerda entre copa de champán y vino de California.

A Desmond, toda esta pompa le pilla en medio. Ilustrativo de su estado de ánimo es el momento en que observa con ansia su reloj, durante una ceremonia mexicana. Una de tantas a las que se ve obligado a asistir.

En puridad, la historia comienza con la muerte de un sacerdote en un burdel. La acción se sitúa en 1948, recién finalizada la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), y toma por fondo el atroz asesinato de la llamada Dalia Negra, esto es, Elizabeth Short (1924-1947), hallada muerta -diseccionada- en un descampado que, no por casualidad, se incrustaba en pleno barrio residencial. Al igual que se visualiza en la película, aunque con distinto nombre. Aquí la muchacha es Lois Fazenda (Amanda Cleveland), y es apodada la Virgen Vagabunda.


Más detalles de dirección y guión. Tom tiene presente a su familia desde su propia vertiente individualista. Escucha a su hermano pronunciar una homilía a través de la radio. Es una forma de seguir en contacto a pesar de las diferencias que les separan.

Parece que los crímenes ya no afectan al curtido Tom, pero no es verdad. El sargento regresa al lugar del macabro descubrimiento, por el que deambula, en un plano nada gratuito. Más tarde, hallará el auténtico y desgarrador enclave del crimen, con el único ropaje de la emocionada música de Georges Delerue (1925-1992) y la naturalista fotografía de Owen Roizman (1936). Aprovecho para destacar la calidad fotográfica del magnífico operador, en la línea contrastada de un Gordon Willis (1931-2014), aunque más atmosférico si cabe, o si se prefiere, menos incisivo o nítido.

En suma, las ambiciones humanas nos alcanzan a todos. Es cierto, existe gente, dentro de cualquier ámbito, que por narices, o puede que por intercesión divina o política, ha de ser el centro de la atención, que se gusta y gusta de escucharse. En este sentido, es reveladora la charla que Desmond mantiene con su homólogo, monseñor Seamus. El experimentado sacerdote le advierte acerca de la utilización del poder como un resorte adictivo, y sobre el disfrutar mandando. Pero, ¿cómo podemos conseguir las cosas sin el poder?, le pregunta Desmond, con total sinceridad, no de forma farisaica.

Por suerte para él, Desmond se valdrá de los soplos y advertencias que le ha procurado su hermano. No existen más allegados que ellos dos en las circunstancias que viven. Pese a todo el relumbrón de rigor, el realizador deja bien claro que Desmond no es un aprovechado para sí mismo. Grosbard nos muestra que no posee un dormitorio lujoso ni nada por el estilo, su aposento es más bien espartano, lo que nos habla -con imágenes, como ha de hacer todo buen cineasta- de la honestidad intrínseca del personaje. La suya es una buena voluntad, zarandeada por los intereses espurios de quienes le rodean y de un monstruo al servicio desnaturalizado de Dios.


Lo que también resulta evidente, y buena prueba de ello es Confesiones verdaderas, es que lo que se salva es el individuo; más que las instituciones de las que forma parte, por muy altruistas y ecuménicas que se pretendan. Las adscripciones grupales han de ser siempre autónomas y voluntarias, allende la cultura y el entorno social, porque ahí reside la clave de la libertad e independencia de criterio. Aunque ello conlleva una personal travesía por el desierto, como la que aguarda a Desmond, que al fin y al cabo, ha tenido la suerte de poder ver la luz.

¿Recuerdan? Vigilen los cielos, rezaba la advertencia de El enigma de otro mundo (The Thing from Another World, Christian Nyby & Howard Hawks, 1951). Muy cierto. Y vigilen también a sus socios, con quienes se alían. Que las alianzas a veces las carga el diablo.

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