El autocine (XCI): El dragón del lago de fuego, de Matthew Robbins

12 noviembre, 2021

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Debuts prometedores en el cine ha habido muchos. La mayoría de ellos confirmados por una sólida carrera. Desde la época del cine mudo, de más está ofrecer una lista que por fuerza no ha de ser exhaustiva. Quedémonos, no obstante, con los imperecederos nombres de John Ford (1894-1973), Charles Chaplin (1899-1977), Orson Welles (1915-1985), o más recientemente, Steven Spielberg (1946). Matthew Robbins (1945) pudo haber sido uno de ellos, al menos, a partir de su segunda película, pero lo cierto es que las expectativas puestas en el realizador no se vieron cumplidas a posteriori, si bien, sus trabajos de raigambre más familiar no son desechables, centrándose desde entonces en la redacción de guiones más que en la dirección. Una labor directiva iniciada con la simpática Correrías de verano (Corvette Summer, 1978), en la línea de las comedias estudiantiles al uso. En cualquier caso, El dragón del lago de fuego (Dragonslayer, Paramount-Walt Disney Productions, 1981) sigue siendo su mejor obra; posiblemente, después de esta narración no volvió a sentirse tan involucrado con ninguna otra.

Hasta tal punto la labor requería de un esfuerzo visual notable que tuvieron que aliarse dos compañías cinematográficas para sacar la empresa adelante, Producciones Walt Disney y Paramount Pictures, en una época en que los efectos mecánicos aún no habían cedido el paso a lo estrictamente digital, sino que ambas vertientes se cohesionaban en unos resultados harto estimulantes. Algo parecido sucedió, años atrás, con la asombrosa Planeta prohibido (Forbidden Planet, Fred McLeod Wilcox, 1965), también entre la factoría Disney y Metro Goldwyn Mayer. Los resultados a la vista siguen estando. Spielberg (1946) no tuvo tanta suerte con 1941 (Íd., Columbia Pictures-Paramount, 1979), aunque a mí me sigue divirtiendo esta película, a la fecha, auténtica pieza de culto.

El dragón del lago de fuego fue escrita por Hall Barwood (1940) y Matthew Robbins (1945); el primero, en funciones añadidas de productor, y el segundo, como queda dicho, a cargo de la dirección. Un empeño, por lo tanto, sumamente personal, que contó con los espléndidos escenarios y decoración interior del sensacional Elliot Scott (1915-1993), y con la fotografía del poco prodigado Derek Vanlint (1932-2010), el mismo operador de Alien, el octavo pasajero (Alien, Ridley Scott, 1979).

El anciano mago Ulrich (estupendo Ralph Richardson, como siempre) entona un conjuro en las mistéricas dependencias de su castillo, Cragenmore Castle, en una Edad Media apenas iluminada por las antorchas. Se trata de un periodo temporal reconocible aunque incierto, lindante con lo paralelo. Ulrich no vive solo, tiene un sirviente en la figura del también anciano Hodge (Sydney Bromley), y un aprendiz en la de Galen (Peter MacNicol), del que, en palabras del mago, se dice que es su discípulo favorito.

Estos personajes reciben la visita de una comisión venida de lejos, del reino de Urlan. Al frente parece estar el joven Valerian (Caitlin Clarke), que pronto mostrará su verdadera identidad. Existe razón para esta ocultación. El grupo viaja por iniciativa propia, más que en nombre del rey correspondiente, Casiodorus (Peter Eyre), monarca de este reino tan lejano como devastado. Casiodorus ofrece mediante sorteo una inmolación cada X tiempo, debido a su conformista pacto con el dragón. Ofrenda a una de sus súbditas con tal de seguir manteniéndose en el poder, con la excusa de que es la única manera de aplacar a la fiera, que reclama en carne su pago por tan relativa paz. Para disipar los “malos espíritus” se hace necesario sacrificar a una doncella, en un marco que me recuerda el oneroso pozo de los sacrificios o cenote “sagrado” de Chichén Itzá, en México. La imagen misma de la cobardía la proporciona Casiodorus al final de la película, cuando Robbins lo muestra atribuyéndose el mérito del deceso del dragón, que por supuesto no le corresponde. Las peores maldiciones las suelen procurar los seres humanos.


Casiodorus encuentra su despótica estabilidad, no a través de la hacienda pública o los jueces a su servicio, sino en el leal líder guerrero Tyrian (John Hallam), que sirve ciegamente los intereses del rey.

Respecto al otro “monstruo”, acierto de la película es desvelar al dragón como un animal destructivo y no como una criatura simpática. Y en cualquier caso, nos es presentado de modo inteligente, por partes y poco a poco, para ir creando la necesaria inquietud. Escupe fuego. Y no se trata de un vistoso ornamento, sino de un peligro real con el que poder abrasar a las pobres gentes.

No es un dragón, es Lucifer, declara el guía espiritual de la aldea (Albert Salmi). Y algo de verdad debe haber, pues pese a quedar sellada la entrada a la cueva en un determinado momento, el mal se las apaña para abrirse camino.

El viaje de vuelta de los expedicionarios a su reino es penoso, y aún les aguardan más infortunios. Un trayecto, como suele ocurrir, de crecimiento para el mago adolescente, que encuentra en la quietud de las aguas de un lago -de dos, a lo largo de la narración-, el vehículo esotérico ideal -elemento agua- para ponerse en contacto con sus latentes facultades: la contemplación a distancia de los dramas que se están sucediendo. De momento, no puede interactuar con el pasado y el futuro, tan solo con el presente, aunque él mismo, como más tarde descubrirá, es portador de ambos marcos temporales.

La disciplina de la magia parece quedar en entredicho en pos de una realidad salvaje, pero esto es mera apariencia, la demostración “frustrada” del anciano mago deja franco el camino al joven Galen; al fin y al cabo, nadie dura para siempre, y la magia no deja de ser una disciplina que hay que ejercitar.

¿Es entonces el enfrentamiento con el dragón una cuestión de mera fuerza y valor por parte del protagonista, o sigue teniendo dicha magia un papel preponderante, más allá de la atractiva prestidigitación? Se dirimirá en curioso duelo durante el metraje, en un combate entre dos naturalezas o polos tan opuestos como complementarios.


En este sentido, Galen intuye el enclave del dragón y lo visita incluso antes de alcanzar el poblado de los solicitantes. Brujo incipiente, Galen se introducirá en esta cueva de lobo una segunda y tercera vez. No es el único peligro que ha de enfrentar, también se ve requerido ante la corte del rey por motivos de envidia (usurpación más o menos ilusoria del mando), como sucede con tantos gobernantes o dirigentes de cohortes políticas que quedan impávidos y temerosos ante los felices resultados de sus vasallos, y la posible pérdida de su poder. Para contrapesar ambas posturas se introduce el personaje de la hija del rey, heredera de un gobernante sin demasiados escrúpulos, pero constatadora de los privilegios que tal condición le ha venido acarreando (el de Galen no es el único personaje que madura). Ella es la princesa Elspeth (Chloe Salaman), portadora de una mayor y más limpia conciencia que la de su padre.

Este sentimiento de aspereza en las relaciones y colisión taumatúrgica entre el bien y el mal, se traslada al espacio. El entorno es un páramo desolado, aunque de vez en cuando emerge la frondosidad -a veces traicionera- de la naturaleza, en forma de exuberante y acogedor bosque. Un “toque de color” resaltado por la fotografía en escenarios naturales de Gales y Escocia, en Reino Unido. Y labor que se ve resaltada por las prestaciones de un elenco de técnicos donde entresacamos a Dennis Muren (1946) y Phil Tippett (1951), y algunos integrantes de la escudería Light & Magic (1975-actualidad), que proporcionan al conjunto una factura sólida y especial, al igual que hicieran en En busca del arca perdida (Raiders of the Lost Ark, Steven Spielberg, 1981), La ira de Kahn (The Wrath of Kahn, Nicholas Meyer, 1982), Los cazafantasmas (Ghostbusters, Ivan Reitman, 1984), Cocoon (Íd., Ron Howard, 1985), Regreso al futuro (Back to the Future, Robert Zemeckis, 1985), El chip prodigioso (Innerspace, Joe Dante, 1987), ¿Quién engañó a Roger Rabbit? (Who framed Roger Rabbit, Robert Zemeckis, 1988), y tantas otras.

A su vez, la magia es tratada con respeto, y se hace clara diferenciación con los habituales trucos de salón. Al punto de que el talismán mágico de Galen le es arrebatado por el rey, y habrá de recuperarlo. De este modo, las artes mágicas, bien entendidas, se deslindan de la mera superstición (que parece relegarse a las creencias de carácter religioso). El cristianismo existe en la región, pero se trata de un cristianismo incipiente, por definir, de contornos brumosos y símbolos aguerridos; en un lapso en el que convivían ambas perspectivas, tratando de buscar cada una su hueco y razón de ser; y por desgracia, solapándose la una a la otra con el humano y divisor transcurrir del tiempo. La religión desplaza a la magia como forma de dar una estructura a lo que, de ordinario, se nos escapa, corriendo el riesgo de administrar con exclusividad los fenómenos inexplicables (no al entendimiento, sino a la pulcra demostración del método científico).

Al fin y al cabo, la religión es un medio de interpretar lo sobrenatural. Por todo ello, en El dragón del lago de fuego conviven mundos de fantasía que no sacrifican el realismo, dotando al género de una correspondiente madurez, en una época -esta vez relativa a la fecha de producción- donde la brillantez visual y los efectos mecánicos y digitales, como antes advertía, no estaban reñidos con la labor cinematográfica de la planificación, de raigambre clásica -es decir, moderna-; o lo que es lo mismo, que la cámara no te marea y los personajes resultan de carne y hueso –¡más después de pasar por la fauces del dragón!-, además de mostrar un correcto desarrollo argumental y narrativo, expuesto merced a una puesta en escena que se sustenta en imágenes con significado. Del mismo modo que se atiende a la máxima, igualmente clásica, de que lo que puedan ilustrar las imágenes no es preciso verbalizarlo recurriendo a innecesarios subrayados, tan predominantes en la presente era. Tomemos como ejemplo el desvelamiento de la identidad de la princesa Elspeth o del joven Valerian. Incluso el vínculo entre la figura del mago y el dragón. El uno no puede existir sin el otro, porque toda fuerza diabólica ha de tener su contrapeso. Como acontece con el ser humano mismo.


Como conclusión, cabe destacar que, en efecto, la puesta en escena del neófito Matthew Robbins es magnífica. Y su desenvolvimiento con la cámara. Nada sobra, nada falta, y todo el conjunto resulta compacto y perdurable (sello del mejor cine de aquella época).

Otro elemento contribuye al arriesgado extrañamiento de la película, insisto que como elemento definidor y agradecido de aquella etapa cinematográfica: la música discordante, primitivista y atávica del expresionista Alex North (1910-1991), difícil de escuchar exenta a la película y de la que puedo distinguir algunos pasajes de la partitura elaborada -y desechada- para 2001, una odisea en el espacio (2001, A Space Odyssey, Stanley Kubrick, 1968), años más tarde recuperada por el genial Jerry Goldsmith (1929-2004) en una estupenda regrabación (Varèse Sarabande, VSD 5400, 1993).

Oscura pero no sórdida, inquietante pero no desagradable, El dragón del lago de fuego se erige en una de las (dobles) producciones y empeños más sugestivos de la ya de por sí valiosa década de los años ochenta, sin niñerías ni coartadas digitales.

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