En su ameno y elocuente libro Cómo hice cien films en Hollywood y nunca perdí ni un céntimo (How I made a Hundred Movies in Hollywood and never lost a Dime; Laertes, 1992), el realizador, productor, distribuidor y ocasionalmente actor Roger Corman (1926) recuerda cómo sus trabajos precedentes de bajo presupuesto vinieron a demostrar que podía realizar rápida y económicamente films en un género nuevo, pero que ya estaba maduro para aspirar a producciones de mayor calidad y medios, con calendarios más amplios y dirigiendo a actores más expertos sobre guiones mejores (capitulo VII).
El hundimiento -o la caída- de la casa Usher (The fall of the house of Usher o House of Usher, que por todos estos títulos es conocida, 1960) fue su primera empresa en este sentido y la película que inauguró el ciclo de semi-adaptaciones de relatos de Edgar Allan Poe (1809-1849), que culminaría en 1964 con La tumba de Ligeia (Tomb of Ligeia).
Un ciclo sufragado y distribuido por la productora American International, fundada por Samuel Z. Arkoff (1918-2001) y James H. Nicholson (1916-1972).
Después de lograr la debida financiación para permitirse a un actor de la talla de Vincent Price (1911-1993), uno de los requerimientos del realizador, la producción se puso en marcha. Prosigue Corman: creamos una historia acerca de los últimos y delirantes días de Roderick y Madeleine Usher viviendo recluidos en la mansión familiar, entre unos muros hondamente agrietados y decrépitos. El prometido de ella, Philip Winthrop, viene de visita, pero Usher no quiere que se casen por miedo a que se perpetúe su fatídica demencia hereditaria.
Corman junto a Vincent Price durante la filmación |
Un material que corre paralelo al plano del inconsciente, de lo simbólico, ilustrado con igual rotundidad por los retratos distorsionados y torturados que pinta Roderick Usher (Vincent Price) -en realidad, unas pinturas creadas por Burt Schoenberg (1933-1977)-, o por la fisicidad de la propia casa, una labor del decorador Danny Haller (1926), para quien el realizador también tiene palabras de reconocimiento en el citado libro de memorias. Hasta qué punto son estos retratos de antepasados el producto de la deformada visión que de la degradación familiar tiene Roderick Usher, es otro planteamiento interesante.
Las contadas imágenes en exteriores se filmaron en un paraje que acababa de ser pasto de las llamas, lo que permitió a Corman aprovechar la situación para mostrar la moribunda geografía en la que se ubica la mansión Usher.
Este entorno encuentra su inicial contraposición en el acogedor interior de la casa, pero como evidencian los referidos retratos, este será solo una máscara que esconde la conexión de dos ambientes -exterior e interior- que se comunican. La atmósfera aparentemente grata de la mansión Usher se irá viciando de forma progresiva conforme aumente el conocimiento de Philip Winthrop (Mark Damon) respecto a sus moradores. El crujir del edificio decrépito es la constatación de que, en cierta forma, se trata de un organismo vivo.
En base a esta premisa, el guión desarrollado con ejemplar eficacia por Richard Matheson (1926-2013) ofrece buenos cimientos para la realización de Corman. Como ejemplo, el picado que muestra a Winthrop penetrando por vez primera en la casa, y en el que es instado por el criado y cocinero Bristol (Harry Ellerbe) a que se descalce. Una imagen que conecta ambos entornos en una sola atmósfera.
Y es que toda la mansión es como un decadente santuario donde únicamente se espera la llegada de la muerte, ya que tanto Roderick como su hermana Madeleine (Myrna Fahey) sufren de una progresiva enfermedad de los sentidos, lo que no impide a Roderick distraerse con un laúd, pero imposibilita que la joven, en palabras de su hermano, pueda aventurarse más allá de la residencia. Ella no puede salir de aquí, especifica. ¿Predestinación o sugestión forzosa?
En este sentido, el romanticismo del relato es dual. De una parte, la adscripción al espíritu del género literario y cinematográfico del gótico, por medio de los elementos más reconocibles -o icónicos- del mismo: ambientes decrépitos y oscuros, pasadizos secretos, visita a la cripta familiar, pérdida de la identidad, personalidades atormentadas en espacios decadentes, la soledad –no deseada, en este caso-, sensibilidades extremadas -herencia del ímpetu y la tormenta- y una fatalidad de raigambre determinista. De otra, está el romance, del que solo se muestran sus consecuencias, entre Philip y Madeleine, cuando esta última tuvo ocasión, en irrepetible oportunidad, de visitar la ciudad de Boston.
Además, interesante es señalar que, tal y como Roderick comenta, la mansión fue trasladada bloque a bloque, ya con el mal en su interior, desde su ubicación original en Inglaterra. Un mal que, de nuevo según Roderick, puede perpetuarse con la muerte sin necesidad de herederos físicos… como un ente real, orgánico y, aún en su mortandad, vitalicio, heredero de sí mismo (ahora el mal es la casa en sí).
No obstante, los cimientos están carcomidos, el suelo es inestable y los habitantes no poseen tales descendientes, así que morirán con la casa, como señala Bristol, otro ocupante que lleva allí aprisionado toda una vida.
Por ello resulta especialmente desoladora la imagen última de los restos de la mansión Usher, contemplados desde un futuro indefinido y envueltos por la neblina, en una composición que recuerda los paisajes más misteriosos y abandonados del pintor romántico Caspar David Friedrich (1774-1840). Un retrato final rematado por la efectiva música de Les Baxter (1922-1996), la lúgubre fotografía de Floyd Crosby (1899-1985) y las luctuosas palabras de Edgar Allan Poe.
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