El fantasma y la señora Muir, de R. A. Dick

21 abril, 2021

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Me gustaría poder abordar con el tiempo -el más escaso de los materiales con que se pueden construir los sueños- el análisis de algunas obras literarias que han dado pie a excelentes películas, muchas de ellas reseñadas en las páginas de este blog. Ya veremos si puedo cumplir esta encomienda. Pero hoy los amantes del cine y la literatura de género estamos de enhorabuena, pues procedo a la exégesis de una novela que por fin ha visto la luz en nuestro idioma, y de cuya versión cinematográfica ya realicé el debido comentario. Se trata de El fantasma y la señora Muir (The Ghost and Mrs. Muir; Impedimenta, 2020), escrita en 1945 por R. A. Dick, seudónimo de la escritora irlandesa Josephine Aimee Campbell Leslie (1898-1979).

El libro presenta cuatro partes, y en la primera de ellas, capítulo I, ya se nos pone al corriente acerca del aspecto y situación -social e individual- de la protagonista. Así, sabemos que la señora Lucy Muir es recientemente viuda, de constitución menuda y con dos hijos pequeños, Anna, de doce años, y Cyril, de once, que se irán desarrollando a lo largo del relato (en la película tan solo es uno). De igual modo se nos pone al corriente de que tiene una renta insuficiente, pero también una creciente determinación. Tengo que arreglar las cosas por mí misma, declara. Y eso hace. Lo que conlleva tener que enfrentarse a la acaparadora familia de su difunto marido, y aprender a pensar por sí misma (le eran escogidas las lecturas y los placeres, I: I). No es poca tarea la que le espera a Lucy Muir.


La joven viuda ha puesto sus ojos en una casa aislada, en un pueblo costero no muy frecuentado o chic, pero que se enclava junto al salutífero paisaje marino. El lugar se llama Whitecliff, y su decisión de vivir allí responde más a una intuición que a una resolución harto meditada. O un mero capricho, como observan los antedichos familiares. Por supuesto que para Lucy Muir se trata de algo más. Ampliando el espectro, se diría que la mujer ha sabido mirar con el corazón más que con los globos oculares.

La vivienda que llama su atención -pues va a ser un protagonista más, y no menos vivo que el resto-, es una casa barata situada en un altozano, y responde al nombre de Gull Cottage (La Casita de la Gaviota). Una especie de ganga porque atesora un “pequeño inconveniente”: viene con fantasma. Su último morador fue el capitán de navío retirado Daniel Gregg. Otros lo han intentado después, pero no han durado ni dos días en el interior del inmueble.

De este modo, y como suele ocurrir, Lucy emprende no solo un viaje geográfico, sino también interno (ya se sabe que poner tierra de por medio no es la mejor forma de resolver los problemas). De sostener que mi vida ha estado regulada en su mayor parte por la conciencia de otras personas (I: I), pasará a tomar sus propias decisiones.

Todos estos aspectos iniciales de la narración los sabe condensar de manera ejemplar el director de la adaptación cinematográfica, Joseph L. Mankiewicz (1909-1993), a través de la escena dialogada entre Lucy (Gene Tierney) y sus dos agrias cuñadas (Victoria Horne e Isobel Elsom).

Pero Lucy no se encuentra sola. Además del fantasma del capitán Gregg, cuenta con la ayuda material de la cocinera y amiga de confianza Martha. Pese a que ambas tan solo se llevan dos años de diferencia, el entorno de ambas mujeres les ha convencido -sobre todo a Lucy- de que tener treinta y cuatro años es estar a la mitad de la vida.

No obstante la madurez cronológica, Lucy piensa, en un comentario extremadamente lúcido, que debo ser muy egoísta, porque no quiero enderezar nada ni a nadie; lo único que deseo es que me dejen en paz, lidiar como pueda este problema que llaman vida (II: I).

Toda una declaración de intenciones en un mundo físico en el que no se cesa de arremeter contra la libertad de juicio a través del adoctrinamiento, y donde “que le dejen a uno en paz”, sin hurgar en las mentes en uno u otro sentido, resulta cada vez más difícil (qué peliaguda expresión la de tomar partido).

Pintura de Will Barnet
Lucy adquiere la casa, precisamente con el dinero del capitán, que este no necesita, ya que, como él mismo precisa, desea que su hogar no caiga en malas manos, y sí termine siendo una residencia para capitanes de barco retirados. De este modo, tras su primer encuentro en la cocina, que es fielmente retratado en la película, Gregg admite a Lucy como huésped temporal.

Pero trajinar con un ente invisible hace que las dudas asalten a la nueva propietaria, que teme que la voz del capitán Gregg habite solo en su imaginación. Hasta el punto de visitar a un psiquiatra (II: I). Por ello, la mujer está dispuesta a solicitar una prueba física y contundente al capitán que pruebe su existencia. La diferencia con otros está en que cuando Lucy la recibe, no la desprecia (por el hecho de que no encaje en sus parámetros).

Esta independencia recién adquirida por Lucy no queda exenta de peligros, de intentos de socavar su fortaleza. Como se demuestra durante la visita de Eva, una de las cuñadas. Una relación familiar tóxica a más no poder. Como lo diría; Eva es lo más parecido a una garrapata de la mente (interesante título). Como bien sabe advertir el capitán Gregg, solo sintoniza con la tierra y con ella misma.

Observo, en este sentido, que en la autora subyacen conocimientos taumatúrgicos bien hilvanados. Solo las personas incapaces de comprender otro punto de vista que no sea el suyo, están sordas espiritualmente, comenta el capitán. Entre ellas, el hijo menor de Lucy, que de adulto se prepara para la profesión religiosa (no debe de ser una casualidad, sino más bien causticidad, que quien se postula para dicho oficio no encuentre asideros espirituales más allá de lo establecido por los dogmas, aunque en honor a la verdad, Lucy no comentará con sus hijos su relación con el espectro).

Como ya hemos señalado, la novela dio pie a una sensacional película, El fantasma y la señora Muir (The Ghost and Mrs. Muir, Twentieth Century Fox, 1947), dirigida por el magnífico guionista y realizador Joseph L. Mankiewicz. Gracias a su buena labor, todos estos aspectos argumentales que estamos tratando se trasladan a la adaptación. Como el citado encuentro con el capitán Gregg en la cocina de la vivienda (I: II). Sin embargo, también existen diferencias, aunque inapreciables a un nivel integral. Por ejemplo, el encuentro con el bon vivant casado Miles Fairley Blane, que en el libro acontece en la playa, al rescate de un perro atrapado en una madriguera (II: IV), es trasladado y entremezclado con buen criterio con el episodio de la publicación del libro de memorias del capitán, destinado a ser un best-seller (III: III); y con lo que, por cierto, se ironiza en la terminología anglosajona original con el término ghost writer (el “negro” literario).

En la película, Mankiewicz y su guionista, Philip Dunne (1908-1992), convierten a Miles en un ser tan avieso como desamparado; pagado de sí mismo, pero con numerosas cuentas emocionales pendientes. Un personaje que, en ambos casos, acaba triste y abandonado. El del libro, no obstante, está en los umbrales de los malos tratos. Es sibilino y embaucador, sin la gracia y desparpajo de su homólogo cinematográfico, encarnado por el excelente George Sanders (1906-1972). Por su parte, Lucy es neófita en esto del amor, pese a haber estado casada, siendo su carácter menos dependiente -más fuerte- en la película (deja a Miles al saber que está casado).

Edward Mulhare, en la adaptación televisiva de la novela
La obra literaria contiene espléndidas descripciones, anímicas y tangibles (lo que en la película también se materializa a través de la imagen). Así ocurre con las relacionadas con el mar, breves pero acertadas; profundas (II: V). Un escenario que, pese a no estar siempre a la vista, nunca queda en lontananza emocional por parte de los protagonistas. El mar y mis barcos siempre fueron lo primero para mí, atestigua el capitán (III: I).

En la tercera parte, los años se suceden y el fantasma no comparece. Lo que nos hace advertir que el tiempo es un mecanismo narrativo esencial en la estructura de la novela, del que Dick sabe sacar un buen partido afectivo. Los personajes aparecen y desaparecen, aunque no hasta el extremo mostrado en la película, de la ausencia mucho más prolongada del capitán, proporcionando una sacudida dramática más acusada. Más aún, cerca de cumplir los cincuenta, es cuando Lucy lleva su libro -dictado por Gregg- a una editorial. Anteriormente se ha visto obligada a empeñar una pertenencia de valor, recuerdo de su vida pasada (III: II). El desprendimiento tiene un doble significado.

En este apartado temporal se enmarca la visita de una Anna adulta, en recomposición de su aún joven vida, ya que, tras abandonar el baile, profesión en la que se ha especializado, se dispone a contraer matrimonio con un muchacho llamado Bill (IV: III).

Lo que enlaza con la última parte de la novela, donde descendientes y familia política se concretan en la ridícula figura del obispo anglicano Winstanley, cuya irónica carga crítica se contagia a la naturaleza totalmente pasiva de Cyril y su prometida Celia, hija del obispo (IV: I). De hecho, a lo largo y ancho de su vida, Lucy comprueba lo difícil que es mantenerse a salvo de injerencias de toda índole, social y familiar, como persona independiente -que no es sinónimo de desinteresada o aislada-, en pleno dominio de sus libertades. Sin subordinaciones interesadas o encubiertas. Por algo, dice la autora que Lucy nunca había ligado su felicidad a los círculos sociales (IV: IV).

De estas relaciones reguladas por los demás -religiosas, ideológicas…-, y el qué dirán, la autora se ríe a modo. Y emplea la cena con el obispo o el enlace de su hijo Cyril con Celia con tales propósitos. Aunque con la honestidad de nos despojar de humanidad a sus personajes; es decir, no dejando que el sarcasmo caricaturesco desvirtúe su propósito crítico. Lo que no obsta para que estos personajes, incluida Eva, de nuevo se lancen al ataque de pretender organizarle la vida a Lucy. Un provechoso recurso para ella será el de centrarse en sus propios pensamientos durante el tiempo que dura la charla (requisitoria y admonitoria) con el obispo puritano (IV: II).

Pero Lucy ya tiene conciencia del derecho a decidir cómo desea vivir su vida, y que no le den el coñazo. Tengo mi propia casa y pienso vivir en ella, se ratifica (no hará falta recordar que la propiedad forma parte de la libertad personal, razón por la que últimamente está siendo tan atacada, precisamente, por los principales enemigos de la libertad) (IV: III). Añadiendo Lucy, además, que sentirse sola no tiene nada que ver con la soledad (Íd.). Del mismo modo que la autora nunca confunde la reivindicación con el adoctrinamiento.

Respecto al fantasma, hay que anotar algunas valiosas características que me hacen pensar, como antes comenté, que la escritora sabía muy bien el terreno que pisaba. Por ejemplo, el talante terreno del que hace gala el capitán Gregg, y por el que guió su personalidad sobre la Tierra, continúa siendo su esencia como personaje fantasma. Y en efecto, cabe la posibilidad de que esto sea así, y podamos pasar al “otro lado” con nuestro propio carácter mundano. Además, su anclaje a esta zona de la realidad responde al hecho clásico de sentir que ha dejado pendiente una terea vital por realizar, como así resulta (II: II). La curiosidad por saber cómo es el mundo en el que Gregg se desenvuelve, por parte de Lucy, es por lo tanto legítima.

A su vez, la relación con el fantasma fortalece el incipiente carácter de Lucy. Produciéndose la transformación de Lucy a Lucía, por parte del capitán. Algo más que una cuestión de nomenclatura. El ligero cambio en el nombre representa la sustantividad de esa fortaleza, la lograda conciencia de sí misma (y belleza a los ojos del capitán). Es un apelativo con más carácter, según Gregg.

Después, surge el enamoramiento de quien no puede correspondernos. En este caso, Lucía y Gregg.

Gull Cottage
Como curiosidad que no debe ser desdeñada, advierto en determinados críticos literarios cierta condescendencia, incluso aversión, a la hora de clasificar esta novela como “de fantasmas”. Como si este marchamo convirtiera la letra en algo de segunda categoría. Un aspecto sobre el que ya he llamado la atención otras veces. Parece que el epíteto arrojara un saldo literario menor que en, pongo por caso, una novela realista o histórica. La consecuencia es que se hace necesario catalogarla de “novela sobre el paso del tiempo” (¡como si ambos aspectos tuvieran que estar reñidos!). No dudo de que en las mentes de estos exégetas el menoscabo existe, pero la novelística de fantasmas es un género que ha venido manifestando su calidad literaria como el que más. Creo que lo he demostrado a lo largo de multitud de artículos, muchos de los cuales están contenidos en este blog. Tal “recalificación” resulta ridícula y peca de prejuiciosa por parte de quienes prefieren, por ejemplo, ocuparse de obras sobre enfermedades y pestes en pleno desarrollo de la pandemia (que hay que echarle valor; olé la alegría). Eso cuando no se ufanan en seguir un mecanismo lector al que califican de “lectura en diagonal”, que supongo contrario al disfrute de cualquier texto (así salen de torcidos los escritos críticos en algunos medios de divulgación). No digo esto porque sí, en dichos espacios dedicados a la literatura se asegura que Poe (1809-1849) es tan bueno porque se aleja de las explicaciones fantásticas y metafísicas para ofrecer unas resoluciones realistas (no sé qué Poe habrán leído).

El caso es que estos prejuicios acerca de la literatura gótica, policiaca o de ciencia ficción, reducida poco menos que a un divertimento, parecen un hecho tan obsoleto como tristemente real. Algo insostenible a estas alturas del siglo XXI (ya lo era a finales del XX). En la literatura de género existen buenas y malas novelas -o películas-. En su género, El fantasma y la señora Muir es una de las más hermosas que yo he visto y leído.




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