Existe un paisaje cinematográfico grato y reconocible en la filmografía del prolífico productor y realizador Roger Corman (1926). El de los campos con fumarolas devastados por el paso del tiempo, escenarios yertos de vida, enclavados en zonas casi imaginarias, de difícil acceso y aún más difícil salida. Son territorios lóbregos que, como sus escasos moradores, parecen los supervivientes de otra esfera material o nivel de percepción, permaneciendo estancados, a la espera de un resorte que de término a sus tribulaciones. Seres más condenados a la extinción que a la redención. Dicho resorte suele adquirir la forma de un visitante extranjero que habrá de afrontar los tortuosos envites que le depara el destino; el suyo y el de los personajes que lo rodean.
En El péndulo de la muerte (The Pit and the Pendulum, AIP-MGM, 1961), continuación de la serie de seudo-adaptaciones de relatos de Edgar Allan Poe (1809-1849), iniciada con El hundimiento de la casa Usher (The Fall of the House of Usher, AIP-MGM, 1960), no hay para menos. Contamos con la entonada fotografía en formato ancho del provechoso Floyd Crosby (1899-1985), ganador del Oscar por Tabú (Tabu, A Story of the South Seas, F. W. Murnau, 1931); una buena banda sonora con pasajes expresionistas, de cierta raigambre española, debida al origen de los protagonistas, compuesta por Les Baxter (1922-1996), y unos créditos lisérgicos finales, donde figuran como en camafeos los rostros de cada uno de los intervinientes. El péndulo de la muerte se beneficia, además, de la colaboración en el guión del excelente escritor de ciencia ficción Richard Matheson (1926-2013), los decorados, espléndidos, de Daniel Haller (1926), y la edición del también director Anthony Carras (1920-2007). De nuevo Roger Corman recurre a la ya tradicional secuencia onírica en flashback con virados de color, aquí por partida doble, mostrando el progresivo deterioro en la relación de Nicolás Medina (Vincent Price) con su esposa Elizabeth (la simpar Barbara Steele), y la representación de un episodio traumático en la infancia de Nicolás.
Adentrándose en esa terra incognita de engañoso aspecto terrestre, a la que nos referíamos, en lo que es una buena escena de apertura, similar a la de la mansión Usher, asistimos a la llegada de Francis Barnard (John Kerr) a la aislada vivienda del citado Nicolás Medina, que vive junto a su joven hermana Catherine (Luana Anders), el criado Maximilian (Patrick Westwood) y la sirvienta María (Lynne Bernay). No más almas, visibles al menos, se dejan ver por la casa, esta vez, emplazada junto al mar, pero tan tenebrosa y atractiva como cualquiera de las del ciclo. De sugestiva estampa, se alza en lo alto de un acantilado tan estéril como las relaciones entre los propios protagonistas.
Se da la circunstancia de que Francis es el hermano de la difunta Elizabeth, que como ya dije, ha sido la esposa de Nicolás. Y claro, el joven acude a la mansión en busca de una explicación a la repentina muerte de su hermana.
A partir de ahí, se despliega todo el riguroso arsenal escénico. Estancias amplias y bien amuebladas, actitudes recelosas y elusivas, verdades conocidas a medias, retratos expresivos plasmados en los lienzos, sepulturas insertas en el interior de la vivienda, recovecos tétricos, y unos sótanos donde moran por igual ruidos inquietantes, mecanismos insospechados y sombras ancestrales, en una atmósfera psicológica enrarecida. Todo ello forma parte de un pasado familiar ominoso, sepultado bajo la “fórmula de circunstancias” de padecer un mal en la sangre. El filo de la navaja del destino, en simbólicas palabras de Nicolás.
En cuanto a la ubicación temporal, en la tumba de la infortunada Elizabeth reza 1546 como fecha del deceso. Al no sentirse satisfecho por las explicaciones ofrecidas por Nicolás, Francis se muestra altanero. Sus recelos son los del espectador, pero al fin entenderá, con la ayuda de Catherine y del médico de la familia, Carlos León (Anthony Carbone), que el tormento padecido por estas personas es real, por muy sicosomático que resulte. Si bien, este padecimiento adoptará un desenlace lejos de cualquier previsión razonada.
La historia familiar se focaliza en la venganza del progenitor de los Medina hacia su esposa y el amante de esta, a los que castigó por medio de tortura, valiéndose de los instrumentos inquisitoriales que tan provechosamente reposan en las mazmorras (y que Nicolás se ha esforzado en mantener en un buen estado de conservación).
Pese a todo, advierte Catherine a su progresivamente obsesionado hermano que, respecto a su progenitor, su depravación no es la tuya.
De este modo se afianza el suspense respecto a la naturaleza de la muerte de Elizabeth. Es la maligna atmósfera de este castillo, declara Nicolás. Pese a lo cual, también confiesa que no puedo salir de aquí. Como si el entorno formara parte de su esencia vital y la atmósfera malsana se retroalimentara, necesitando un portador humano para poder sobrevivir, y este, el referido marco para sostenerse psíquicamente. No parece caber una distinción entre venganzas de ultratumba y terrenales, pues ambos aspectos se dan la mano en el psiquismo de los protagonistas. Al menos, es un aspecto del que algunos conspiradores se van a aprovechar para obtener beneficio (aunque finalmente hayan de pagar sus culpas: jugar con la mente es algo peligroso e imprevisible). Pero esta atmósfera es algo más que una excusa para adentrarse en los recovecos de la psique (con bastante más gracia que los tostones psicológicos de los años cuarenta): es la representación formal del género gótico en toda su lucidez.
Traumáticas exhumaciones se añaden a las incipientes torturas de la mente. En un psiquismo de los personajes siempre pendiente de un hilo, marca de la casa.
Personaje él mismo que parece desafiar al tiempo y la muerte, Roger Corman sabe sacar buen partido de esta atmósfera interna y externa, valiéndose de la composición en scope, como antes advertía, donde se da cabida a todos los personajes sin necesidad de fraccionar la planificación.
Muertos, pero no enterrados. Catacumbas y pasajes secretos, también de la frágil razón.
Sin salir de este ambiente psicótico y de recreación histórica, enlazamos con La torre de Londres (Tower of London, Admiral Pictures-United Artist, 1962), posterior trabajo escrito por Leo V. Gordon (1922-2000), Amos Powell (-) y James B. Gordon, alias de Robert E. Kent (1911-1984). Aunque el planteamiento es otro, no estamos muy alejados de las tramas góticas antes ofrecidas por Corman, fiel al espíritu de los pioneros literarios de este género (gente como Horace Walpole [1717-1797], Matthew Lewis [1775-1818], W. T. Beckford [1760-1844], Ann Radcliffe [1764-1823] o Mary Shelley [1797-1851]; sin olvidar, por supuesto, al propio Poe).
En esta ocasión, la fotografía es en blanco y negro, siendo obra de Archie R. Dalzell (1911-1992), pero esto para nada merma la capacidad malsana y retorcida (hiriente) del relato, en otro buen despliegue de decorados, escuetos pero eficaces, como son una bodega -donde se perpetra el primer crimen-, los aposentos de la reina viuda (Sarah Selby), su dama escocesa de compañía lady Margaret (Joan Freeman) y el prometido de esta, el valeroso Justino (Robert Brown); la estancia del mago Tyro (Richard Hale), donde se procede a un ritual mágico; la de Ricardo (Vincent Price) y su esposa Ana (Joan Camden), una sala de banquetes, una cripta, los pasillos de la Torre, las almenas y mazmorras, y una nueva cámara de tortura para hacer cambiar de opinión a los contumaces. El escenario es veladamente opresivo; por ejemplo, se habla de la Abadía de Westminster, pero con acierto, Roger Corman no ha lugar a la salida del castillo (de este modo no nos es mostrada la coronación), con lo que la sofocación anímica se acrecienta en el espectador.
La Torre de Londres es la historia de una ambición enferma, como aclara la voz en off del inicio. El desequilibrado es, en esta ocasión, el futuro rey de Inglaterra Ricardo III (1452-1485). No por méritos propios, sino por asesinatos propios. Al fin y al cabo, el personaje carece de méritos humanísticos y sucesorios. A la muerte de su hermano, Eduardo IV Plantagenet (1442-1483; Justice Watson), el nueve de abril de 1483, Ricardo reclama el trono para sí -y sotto voce-, con la única connivencia de su ambiciosa esposa Ana Neville (1456-1485). Ricardo es un tullido -no tan solo físicamente, es insano de espíritu-, tal cual ha pasado a la posteridad, aunque siempre se ha discutido la veracidad de su leyenda negra. Parece que no era tan taimado y asesino, tal y como se recrea en otras obras notables de ficción como La hija del tiempo (The Daughter of Time, 1951; Hoja de lata, 2020), de Josephine Tey (1896-1952). Los británicos siempre han sabido mimar su historia, pese al descalabro conspiranoico que le atenaza en muchos de sus sanguinarios periodos.
Pues bien, los hijos de Eduardo IV, legítimos herederos al trono, son Ricardo (Donald Losby) y Eduardo (Eugene Martin), que a continuación se convierten en los “estorbos” de su perturbado tío. No solo ellos, también el otro hermano en discordia, George, duque de Clarence (Charles Macaulay), que ha sido nombrado Protector del Reino (es decir, guardián de los príncipes herederos), es un obstáculo a abatir (en injusta lid). Es el hermano menor, del que se dice que no es el más fuerte, pero es juicioso. Por lo tanto, su destino está sellado (en tinaja).
Destaca, además, la presencia del característico Morris Ankrum (1897-1964), interpretando, ante tanta insidia, al asombrado arzobispo de Westminster. Una vileza que bien podría resumirse así: no tomarás el nombre de Inglaterra -o de cualquier nación- en vano. Porque mira que la invocan veces para justificar arribismos, deseos ocultos y fechorías. En el caso de Ricardo, el plan diabólico incluye la propagación de un falso rumor (ya vemos que en determinadas prácticas no hemos avanzado mucho), respecto a la legitimidad de los príncipes herederos. Y ya se sabe lo que sucede con estas cosas: la “rectificación” nunca se publica en primera página, si es que llega.
Con la ayuda de su secuaz Ratcliffe (Michael Pate), Ricardo se afana en superar su particular y sangrienta carrera de obstáculos, procurando no dejar pruebas que le delaten en el camino. Es su forma de “rectificar” los yerros de la historia. No las tendrá todas consigo, como consigna el drama teatral clásico. En principio, se le aparece el fantasma de su hermano George. Y tras este, los de la preceptora Jane Shore (Sandra Knight) y sus sobrinos. Los fantasmas, y los diálogos que Ricardo mantiene con ellos, son proyecciones de su desequilibrio, desvaríos que no son necesariamente remordimientos, sino más bien su último asidero a un entorno psíquicamente moral. Aunque al final, realidad y ficción se conjugan, al punto de dar muerte a Ana confundiéndola con una de las apariciones de la citada institutriz Shore. La reina viuda, madre de Ricardo, tampoco le profesa un especial cariño. Los hombres son dueños de sus destinos, proclama el aspirante a monarca en un atisbo de discernimiento que, pese a todo, no encubre sus crímenes. Más tarde, el nuevo rey, nada deseado, tiene una cita con ese destino suyo en un enclave forestal llamado Bosworth, único escenario exterior que se permite Roger Corman frente a toda esta reclusión. Así, a pesar de tales denuedos, la última cabeza de este teatro del mundo de títeres será la del propio Ricardo.
Señalar, por último, que la concreción narrativa de ambas películas es envidiable. Como en un cuento dislocado y malicioso, impregnado no obstante de leyenda.
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